Eran conmovedores, conmovedores absolutamente, por encima de cualquier otra cosa, conmovedores más que hermosos, conmovedora su carne, deglutible, y su piel bronceada, el vientre duro y liso, el pelo muy corto, belleza conquistada milímetro a milímetro, sudor y más sudor para prolongar la adolescencia más allá de los veinte, de los treinta quizás, eran adolescentes crecidos, niños grandes, una pequeña pandilla de jovencitos aburridos, están tan solitos, pensé, se aburren, pobrecitos, y se entretienen de la única manera que saben, con sus enormes sexos enhiestos, el único juguete a su alcance, se masajean, se besan, nunca en la boca, se acarician pero no se abrazan, se miran, se gustan, no pueden evitar gustarse, les sorprendí alguna vez palpándose los músculos, frotándose los brazos, comparándose con el compañero que estaba a su lado, mirándole de reojo en el curso de sus juegos, eran deliciosos, conmovedores, me hubiera gustado consolarles, recogerles entre mis brazos y apretar fuerte, me inspiraban una especie de furor maternal, me conmovían hasta los huesos, parecían tan jóvenes, y eran tan hermosos, perfectos, aunque seguramente me rechazarían, rehusarían mis abrazos y mi afecto, déjanos en paz, dirían, ya somos mayores, nosotros sabemos divertirnos solos, a nuestro aire, serían egoístas y soberbios, como todos los jovencitos, tontitos, y volverían a sus juegos, a cabalgarse los unos a los otros, era conmovedor verles jugar, una pandilla de adolescentes eternos, intercambiándose los papeles entre sí, sonriéndose, provocándose, rechazándose incluso, a veces, ay déjame, en serio, déjame, no quiero, no está bien, uno de ellos era un comediante nato, miraba a sus amiguitos con ojos asustados, medrosos, él no quería, y ellos se relamían ante él, eran encantadores, tan divertidos, los dos se acariciaban el uno al otro, estaban muy graciosos, de pie, tan formalitos, un brazo colgando a lo largo del cuerpo, el otro tendido hacia el cuerpo del otro, los dedos enredados en los pelos del otro, se tocaban recíprocamente, se estimulaban con sus manitas, y advertían al pequeño cobarde que permanecía encogido en el sofá, tapándose los ojos con una mano entreabierta, miraba por la rendija, qué tramposo, te lo vamos a hacer, sí, sí, te lo vamos a hacer, es inútil que te resistas, y se reían a carcajadas, eran conmovedores…
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