ACERCAMIENTOS Más allá de la novela | E. M. Cioran


En la época en que el artista movilizaba todas sus taras para producir una obra que le ocultase, la idea de entregar su vida al público no debía ni rozarle siquiera. No se imagina uno a Dante o a Shakespeare anotando los menudos incidentes de su existencia para ponerlos en conocimiento de los otros. Quizá incluso tendían a dar una falsa imagen de lo que eran. Tenían ese pudor de la fuerza que el deficiente moderno ya no tiene. Diarios íntimos y novelas participan de una misma aberración: ¿qué interés puede presentar una vida? ¿Y qué interés, libros que parten de otros libros o espíritus que se apoyan en otros espíritus? No he sentido una sensación de verdad, un estremecimiento de ser más que en contacto con analfabetos: los pastores, en los Cárpatos, me han dejado una impresión mucho más fuerte que los profesores de Alemania o los vivillos de París, y he visto en España mendigos de los que me gustaría ser hagiógrafo. No tenían ninguna necesidad de inventarse una vida: existían; lo que no le sucede al civilizado. Decididamente, nunca sabremos por qué nuestros antepasados no se atrincheraron en sus cavernas.

Cualquiera se atribuye a sí mismo un destino, luego cualquiera puede describir el suyo. La creencia de que la psicología revela nuestra ausencia debería apegarnos a nuestros actos, al pensamiento de que comportan un valor intrínseco o simbólico. Después vino ese snobismo de los «complejos» para enseñarnos a engrandecer nuestras naderías, a dejarnos deslumbrar por ellas, a gratificar nuestro yo con facultades y profundidades de las que está visiblemente desprovisto. Sin embargo, la percepción íntima de nuestra nulidad sólo en parte ha sido sacudida. Ante el novelista que hace hincapié sobre su vida, sentimos que finge tan sólo creer en ella que no tiene ningún respeto por los secretos que descubre: él no se engaña y nosotros, sus lectores, todavía menos. Sus personajes pertenecen a una humanidad de segunda clase, descarada y débil, sospechosa a fuerza de habilidades y maniobras. Es imposible concebir a un Rey Lear astuto... El lado vulgar, el lado arribista de la novela es el que fija sus rasgos: degradación de la fatalidad, Destino que ha perdido su mayúscula, improbabilidad de la desdicha, tragedia desplazada.


Junto al héroe trágico, colmado por la adversidad, su bien de siempre, su patrimonio, el personaje novelesco aparece como un aspirante a la ruina, un jornalero del horror, muy preocupado por perderse, muy tembloroso por no lograrlo. Inseguro de su desastre sufre por ello. No hay necesidad alguna en su muerte. El autor, tal es nuestra impresión, podría salvarlo: lo que nos da una sensación de malestar y nos echa a perder el placer de la lectura. La tragedia, por su parte, se desenvuelve en un plano me atrevería a decir que absoluto: el autor no tiene ninguna influencia sobre los héroes, no es más que su servidor, su instrumento; son ellos los que mandan y le intiman a redactar el acta de sus hechos y gestos. Ellos reinan hasta en las obras a las que sirven de pretexto. Y esas obras nos parecen realidades independientes del escritor y de los hilos de la psicología. Las novelas las leemos de una manera muy otra. Siempre pensamos en el novelista; su presencia nos obsesiona; le vemos debatirse con sus personajes; a fin de cuentas, sólo él nos requiere. «¿Qué va a hacer con ellos? ¿Cómo se librará de ellos?», nos preguntamos con una inquietud mezclada con aprehensión. Si ha podido decirse que Balzac reproducía a Shakespeare pero con fracasados, ¿qué pensar entonces de nuestros novelistas, obligados a inclinarse sobre un tipo de humanidad aún más deteriorada? Desprovisto de aliento cósmico, el personaje mengua y no llega a contrapesar el efecto disolvente de su saber, de su voluntad de clarividencia, de su falta de «carácter».

El fenómeno moderno por excelencia está constituido por la aparición del artista inteligente. No es que los de otras épocas fuesen incapaces de abstracción o sutileza; pero, instalados de un solo golpe en el centro de su obra, la realizaban sin reflexionar demasiado sobre ella y sin rodearse de doctrinas y de consideraciones de método. El arte, aun nuevo, les llevaba. Ahora ya no sucede lo mismo. Por reducidos que sean sus medios intelectuales, el artista es, ante todo, esteticista: situado fuera de su inspiración, la prepara y se restringe a ella deliberadamente. Si es poeta, comenta sus obras, las explica sin convencernos, y, para inventar y renovarse, imita el instinto que ya no tiene: la idea de poesía se ha convertido en su materia poética, su fuente de inspiración. Canta a su poema; grave desfallecimiento, sin sentido poético: no se hacen poemas con la poesía. Sólo el artista dudoso parte del arte; el artista verdadero saca su materia de otra parte: de sí mismo... Al lado del «creador» actual, de sus esfuerzos y de su esterilidad, los del pasado parecen desfallecer de salud: no estaban anémicos por causa de la filosofía, como los nuestros. Interrogad, en efecto, a cualquier pintor, novelista, músico: veréis que los problemas le prestan esa inseguridad que es su marca esencial. Tantea como si estuviese condenado a detenerse en el umbral de su empresa o de su suerte. A esta exacerbación del intelecto, acompañada de una disminución correspondiente del instinto, nadie escapa en nuestros días. Lo monumental, lo grandioso irreflexivo ya no es posible: por el contrario, lo interesante se eleva al nivel de categoría. Es el individuo quien hace al arte, no ya el arte quien hace al individuo, como ya no es la obra lo que cuenta, sino el comentario que la precede o sucede. Y lo mejor que un artista produce son sus ideas sobre lo que hubiera podido realizar. Se ha convertido en su propio crítico, como el vulgo en su propio psicólogo. Ninguna edad ha conocido tal conciencia de sí. Vistos desde este ángulo, el Renacimiento parece bárbaro, la Edad Media prehistórica, e incluso el último siglo parece un poquito pueril. Sabemos mucho nosotros mismos; por otra parte, no somos nada. Revancha de nuestras lagunas en ingenuidad, en frescura, en esperanza y en estupidez, el «sentido psicológico», nuestra mayor adquisición, nos ha metamorfoseado en espectadores de nosotros mismos. ¿Nuestra mayor adquisición? Dada nuestra incapacidad metafísica, lo es indudablemente, tal como es el único tipo de profundidad del que somos susceptibles. Pero si se trasciende la psicología, toda nuestra «vida interior» parece una meteorología afectiva cuyas variaciones no comportan ningún significado. ¿A santo de qué interesarse por los manejos de espectros, por los estadios de la apariencia? Y ¿cómo, tras el Temps retrouvé, reclamarnos de un yo, cómo apostar todavía por nuestros secretos? No es Eliot, sino Proust, quien es el profeta de los «hollow men», de los hombres vacíos. Quitad las funciones de la memoria por las que él se ingenia para hacernos triunfar sobre el devenir y no queda ya nada en nosotros más que el ritmo que marca las etapas de nuestra delicuescencia. Desde este punto, rehusarse al aniquilamiento constituye una descortesía para consigo mismo. El estado de criatura no conviene a nadie. Lo sabemos tanto por Proust como por el maestro Eckhart; con el primero, entramos en el goce del vacío por el tiempo; en el segundo por la eternidad. Vacío psicológico; vacío metafísico. El uno, coronamiento de la introspección; el otro, de la meditación. El «yo» constituye un privilegio sólo de aquellos que no van hasta el fondo de sí mismos. Pero ir hasta el fondo de sí mismo, es un extremo fecundo para el místico pero nefasto para el escritor. Es imposible figurarse a Proust sobreviviendo a su obra, a la visión que la concluye. Por otra parte, ha vuelto superflua e irritante toda búsqueda en la dirección de las minucias psicológicas. A la larga, la hipertrofia del análisis obstaculiza al novelista y a sus personajes. No se puede complicar infinitamente un carácter ni las situaciones en las que se encuentra implicado. Se las conoce todas, o por lo menos se las adivina.

Sólo hay una cosa peor que el hastío: el miedo al hastío. Y tal miedo es el que experimento cada vez que abro una novela. No sé qué hacer con la vida del héroe, no me apego a ella, no creo en ella en manera alguna. El género, que ya ha dilapidado su sustancia, carece de objeto. El personaje se muere y la intriga igual. En este aspecto no deja de ser significativo que las únicas novelas dignas de interés sean precisamente aquéllas donde, tras haber sido despedido el universo, ya no pasa nada. Incluso el autor parece ausente. Deliciosamente ilegibles, Sin pies ni cabeza, igual podrían detenerse en la primera frase que continuar decenas de millares de paginas. A propósito de ellas, se le ocurre a uno una pregunta: ¿puede repetirse indefinidamente la misma experiencia? Escribir una novela sin tema está muy bien, pero ¿para qué escribir diez o veinte? Planteada la necesidad de la ausencia, ¿por qué multiplicar esa ausencia y complacerse en ella? La concepción implícita de esta clase de obras opone al desgaste del ser la realidad inagotable de la nada. Sin valor lógico, tal concepción no es menos cierta afectivamente. (Hablar de la nada en otros términos que los de la afectividad es perder el tiempo). Postula una investigación sin referencias, una experiencia vivida en el interior de una realidad inagotable, vacuidad experimentada y pensada a través de la sensación, lo mismo que una dialéctica paradójicamente fija, sin movimiento, dinamismo de la monotonía y de la vacación. ¿No es esto dar vueltas sobre lo mismo? Voluptuosidad de la no-significación: supremo callejón sin salida. Servirse de la ansiedad no para convertir la ausencia en misterio, sino el misterio en ausencia. Misterio nulo, pendiente de sí mismo, sin trasfondo e incapaz de llevar a quien lo concibe más allá de las revelaciones del sinsentido.


A la narración que suprime lo narrado, el objeto, corresponde una ascesis del intelecto, una meditación sin contenido... El espíritu se ve reducido al acto por el que es espíritu, y nada más. Todas sus actividades le retrotraen a sí mismo, a ese desenvolvimiento estacionario que le impide aferrarse a las cosas. Ningún conocimiento, ninguna acción: la meditación sin contenido representa la apoteosis de la esterilidad y el rechazo.

La novela que se sale del tiempo abandona su dimensión específica, renuncia a sus funciones: gesto heroico que es ridículo repetir. Acaso se tiene el derecho de extenuar sus propias obsesiones, de explotarlas, de reiterarlas implacablemente? Más de un novelista de hoy me hace pensar en un místico que hubiera superado a Dios. El místico que hubiese llegado ahí, es decir, a ninguna parte, no podría ya rezar, puesto que habría ido más allá del objeto de sus oraciones. Pero ¿por qué los novelistas que han superado la novela perseveran en ella? Tal es la capacidad de fascinación de ésta que subyuga a los mismos que se esfuerzan en deshacerla. ¿Quién podría expresar mejor la obsesión moderna por la historia y la psicología? Si el hombre se agota en su realidad temporal, es sólo un personaje, un argumento de novela y nada más. En resumen: nuestro semejante. Por otro lado, la novela hubiera sido inconcebible en un período de florecimiento metafísico: es imposible imaginársela prosperando en la Edad Media, ni en Grecia, India o China clásicas. Pues la experiencia metafísica, desertando de la cronología y las modalidades de nuestro ser, vive en la intimidad de lo absoluto, absoluto al que el personaje debe tender sin alcanzarle jamás: sólo con esta condición dispone de un destino, el cual, para ser literariamente eficaz, supone una experiencia metafísica inacabada, voluntariamente inacabada, añadiría yo. Esto apunta incluso a los mismos héroes dostoyevskianos: ineptos para salvarse, impacientes por decaer nos intrigan en la medida en que guardan una falsa relación con Dios. La santidad no es para ellos más que un pretexto para el desgarramiento, un suplemento de caos, un rodeo que les permite derrumbarse mejor. Si la poseyesen dejarían de ser personajes: la persiguen para rechazarla, para paladear el peligro de volver a caer en sí mismos. Es por su condición de santo fallido por lo que el príncipe epiléptico se sitúa en el centro de una intriga, pues la santidad realizada es contradictoria con el arte de la novela. En lo tocante a Aliocha, más próximo al ángel que al santo, su pureza no evoca la idea de un destino y no se imagina uno bien cómo Dostoyevsky hubiera podido hacer de él la figura central de una continuación de Los hermanos Karamasovi. Proyección de nuestro horror por la historia, el ángel es el arrecife, es decir, la muerte de la narración. ¿Será preciso deducir que el dominio del narrador no debe extenderse a los acontecimientos de la caída? Esto me parece singularmente cierto para el novelista, cuya función, mérito y única razón de ser es realizar pastiches del infierno.

No reivindico el honor de no poder leer una novela hasta el final; me insurjo simplemente contra su insolencia, contra el doblez que nos ha impuesto y el puesto que ha tomado entre nuestras preocupaciones. Nada más intolerable que asistir durante horas en torno a tal o tal personaje ficticio. Que no se me malentienda: los libros más conmovedores, si no los más grandes, que he leído eran novelas. Lo cual no me impide aborrecer la visión de la que procedían. Odio sin esperanza. Pues si aspiro a otro mundo, a cualquier mundo salvo el nuestro, sé, sin embargo, que nunca llegaré a él. Cada vez que he intentado establecerme en un principio superior a mis «experiencias», forzoso me ha sido constatar que éstas primaban para mí en interés sobre aquél, que todas mis veleidades metafísicas se estrellaban contra mi frivolidad. Errónea o acertadamente, he acabado por hacer responsable a todo un género, por envolverlo con mi rabia, por ver en él un obstáculo contra mí mismo, el agente de mi desparramamiento y del de los otros, una maniobra del tiempo para infiltrarse en nuestra sustancia, la prueba definitiva de que la eternidad nunca será para nosotros más que una palabra y una nostalgia. «Como todo el mundo, eres hijo de la novela», tal es mi estribillo y mi derrota.

No hay ataque no encierre una voluntad de liberarse de un embeleso o de castigarse por él. Nunca me perdonaré el estar interiormente más próximo del primer novelista que llega que del más fútil de los sabios de antaño. No se apasiona uno impunemente por los tejemanejes de la civilización occidental, civilización de la novela. Obnubilada por la literatura, concede al escritor poco más o menos el mismo crédito que se concedía al sabio en el mundo antiguo. Sin embargo, el patricio que compraba su estoico o su epicúreo debía, junto a su esclavo, elevarse a un nivel al que no sabría aspirar el burgués moderno que lee a su novelista. Si se me replicase que ese sabio, cuando no era un impostor, discurría sobre temas tan trillados como el destino, el placer o el dolor, yo respondería que ese tipo de mediocridad me parece preferible a la nuestra y que incluso en el charlatanismo de la sabiduría hay más verdad que en la actividad novelesca. Y, además, si de charlatanismo se trata, no olvidemos ese otro, más digno, más real, de la poesía.

Evidentemente no se puede hacer poesía con cualquier cosa. No se presta a todo. Tiene escrúpulos y un cierto... standing. Robarle su bien comporta ciertos riesgos: nada más inconsistente que ella cuando se la trasplanta al discurso. Conocido es el carácter híbrido de la novela de la inspiración romántica, simbolista o surrealista. Efectivamente, la novela, usurpadora por vocación, no ha dudado en apoderarse de los medios propios de movimientos esencialmente poéticos. Impura por su misma adaptabilidad, ha vivido y vive del fraude y del pillaje y se ha vendido a todas las causas. Ha sido la prostituta de la literatura. Ninguna preocupación por la decadencia le supone un obstáculo, no hay intimidad que no viole. Con igual desenvoltura hurga en los basureros y en las conciencias. El novelista, cuyo arte está hecho de auscultación y cotilleo, transforma nuestros silencios en chismes. Incluso misántropo, siempre tiene la pasión de lo humano: Se abisma en ello. ¡Que lamentable papel hace junto a los místicos, sus locuras y su «inhumanidad»! Y, además, Dios tiene en cualquier caso más clase. Se concibe que se ocupen de él. Pero no comprendo que se apegue uno a las personas. Sueño con las profundidades del Ungrund, fondo anterior a las corrupciones del tiempo, y cuya soledad, superior a la de Dios, me separaría por siempre de mí, de mis semejantes del lenguaje del amor, de la prolijidad que arrastra la curiosidad por otro. Si la tomo con el novelista es porque, trabajando con una materia vulgar, con todos nosotros es y debe ser más prolijo que nosotros. Hagámosle al menos justicia sobre un punto: tiene el valor de la disolución. Es el precio de su fecundidad y su potencia. No hay talento épico sin una ciencia de la banalidad, sin el instinto de lo inesencial, de lo accesorio y de lo ínfimo. Páginas y páginas: acumulaciones de naderías. Si el poemarío supone una aberración, la novelarío está inscrita en las leyes mismas del género. Palabras, palabras, palabras... Hamlet leía, sin duda, una novela. Reflejar la vida en sus detalles, degradar nuestras estupefacciones en anécdotas, ¡qué suplicio para el espíritu! El novelista no experimenta este suplicio como tampoco siente la insignificancia y la ingenuidad de lo «extraordinario». ¿Acaso hay un solo acontecimiento que valga la pena de ser relatado? Pregunta poco razonable, pues yo mismo he leído tantas novelas como cualquiera. Pero cuestión sensata, a poco que el tiempo vuele de nuestras conciencias y no quede en nosotros más que un silencio que nos arrebata de entre los seres y de esa extensión de lo inconcebible sobre la esfera de cada instante por la que se define la existencia.


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El sentido comienza a hacer pasar de moda. El cuadro cuya intención es inteligible no es mirado largo tiempo el fragmento musical de carácter perceptible, de contornos definidos, nos cansa; el poema demasiado claro, demasiado explícito, nos parece... incomprensible. El reino de la evidencia toca a su fin: ¿Qué verdad clara vale la pena de ser enunciada? Lo que puede ser comunicado no merece la pena de que nadie se detenga en ello. ¿Deduciremos de esto que sólo el misterio debe retenernos? Es no menos fastidioso que la evidencia. Entiendo aquí el misterio pleno, tal como ha sido concebido hasta nosotros. El nuestro, puramente formal, no es más que un recurso de espíritus decepcionados por la claridad, una profundidad hueca, correspondiente con esta etapa del arte en que ya nadie se engaña, en la cual, en literatura, en música, en pintura, somos contemporáneos de todos los estilos. El eclecticismo, si bien daña la tradición, ensancha en contrapartida nuestro horizonte y nos permite aprovecharnos de todas las tradiciones. Libera al teórico, pero paraliza al creador, a quien descubre perspectivas demasiado vastas; ahora bien, una obra se hace dejando de lado o fuera del saber. Si el artista de hoy se refugia en lo oscuro es que ya no puede innovar con lo que sabe. La masa de sus conocimientos ha hecho de él un glosador, un Aristarco desengañado. Para salvaguardar su originalidad no le queda ya más que la aventura de lo ininteligible. Renunciará, pues, a las evidencias que le impone una época sabia y estéril. Si es poeta, se encuentra ante palabras de las que ninguna, en su acepción legítima, está cargada de futuro; si las pretende viables, deberá romper su sentido, correr tras la impropiedad. En las Letras en general asistimos a la capitulación del Verbo, el cual, por extraño que ello pueda parecer, está todavía más gastado que nosotros. Sigamos, pues, la curva descendente de su vitalidad, concertémonos con su grado de «surmenage» y decrepitud, desposeamos al caminar de su agonía. Cosa curiosa: jamás fue más libre; su dimisión es su triunfo: emancipado de lo real y de lo vivido, se permite al fin el lujo de no expresar nada más que el equívoco de su propio juego. De esta agonía, de este triunfo, el género que nos ocupa debía resentirse.

La llegada de la novela sin materia ha dado un golpe de muerte a la novela. No más fabulación, ni personajes, ni intrigas, ni casualidad. Excomulgado el objeto, abolido el sucedido, sólo subsiste todavía un yo que se sobrevive, que se acuerda de haber sido; un yo sin mañana que se aferra a lo indefinido, le da vueltas y revueltas, lo convierte en tensión y esta tensión no tiene más desenlace que sí misma: éxtasis en los confines de las letras, murmullo incapaz de desvanecerse en grito, letanía y soliloquio del vacío, llamada esquizofrénica que rechaza al eco, metamorfosis en un punto extremo que se hurta y que no persigue ni el lirismo de la invectiva ni el de la oración. Aventurándose hasta las raíces de lo vago, el novelista se convierte en un arqueólogo de la ausencia que explora las capas de lo que no es y no podría ser, que horada lo inaprehensible y lo desenvuelve ante nuestras miradas cómplices y desconcertadas. ¿Un místico que se ignora? Ciertamente, no. Pues el místico, si bien nos describe los trances de su espera, ésta desemboca en un objeto en el cual llega a echar el ancla. Su tensión se dirige fuera de sí misma o se mantiene tal cual en el interior de Dios, donde encuentra un apoyo y una justificación. Reducida a sí misma, sin la subyacencia de una realidad, sería dudosa o no intrigaría más que a la psicología. Admitamos, sin embargo, que esta realidad que la sostiene y transfigura sea ilusoria: en sus accesos de acedía, el místico conviene en ello. Pero tales son sus recursos, tal es el automatismo de su tensión que, en lugar de entregarse a lo indefinido y fundirse con ello, lo sustancializa, le presta su espesor y un rostro. Tras haber abjurado de sus caídas y convertido sus noches en camino y no en hipóstasis, penetra en una región en la que ya no conoce esa sensación, la más penosa de todas, de que el ser os está vedado, que nunca podréis hacer un pacto con él. Y de ese ser no conoceréis más que la periferia, las fronteras: por eso es uno escritor. El no man's land que se extiende entre estas fronteras y las de la literatura es recorrido, en sus mejores momentos, por el novelista. Llegada a ese punto, falta de contenido y de objeto al que aplicarse, la psicología se anula, puesto que ha entrado en una zona incompatible con su ejercicio. Imaginaos una novela en que los personajes no viviesen en función los unos de los otros, ni de sí mismos, un Adolfo, un Iván Karamazof o un Swann sin acompañantes: comprenderéis que los días de la novela están contados y que, si se obstina en durar, deberá satisfacerse con una carrera de cadáver.

Es preciso, sin duda, ir todavía más lejos: desear, más allá del final de un género, el de todos los otros, el del arte. Privado de todas sus escapatorias, el hombre tendría el buen gusto, proclamando su desasistimiento, de suspender su carrera, aunque no fuera más que durante unas cuantas generaciones. Antes de comenzar de nuevo le sería preciso regenerarse por el estupor: a lo cual lo incita todo el arte contemporáneo en la medida en que éste suscribe su propia destrucción.

No es que haya que creer en el porvenir de la metafísica ni en ninguna clase de porvenir. Lejos de mí tal locura. No por ello es menos cierto que todo final oculta una promesa y despeja el horizonte. Cuando en los escaparates de las librerías no veamos ya ninguna novela, se habrá dado un paso —quizá hacia adelante o quizá hacia atrás... Por lo menos toda una civilización basada en la prospección de futilidades sucumbirá. ¿Utopía, divagación o barbarie? No lo sé. Pero no puedo impedirme pensar en el último novelista.


Cuando, al final de la Edad Media, la epopeya comenzó a debilitarse, para desaparecer a continuación, los contemporáneos de este declinar debieron experimentar cierto alivio: seguramente respirarían con mayor libertad. Una vez agotada la mitología cristiana y caballeresca, el heroísmo, concebido al nivel cósmico y divino, cedió su puesto a la tragedia: el hombre se apoderó, en el Renacimiento, de sus propios límites, de su propio destino y llegó a ser él mismo hasta ponerse al borde del estallido. Después, no pudiendo soportar por más tiempo la opresión de lo sublime, se rebajó a la novela, la epopeya de la era burguesa, epopeya sustitutoria.

Ante nosotros se abre una vacante que llenarán los sucedáneos filosóficos, las cosmogonías de simbolismo nebuloso, visiones dudosas. El espíritu se ensanchará con ello y englobará más materias que las que suele contener. Pensemos en la época helenística y en la efervescencia de las sectas gnósticas: el Imperio, con su vasta curiosidad, abrazaba sistemas irreconciliables y, a fuerza de naturalizar dioses orientales, ratificaba numerosas doctrinas y mitologías. Lo mismo que un arte extenuado se hace permeable a las fuerzas de expresión que le eran extrañas, del mismo modo un culto ya sin recursos se deja invadir por todos los otros. Tal fue el sentido del sincretismo antiguo, tal es el sentido del sincretismo contemporáneo. Nuestro vacío, en el que se amontonan artes y religiones dispares, llama a ídolos de otras partes, ya que los nuestros están demasiado caducos como para seguir velando por nosotros. Especializados en otros cielos, no sacamos empero ningún provecho de ellos: salido de nuestras lagunas, de la ausencia de un principio de vida, nuestro saber es universalidad de superficie, dispersión que presagia la venida de un mundo unificado en lo grosero y lo terrible. Sabemos de qué modo, en la antigüedad, el dogma puso fin a las fantasías del gnosticismo; adivinamos en qué certeza se acabarán nuestros desvaríos enciclopédicos. Quiebra de una época en la que la historia del arte sustituye al arte y la de las religiones a la religión.

No seamos inútilmente amargos: ciertas quiebras pueden ser fecundas. Por ejemplo, la de la novela. Saludémosla, pues; incluso lleguemos hasta celebrarla: nuestra soledad se encontrará de este modo reforzada, robustecida. Privados de una de nuestras salidas, acorralados finalmente en nosotros mismos, podremos interrogarnos mejor sobre nuestras funciones y nuestros límites, sobre la inutilidad de tener una vida, de convertirse en un personaje o de crear uno. ¿La novela? Es un veto opuesto al estallido de nuestras apariencias, el punto más alejado de nuestros orígenes, artificio para escamotear nuestros auténticos problemas, pantalla que se interpone entre nuestras realidades primordiales y nuestras ficciones psicológicas. Nunca admiraremos bastante a todos los que, imponiéndole técnicas que la niegan, una atmósfera que la invalida, exigencias que la superan, colaboran a su ruina y a la de nuestro tiempo, del que es juntamente el rostro, la quintaesencia y la mueca. Traduce todos sus rostros, acapara todas sus posibilidades de expresión. Muchos la adoptan, aunque su naturaleza no les disponía nada a ello. Hoy Descartes sería, probablemente, novelista; Pascal, casi seguro. Un género se hace universal cuando seduce a los espíritus que nada inclinaba hacia él. Pero la ironía quiere que sean ellos precisamente los que lo subviertan: introducen en él problemas heterogéneos a su naturaleza, lo diversifican, lo pervierten y lo recargan hasta hacer quebrarse su arquitectura. Cuando no se tiene gran afecto por el futuro de la novela hay que alegrarse de ver a los filósofos escribirlas. Siempre que éstos se infiltran en el mundo de las Letras es para explotar su desazón o precipitar su bancarrota.

Que la literatura esté llamada a desaparecer, es posible e incluso deseable. ¿Para qué sirve la farsa de nuestras interrogaciones, de nuestros problemas, de nuestras ansiedades? ¿No sería preferible, después de todo, orientarnos hacia una condición de autómatas? A nuestras tristezas individuales, demasiado gravosas, les sucederían tristezas en serie, uniformes y fáciles de soportar; no más obras originales o profundas, no más intimidad, luego no más sueños ni más secretos. Dicha desdicha perdería todo su sentido porque no tendrían de dónde emanar; cada uno de nosotros sería, por fin, idealmente perfecto y nulo: nadie. Llevados al crepúsculo, a los últimos días del Albur..., contemplemos nuestros dioses a la deriva: valían lo mismo que nosotros, los pobres. Quizá les sobreviviremos, quizá volverán disminuidos, disfrazados, furtivos. Para ser justos reconozcamos que, si bien se interpusieron entre nosotros y la verdad ahora que se van no estamos más cerca de ella que en la época en la que nos prohibían mirarla o afrontarla. Tan miserables como ellos, continuamos trabajando en lo ficticio y sustituyendo, inevitablemente, una ilusión por otra: nuestras más profundas certezas no son más que mentiras que actúan...

Sea como fuere, la materia de la literatura se adelgaza y esa otra, más limitada, de la novela, se desvanece ante nuestros ojos. ¿Está verdaderamente muerta o solamente moribunda? Mi incompetencia me impide decidirlo. Tras haber sostenido su acabamiento, me asaltan los remordimientos: ¿Y si viviese? En tal caso, a otros, más expertos, corresponde establecer el grado exacto de su agonía.


La tentación de existir es el segundo libro de Cioran que se publicó en España en 1973, traducción del original La tentation d´exister publicado por Gallimard en 1972 y traduccido por Fernando Savater. El pensamiento de Cioran ácido y escéptico, con su estilo incisivo, se convierte en éste libro -dividido en once capítulos, el décimo con grupos de aforismos- en una experiencia intelectual imprescindible.

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