CRÓNICA Membranas | Daniela Tarazona

Kim Ji Hyuck


I.
Veo una muñeca rellena de arroz en una caja de cerillos. El cuerpo está formado por un overol y puede sentarse, doblándose a la mitad. Con las yemas de los dedos yo sentía el contenido del cuerpo: la carne hecha de arroz.

La niñez queda en la memoria por los objetos que sostuvimos en las manos. Parte de la imaginación se gesta en los juguetes. Mis hermanos, Pablo y Juan, jugaban con un muñeco de piel transparente que tenía un botón en la espalda, al oprimirlo la sangre le circulaba por el cuerpo. Me fascinaban los juguetes con cualidades orgánicas: el moco de King Kong que olía a plástico, o una muñeca pequeña con pañales que nunca fue mía; no recuerdo su nombre pero sí que mi amiga Gabriela la tenía y a la muñeca le salían rozaduras en las nalgas después de tomar falsa leche de un falso biberón.

Mi padre me regaló la muñeca más pequeña del mundo: venía dentro de una nuez de Castilla. Mi infancia estuvo llena de miniaturas: los dibujos que mi abuela nos pidió un verano a mi prima Carolina y a mí, en Amecameca, fueron casas minúsculas en hongos hechos de papel, que dibujábamos con lápices de color, y nosotras pensamos en hongos habitados, pegamos las fachadas sobre otra hoja en blanco, luego cortamos con navajas las puertas y las ventanas, entonces las abríamos para dibujar dentro a los pobladores de la casa.

Hubo días en que buscamos ese mismo reino en la propia naturaleza: así robamos los elotes más pequeños de la milpa de al lado y creímos que eran seres diminutos; les dejamos el pelo para afirmar que era su pelo. Fue de las veces en que recibimos el castigo de hacer planas escritas: “No debo tomar lo que no es mío”, nos hizo escribir cien veces mi abuela tras robar los frutos de la cosecha que crecía.

Carolina y yo también jugamos con fichas de dominó: construimos las paredes de las casas que ideamos, las mesas, los sillones y escogimos piezas a las que les encontrábamos un rostro: los dos puntos como dos ojos, un punto solo como una boca.

En el colegio mis amigas y yo recolectábamos renacuajos de los charcos en tiempo de lluvias. Nos producían asco y excitación, ganaba quien encontrara el más grande o aquel que ya hubiera mutado. Siempre fui altanera con mis profesores, usaban esa palabra para describirme: “Daniela es una altanera”, decían. También se referían a mí como “inquieta”; con el paso del tiempo entendí el significado de esa palabra –eso sucedió después, cuando mi inquietud me produjo pánico.

En segundo de secundaria tuve un admirador secreto que me dejaba cartas en la mochila. Luego supe que se trataba de Bruno, un compañero de clase que hacía líneas sobre la madera de la mesa cuando lo volteaba a ver; sumaba las miradas. No sé por qué un día le eché un Miguelito a los ojos. Creo que me tenía harta, me seguía como una sombra durante los recreos –si iba al baño me esperaba afuera–, y recuerdo la preocupación de lastimarlo de verdad, como si hubiera podido dejarlo ciego.

Mi padre me recogía a la salida de clases en una combi bicolor de los años 60 y, otras veces, yo hacía rondas para llegar a la escuela con Camilo, que solía enfurecerse conmigo por quedarme dormida; me esperaba con el coche encendido en la calle de Vallarta, al lado de la plaza de la Conchita, en mi barrio natal. Camilo siempre me decía que en una de las entradas a la UNAM había chocado Roberto, un amigo suyo. Lo decía cada tarde, en cada regreso, burlándose de la cotidianidad repetida por manía.

En la mayoría de las noches de San Juan hay Luna llena y se brinca sobre el fuego. Yo nací en una noche de San Juan.

Los vestidos que cosía la esposa de mi abuelo, Montserrat, eran con bordado de panal en el pecho. Al llevarlos, tenía ciertos ideales de Gran Dama, pero me desagradaba el bordado porque me oprimía. Luego me acostumbré y hasta admiraba mi piel con las marcas cuadriculadas de la tela.

En un bazar que estaba frente a la Plaza de San Juan Bautista, descubrí en un puesto con revistas antiguas algo que siempre deseé tener: era una mochila miniatura con cuadernos marca Scribe del tamaño de una cajetilla de cigarros, escuadras de plástico de dos centímetros, transportadores de un centímetro y lápices del tamaño de las falanges de mis dedos. No jugaba con esa mochila a escala porque no podía hacerlo yo, pero sí mis muñecas; escudriñar su contenido mínimo me producía emociones que no sé con qué comparar.

Hay una foto en la que mi padre y yo caminamos por la Plaza de la Conchita. Tengo dos años y medio, creo, y voy tomada de la mano de él. Traigo zapatos rojos, un suéter blanco y un vestido de flores, con la otra mano sostengo un bastón de dulce que me llevo a la boca.

Nuestra casa para los fines de semana, en Cuernavaca, tenía un jardín de buen tamaño, una alberca y un árbol de tejocotes.

Mis hermanos intentaron que yo aprendiera a nadar y para eso me hacían ir por una canoa inflable al extremo opuesto de la alberca, cuando la alcanzaba se me olvidaba nadar otra vez. Las tardes se hacían más breves con el juego de cartas Uno, el turista y el ping pong; por esa época le poníamos sal y limón a la Cocacola y nos entretenía que la sal produjera burbujas. En el jardín había una plazoleta con una fuente y un par de bancas. Ese espacio me parecía irreal, allí jugaba a vivir otras vidas. Un día vi en la alberca a una abeja ahogándose y la saqué con el dedo índice pero no sabía que ella me picaría para defenderse. Fue la primera picadura de abeja en mi vida.

Por ese tiempo, me fui de campamento a Valle de Bravo. El sitio se llamaba Lago y Tierra. Mi amiga Laura y yo estábamos felices. Irse de casa sola a los once años para vivir una aventura en el bosque era emocionante. El primer día salimos a jugar escondidas, sólo que el bosque estaba recién quemado. Aún recuerdo el olor. Salté a un agujero para esconderme, pero bajo las hojas habían quedado brasas al rojo vivo y yo no lo supe hasta que me ardió el pie izquierdo. Tuve una quemadura de segundo grado alrededor del tobillo durante todos los días del campamento. Al llegar a México, mi madre me llevó al Hospital de Xoco para que me dieran el famoso tepezcohuite; después supimos que aquel polvo reconstruía las heridas de manera veloz por fuera y no desde adentro.

El campamento había sido divertido. Cada encuentro en Valle de Bravo era temático, aquél trataba de El Mago de Oz. Así que tuvimos que buscar los mensajes de la Bruja Buena del Norte (o del Sur, no lo tengo claro) en una cañada del bosque, para seguir la secuencia de un rally. Luego, fuimos sorprendidos por alguna de las brujas malas mientras comíamos. El camino amarillo no lo recuerdo, pero sí a una instructora disfrazada de Dorothy.

Entonces, vivir era un asunto parecido a respirar suave, como al estar entre el sueño y la vigilia y atraer con simpleza el aire tibio al pecho.

A los nueve años viajé a San Francisco. Mi padre rentó una casa rodante y recorrimos California. Recuerdo la imagen de la isla de Alcatraz: “Aquella cárcel era ideal por estar rodeada de agua. Eso complicaba las fugas de los reos”, decía mi padre.

Luego conocimos los sequoias (Sequoia sempervirens). Fue la primera vez que vi la nieve. Mis hermanos y yo jugamos guerritas y patinamos sobre el hielo fino dentro del tronco de un árbol caído. Los sequoias son árboles a los que no les rinden las palabras. Debe sentirse la misma parálisis verbal al ver la Tierra desde el espacio, o pisar otro planeta, por ejemplo.

De regreso –o de ida, no lo sé– aprendí que las cosas no son como parecen: estaba de pie, tras los asientos delanteros de la casa rodante y en las cunetas de la carretera descubrí botellas mínimas de refresco. Eran coca-colas de juguete. Se lo comenté a mi padre y él me dijo que estaba equivocada porque las botellas se veían así debido al efecto del cristal. Le insistí tanto en que no se daba cuenta de la pequeñez de aquellas botellas que decidió pararse para que viera por mí misma cómo eran. Y las vi. Las botellas eran de tamaño común. Recuerdo que me desilusioné, quizá por mi profundo encantamiento ante lo pequeño.

Con Manola aprendí a reírme porque sí. En la secundaria nos reíamos tanto juntas que logramos sacar de quicio a varios profesores. La vez más eufórica fue en la clase de Ciencias Sociales, y nos reíamos por haber sacado .2 en un examen ¿cómo .2?, ¿qué habíamos respondido bien para sacarnos un .2 Pues media línea de una respuesta, nada más. Nos reímos tanto que la maestra nos sacó de la clase y, al ponernos de pie, seguimos en la risa y así nos ganamos un extraordinario y las carcajadas nos doblaban en dos y no éramos capaces ni de abrir la puerta del salón para salir. Manola y yo dejamos el salón para sentarnos en el suelo del pasillo y seguir riéndonos un rato más. Hay otra anécdota de Manola riéndose pero ésa me la reservo –por las mismas razones que me reservo otras cosas que no contaré aquí.

Mi escuela era un territorio fascinante pero allí era necesaria la rudeza. En el salón, un grupo de amigos se dedicaba a fastidiar a Jaime, un compañero tímido y de maneras torpes. Una vez, Jaime estuvo esposado a su mesa durante el recreo. Y cada día, cerca de la hora de la salida, los otros escondían la mochila de Jaime o la subían a las vigas del techo. Y Jaime se afanaba para enfrentar las injusticias. En una clase de Educación Física le aventaron una piedra que le abrió la frente; entonces Maite, la profesora de Filosofía, nos mandó a leer Ética para Amador de castigo –nadie delataba a quienes lo habían hecho. Leímos el libro de Savater e hicimos un examen. A lo largo de los meses, Jaime se rascó la herida como si deseara conservarla para siempre.

Fuimos a Isla Mujeres, allí conocí el mar. Montamos tortugas y vimos delfines en un corral marino. Mi madre me llevó en brazos al mar. Al entrar vi algo en el fondo del agua: era la aleta dorsal de un tiburón. Me asusté tanto que grité y le pedí a mi madre regresar cuanto antes a la playa. Cuando me dijeron qué era, entendí que era la aleta dorsal de un tiburón pero no comprendí por qué estaba tirada en el fondo. Me explicaron que les cortaban las aletas a los tiburones, me hablaron de la probabilidad de que hubiera caído de alguna lancha pesquera. De cualquier modo, no lo entendí. Pasó tiempo para que pudiera meterme al mar sin tener miedo.

En el verano de 1984 mi familia y yo hicimos un viaje largo a Europa, nos acompañó mi abuela. Estuvimos una semana y media en Ydra, una isla griega. Probé las hojas de parra. Subí una montaña para llegar a un monasterio. Comí unos dulces parecidos a gomas azucaradas pero con sabor a agua de colonia.

Y vimos una representación en el teatro de Epidauro. Mi abuela soltó un pedo que se escuchó en todo el teatro, gracias a su acústica milenaria; nos reímos toda la noche. También un hombre encendió un cerillo del otro lado del teatro y escuchamos el sonido de la madera, vimos la gestación de la chispa y el resplandor de ese fuego diminuto desde lejos.

II.
Nueva York huele a metal. Entre sus calles se comprende la voluntad del hombre araña. ¿Quién, en su sano juicio, no desearía recuperar una visión del horizonte al caminar abrumado entre aquellos edificios? Quizás allí pensé por primera vez en las catedrales contemporáneas. El verdadero dios que nos rige está en los edificios enormes: los corporativos y los centros comerciales. Una persona vive la pequeñez dentro o fuera de esas moles.

¿Qué es el horizonte?

Creo que la pasividad de la playa es su horizonte. Por otro lado, tal vez veamos en el agua del mar el reflejo de nuestro reino hace millones de años.

Quiero contar cómo descubrí el fuego. Estaba alrededor de una fogata con Joan y Diego, dos amigos antiguos. Vi las llamas del fuego y observé el cambio sostenido de sus colores, su ascenso, su capacidad corrosiva, su misterio.

Yo no sabía que iba a ser escritora. Cumplía mis tareas en la universidad, en la licenciatura de Letras; tuvimos tantas lecturas durante el segundo semestre que para el siguiente éramos la mitad de los inscritos. Leía en todas partes. Leí La Celestina con absoluta fascinación. Calvert Casey y Rabelais me mostraron el universo contenido en un cuerpo. Después La Ilíada, La Odisea, El Beowulf, y la poesía que Hugo Gola nos mandaba para renegar del orden de las cosas y combatir la espantosa fuerza centrípeta de la vida académica.

Siempre, sin embargo, tuve un encantamiento profundo por la literatura que me dejaba asombrada, la que me convertía en otra cosa, la lectura que gesta preguntas y comezones, con esos personajes de humanidad contundente. Poe fue mi primer encantador, creo; Kafka el segundo, luego encontré a Borges.

Mi cuarto tenía repisas para los libros. Había dos encima de mi cama y una noche me cayó en la cabeza un ejemplar pesado: Las trampas de la fe, de Octavio Paz. Todo libro tiene la forma y la voluntad circular del Ouroboros.

A estas alturas de la cuestión, me pregunto qué relevancia tiene este texto que escribo. Hace unas horas vi un documental sobre el océano; se llama Océanos, y aparecieron unos bichos que no conocía y pensé en la ineludible futilidad del mundo. La paradoja de la vida que es la muerte. La inutilidad. Un buzo estaba a la par de una medusa que era cinco veces más grande que él. Un pez tenía puntos fosforescentes en la piel y luego un grupo de ballenas aparecían reunidas no sé para qué, y los sonidos que hacían eran cantos. Caigo en cierta perspectiva cursi, lo noto.

Hablar de la edad adulta me cuesta más que hablar de la niñez.

Creo en la libertad. Estoy convencida de que cada persona puede ser libre. Detesto las cárceles. Son la mayor crueldad que ha ideado el ser humano. Si uno piensa en las diseñadas para que el preso no vea ninguna manifestación de vida mientras cumple su condena: no verá plantas, no verá aves, no verá nada vivo más que al celador; y si se sabe que hay presos que viven en temperaturas bajo cero porque fueron tan peligrosos en el mundo exterior que los tienen allí congelándose… La vida juzgada. La inclemencia de los jueces.

En Amecameca encontramos un río al que le pusimos el Río de los Liliputienses. Medía cinco centímetros de ancho y corría a lo largo de un descampado. Era lo que más ilusión me hacía ver cuando caminábamos hacia un salto de agua que se conoce como La Burbuja. Lo revelo: me gustaría vivir en un mundo en miniatura. Pero ese mundo no existiría si no hubiera uno mayor para remedarlo a escala. Lo grande y lo pequeño.

Mi abuela tenía un huevo de pájaro en un platito sobre la mesa de la sala. Yo lo sacudía y escuchaba algo dentro, pero ella me dijo varias veces que en aquel huevo ya no había nada, que estaba seco por el paso del tiempo. Era pequeño. Un día me lo llevé a escondidas al cuarto donde siempre me quedaba a dormir y lo rompí, exaltada por la curiosidad, al abrirlo vi que allí había algo parecido a un pellejo.

Una Navidad mi hermano Pablo recibió un microscopio. Tomamos muestras de agua de lluvia para detener una sola gota en un cristal finísimo. La muestra estaba bajo nuestros ojos y en ese reino que se perdía a simple vista sucedían miles de cambios impredecibles.

No hay maniobras para gobernar la fuerza de la naturaleza. Cuando el Popocatépetl amenazaba con hacer erupción, o eso decían las noticias y las alertas cambiaban de color, mi abuela metió dentro de unos arcones las pertenencias que debían mantenerse intactas más allá de su muerte: era su sueño pompeyano. Ella que juraba a los cuatro vientos ser desapegada de las cosas materiales, estaba lista para que sus objetos sobrevivieran a una erupción. Qué pensamiento tan fantástico.

En la ciudad, vivíamos la fuerza de la naturaleza con elementos artificiales. Mi padre nos decía qué tipo de avión cruzaba por el cielo hacia el aeropuerto. Muchas veces dejamos los platos de comida para correr a toda prisa y estirar el cuello hacia lo alto: “Allá va el Concorde”, decía mi padre. Soy una de las personas que quisieron subirse al Concorde.

Creo que el avión es el mejor invento del hombre. Emular el vuelo de un pájaro sólo puede realizarse por una necedad maravillosa. Aún ahora no comprendo de qué modo nos trasladamos en los espacios. El extraño acontecimiento de meterse en una cabina, sentarse y aparecer en otro sitio tras el vuelo me parece enigmático.

Mi madre y yo esperábamos el avión en alguna escala durante nuestro viaje a Estambul. Un hombre sentado al lado nuestro nos habló sobre su profesión: trabajaba en una isla en medio del Pacífico en la que se procesaban desechos tóxicos “tan tóxicos que una gota del tamaño de la punta de un lápiz podía ser mortal”, dijo; aquel hombre manipulaba los venenos del mundo. Tenía vacaciones largas una vez al año. Parecía joven pero su labor le producía una vejez precoz: estaba exhausto. Mi madre y yo nos quedamos con los ojos abiertos tras sus confesiones.

La parranda más sensacional en la que festejamos algo mis amigos y yo: Alejandro, Emiliano, Emilio y no sé quién más, vimos una pelea en la acera de Medellín. La noche iba a terminarse y llegamos al bar El Jacalito. En la acera, justo afuera del bar, un par de hombres se pelearon; de pronto, yo me vi escondida tras el carrito callejero de hot dogs. Los luchadores desaparecieron. Luego, esperábamos a alguien sentados en una jardinera y pasó uno de ellos con la cabeza ensangrentada, quizá por un botellazo; una gota de su sangre me cayó sobre el empeine del pie y pedí una servilleta para secármela con bastante asco. Fue una noche delirante. Terminamos arriba de la serpiente de piedra de la UNAM, subidos allí para ver el territorio de CU tan inmenso, y el nebuloso horizonte del sur que tanto nos emocionaba.

Sólo vi dos veces a mi abuelo materno. La primera me dio un manotazo en la espalda que aún me retumba dentro. La segunda, lo visitamos en un asilo de Caracas donde estaba recluido por sus familiares. No tenía dientes. Le llevamos cerezas y las masticaba con las encías; usaba una andadera y estaba enojado de tiempo atrás. Habló mal de su familia. Nosotros éramos su familia pero él no lo supo hasta poco antes de que dejáramos el asilo. Leía un libro que no he encontrado, se llamaba Los perros de la guerra.Dicen que en sus años de prosperidad, cuando todavía manejaba su fortuna, mi abuelo crió perros y tuvo equipos de futbol.

Mi hermano Pablo puso la cámara de video encendida sobre su rodilla para filmar a nuestro abuelo a manera de evidencia, así nuestros primos en México conocerían sus gestos y su rostro. Una hora después, nos despedimos de él, nunca más lo volvimos a ver.

Amecameca: Una casa con jardín y frente a la casa dos columpios con un sube y baja. Un vecino que tenía cuadros de Remedios Varo en su casa, aunque no los veíamos, y en el brazo tatuado el número de un campo de concentración. Del otro lado de la barda, Lupe, amiga mía y de mi prima que se casó muy joven para tener hijos con prontitud.

En los columpios, Carolina y yo meciéndonos con ganas para dar un brinco en el momento más elevado y caer sobre el pasto; el reto era ver quién llegaba más lejos resistiendo el ardor de los tobillos. Mi abuela fue nuestra directora de teatro. Montamos Sueño de una noche de verano y fuimos de gira por las casas de la familia, entonces yo tenía cinco años. El número de personajes no era suficiente para tantos primos, así que mi abuela, que era poeta, escribió algunos poemas para los personajes extra, entre ellos el mío: Estrella de la Mañana. Y yo decía el poema con una peluca de tiras brillantes (de las usadas para adornar los árboles de Navidad) y salía contenta por los pies del teatro –detrás de algún sillón familiar– para observar a mi hermano Juan como una Tisbe peculiar; mi primo Miguel era un León con melena de zacate y mi hermano Pablo un Muro con un jorongo de jerga, que emulaba las líneas de los ladrillos imaginarios.

En el verano las noches son más cortas. La luz del día se sostiene hasta pasadas las diez y uno agradece tanta luz. No comprendo las razones para poblar los países de frío e inviernos largos. He estado en Alemania y no me gusta. La puntualidad de los autobuses me saca de quicio. No comparto esa sujeción al tiempo, ¿a qué tiempo se sujetan?, pero mi familia materna desciende de alemanes. Me contaron que mi bisabuelo Juan Kochen tenía barcos pesqueros en Yokohama y que pescaba esturiones y comerciaba con caviar. Yo tengo un salero japonés que era de mi bisabuelo: es un pequeño hombre de porcelana blanca. No lo he usado nunca, sólo lo he observado con dudas en los ojos.

La carga de significado que se guarda en los objetos heredados es semejante a la que puede encontrarse en un verso. Aquello que fue de otro y lo dibuja, lo trae al presente, lo deja pasar. Del presente, las herencias y las fábulas: mi padre, alguna vez, abrió dos ostiones en Ixtapa y encontró dentro dos perlas negras. Se las dio a mi madre. Yo me fasciné por el hallazgo. No concibo ninguna historia como un asunto total. Narrar es unir pedazos. La narración, o la escritura en sí, está hecha de fragmentos. Los hechos importantes de la vida se dan de cuando en cuando, pero no de modo continuo. Moriríamos enfermos de emocionessi así fuera.

Una tarde tras regresar de la universidad en Salamanca, entendí la soledad. Supe que si algo me sucedía iba a pasarme a mí, que si me enfermaba sería yo la enferma sin poder compartir con nadie la decadencia. Era una imagen desde el aire, yo sobrevolaba mi cuerpo. Me vi desde arriba y asumí mi mortalidad.

III.
Mi padre me despertó cuando las imágenes de las Torres Gemelas salían en la televisión. Principio simbólico de esta nueva era: la desgracia particular magnificada por las cámaras, la tragedia de una ciudad que se convierte en tragedia planetaria, o en un espectáculo morboso para todos los televidentes. De entonces a ahora, los cuchillos en los aviones son de plástico, como si eso fuera garantía de la vida, una “condonización” de la seguridad y la comida o algo semejante; luego, con el intermedio terrorífico del sida, cualquier persona despierta suspicacia, ya sea por sus gérmenes, virus, o por su mera existencia. El miedo es el nuevo dios.

“Ese avión acababa de despegar del aeropuerto de Nueva York”, dijo mi padre. Y ninguno que viera aquella imagen la podía considerar verdadera; es más ¿esa imagen fue cierta?, ¿las imágenes son ciertas?, ¿dicen la Verdad?, ¿la Verdad de qué?

La muerte de los otros a costa de la muerte propia: la guerra. En nuestros tiempos, podemos hacer esta glosa: la muerte ante la presencia de los otros. El otro como una amenaza marca el pensamiento en las ciudades.

Todo en pos de la asepsia de los actos; la fuerza de una civilización entronizada para controlarse a sí misma como si fuera una Gran Máquina. No quedan ya ni cyborgs ni robots, avatares sí: máquinas de carne –y se multiplican, se saludan, comparten sus inquietudes. Nadie quiere recordar su parentesco con los monos.

Tengo la nariz grande. En la escuela me llamaron Pinocho, Cyrano y hasta dijeron que cuando estornudaba me hacía el harakiri. Todo eso puede ser creíble, si se imagina. Mi nariz es herencia de mi padre, aunque él la tenía más afilada y se la rompió de joven en un accidente: despegó y se estrelló contra una montaña. Mi nariz tiene algo redondo, también, y es herencia de mi madre porque ella la tiene muy respingada y curva. Las narices de mis hermanos no se parecen a la mía. Juan sacó la de mi madre pero un poco más alargada y Pablo tiene una nariz que no es de nadie.

Me fascina la idea de las dimensiones paralelas. Mi sobrino Andrés me dijo hace unos días por teléfono que me quería “en esta dimensión, en las que parece que existen y en las que no existen”. Ahora que reflexiono sobre su declaración, recuerdo que el conocimiento se desarrolla en estas tres dimensiones verbales: la presente, la imaginada y la posible. En el reino de lo posible se escribe.

Yo procuro escribir siempre con mi mente puesta en las tripas. Por eso me voy mucho tiempo del escritorio y cuando regreso lo hago con temor. Me da miedo escribir porque me toqueteo las tripas. Jesús Gardea fue para mí el ejemplo de la congruencia y la ética intelectual. Jamás traicionó sus convicciones ni su vocación de escritor. Su trabajo se debía, según dijo, a una fuerza supra consciente. Y yo le creo. ¿A qué otra cosa puede deberse el afán de escribir? Yo pensaría siempre en el verbo “elevar”, escribir es elevar lo visto, lo sentido, lo que palpita y ponerlo en alto, separarlo del suelo, levitarlo.

Si pudiera, ahorraría para comprarme un viaje a la Luna, pero no sé si llegue el día en que sume ese dinero. Prometo que cuando viaje a la Luna sólo le avisaré a la persona que esté más cerca de mí; guardaré el secreto de mi viaje al resto, con todo celo, y me iré. Encontraré con qué disimular. Tengo membranas entre los dedos de las manos, un defecto que me ayuda a creer que algún día nadaré en altamar como un habitante natural de las profundidades, sólo a creerlo, pues mi ilusión es regresar cada noche al silencio de una casa en medio del bosque.

Del libro:Trazos en el espejo. 15 autorretratos fugaces (Ediciones Era, 2011). 
 


Daniela Tarazona (ciudad de México, 1975). Es autora de El animal sobre la piedra (México, Almadía, 2008 y Argentina, Entropía, 2011), considerada una de las diez mejores novelas mexicanas del año por el periódico Reforma y por el diario Clarín como uno de los seis libros de narrativa extranjera más relevantes. En 2012, publicó su segunda novela El beso de la liebre (Alfaguara), que resultó finalista del premio Las Américas (Puerto Rico) en 2013. En 2011, fue reconocida como uno de los 25 secretos literarios de América Latina por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte-FONCA.


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