CUENTO La playa | Alejandro Arras


El paisaje desde la hamaca lucía brillante y las olas se columpiaban en el borde del pacifico. El faro rayado se imponía a lo lejos, cruzando la boca de la laguna de Chacahua. Algunos turistas nos manteníamos callados, como en una meditación telepática, mirábamos el horizonte medio azul, tostado por los rayos del sol, con una canción de los Caifanes elegida por unos chilangos que llevaban pocos minutos de haber llegado en una mamavan noventera decorada con estampas de los Pumas, de Real de Catorce, de Juan Cirerol.
Otra mañana en la enramada.
Los que apenas despertaban saludaron a los nuevos vecinos con frases cortas y alzando las cejas en señal de quiobole. El suave ir y venir del mar adoptaba ritmos que surgían luego como ecos, sonando firme al fondo de nosotros, distrayéndonos cuando las olas caían con mayor fuerza.
Tras haber reposado un rato, pasé a sentarme en una de las mesas y presté atención al panorama: una toalla blanca, un niñito encuerado corriendo, las señoras vendiendo pescadillas, aquella extranjera de espaldas con muchas pecas en los hombros, una carcajada estridente, un perro dormilón bajo una sombra, las sillas Corona, la parejita de novios contemplando el agua. Un día de arena y olas, junto a esta soberana caguama helada, lejos del defe, lejos de todas esas logísticas petrificadas. No habrá trafico, ni alumnos, ni nada de eso, pensaba rascándome un piquete de mosco que sobresalía como chipote en mi tobillo.
Recuerdo que la primera vez que vine a esta playa fue en el ochenta y tres, cuando solo era visitada por biólogos y oaxaqueños, de vez en cuando un par de güerillos dislocados. Nada más. Cerro Viejo, aunque muchos siguen sin creerme, era un comedor turístico infestado de camarones. Ahora todo allá parece desierto y el poblado de Chacahua creció muchísimo desde entonces. Hoy alberga, más que nada, sujetos con el organismo saturado de droga y hippies cuarentones provenientes de todas partes del mundo.
Los chilangos sustituyeron a los Caifanes por Rubén Blades y comencé por entablar una conversación con uno de ellos. Tenía una forma muy lenta para articular las palabras, y a todo contestaba con alargados ¡ah! ¡va¡ ¡va! El de cabello chino tocaba la batería en una banda, que según me dijeron, era muy famosa en la cultura underdog del distrito, así lo afirmó. 
Lagunas de Chacahua.
A veces es raro y se siente uno en otro país, en un territorio más al sur de América o en algún recóndito punto del continente africano. Por ejemplo, la sensación se sostiene si el silencio controla el espacio y nadie dice una sola palabra. Una imagen que experimenté el día que llegué me produjo este pensamiento: el sol cae mientras un naranja encendido se esconde detrás de la figura de un lanchero correoso y de piel lampiña, recargando su cuerpo semi desnudo sobre el poste que divide un restaurante del otro. La sensación de estar en África se quiebra cuando el señor chifla y, en un acento costeñoamexicanado, le menta la madre a un amigo suyo que cruza a orillas del mar, riéndose luego con una sonrisa contagiosa.
Sonaba fuerte la música en las bocinitas de los chilangos, ¡Pa´ besarla de pies a cabeza¡ ¡Llevarla a Guaymas para pasear!
 Dos de ellos se mantenían con sus piernas estiradas, haciendo hoyitos sobre la arena con la punta del pie, dando largos sorbos a sus caguamas y bromeando entre sí; recordando momentos vergonzosos acerca de personas que solo ellos conocían, muy contentos, con ganas de emborracharse de una vez por todas a pesar de ser tan temprano. Una de las dos mujeres del grupo se pasaba todo el día jugando con Sandrita, la nieta más pequeña de Doña Mónica (Doña Mónica era dueña de la palapa), de menos de dos años que apenas articulaba una veintena de palabras pero que, sin queja, corría de un lado a otro, sobre la arena quemada, con su piernitas apunto de quebrarse, dándose duros trancazos cada quince minutos, sin hacer un solo lloriqueo.
 Minutos después de volver a recostarme en la hamaca –trataba de leer un libro que hablaba sobre Montevideo y de un hombre que fumaba cigarro tras cigarro– ella surgió de entre la multitud de turistas. Su presencia como un latigazo se posó frente a mi nariz. Doce años tenía sin verla. Sentí una helada profundidad sobre el pecho. Estaba sin aliento.
Lucía.
Carajo, ¡Lucía!
Caminaba sola sobre la arena a paso lento. Alta, de cabello negro, de labios color granada, piel pálida, cuello alargado y perfil elegante. Vestía un traje de baño completo color azul, coloreaba el paisaje con su andar, sus largas y desnudas piernas, sus diminutos senos y aquellos ojos que sirvieron de materia prima para un montón de ridiculeces que escribí a los diecinueve o veinte. El mundo se caía a pedazos y las alusiones de mi juventud me aplastaron súbitamente. El rumor del mar había dejado de balancearse, sentía el estomago hecho un puño.
¡Chicos, ya llegaron las chocobananas! ¡Paletas para aliviar la diabetes!, anunció un señor barrigón y bonachón, apareciendo de la nada, impidiendo que la mirará por varios segundos. Pero ahí seguía. Era ella.
Se veía igual de bella que en los años juveniles pero ahora contaba con un semblante más serio. Quién sabe qué tantas cosas le sucedieron en los últimos años.
Su figura era reconocida por todos, irradiaba luz y sublimidad en cada paso.
De jóvenes hasta nos burlábamos de su belleza. Era tan bella que daba casi coraje. Gerardo Cuevas –amigo en común de esa época– decía que Lucía realmente no era hija de su padre, había sido producto de una violación acometida mientras su madre dormía. Reíamos diciendo que Zeus convertido en Cisne la había violado una madrugada, que el acto sexual que produjo su nacimiento era un poema de Rubén Darío. Zeus transformado en Cisne en una casa de Cuernavaca.
Nos revolcábamos de la risa.
A orillas del mar, un señor con sobrero y lentes de sol, que vigilaba a su hijito, no pudo contenerse y volteó para mirarla. Yo seguía echado en mi hamaca con el libro sobre mi panza. La perseguí con mis ojos y cruzó en un zigzag instintivo, casi predeterminado entre las dos palapas de junto para saludar a tres sujetos que tenían aspecto de investigadores del SNI. El primero de ellos tenía el perfil de tipo “manzana de Adán” –delgado, con lentes de carey–, y al ver la llegada de Lucía se levantó para saludarla de beso. La tomó de los hombros y flexionó los codos para después recargar su mano a la altura del pecho y realizar un respiro de alivio, como si Lucía hubiera sido acechada por algún peligro horas antes. Los otros tres se mantuvieron en la mesa, saludándola con gesto amable, un poco fingido, diría yo exagerado. Una de las mujeres parecía ser homosexual debido a que un montón de cera, quizá recién llegaba a la playa, levantaba las puntas de su cabello recordándome al protagonista de un juego de cartas japonesas que si no me falla la memoria se llamaba Yu-Gi-Oh.
Había un montón de sillas y tiendas de campaña que hacían que nuestro contacto visual fuera improbable. La acechaba desde mi hamaca, entre líneas y espacios abiertos. Sí yo movía un poco la cabeza podía verle distintas partes del cuerpo, si me movía un poco más, sólo aparecían sus manos. Compartíamos los mismos doscientos metros cuadrados. Me distraje otra vez con el rumor del paisaje, con un bolero que ahora sonaba a lo lejos, con una conversación entre un alemán y Doña Mónica. Todo al mismo tiempo. Pero era imposible olvidarme de ella, sabía que con tan solo girar ligeramente la cabeza podía contemplar a la mujer de mi juventud.
La recuerdo todavía abriendo la puerta de su casa –treinta y cuatro años tiene eso– contenta, invitándonos a pasar con sus amigos al jardín. Caí embobado con su ligera voz ronca. Eran los años de preparatoria. Una noche iba con mis amigos en la caribe amarilla que apodábamos “La Piolín” y me advirtieron que íbamos rumbo a una fiesta. Vivíamos todos en Cuernavaca. La casa de Lucía estaba sobre Humboldt, una casa antiquísima que su abuelo (un profesor exiliado español que se codeaba con Salvador Elizondo y El Loco Valdez), le había heredado a su padre.
La contemplé toda esa noche. Subía y bajaba las escaleras, entre platicas con los amigos de sus padres que conversaban en la sala y junto a nosotros que tomábamos cervezas en la terraza del jardín. Qué maravillosa me pareció desde el comienzo. En sus ojos advertí el paradigma. Volvimos a vernos aquí y allá. Pasamos solamente una noche, una sola ocasión, una noche de huidas y secretos. La vez en que nos venimos al mar. Y yo la adoraba en una forma casi religiosa.  
Sentía unas ganas profundas de hacerme notar, pero advertí a la vez un temor enorme. Veía su figura como un brillo acerado. Su cuerpo delgado y firme. Colocó una toalla blanca en la arena y se sentó con las rodillas frente a su pecho.  
Lucia, ¿Cómo ha ido todo? ¿Qué pasó aquel día?  Eso es lo debería decir, pero parece ser que no tendría sentido. He pensando en ti en los últimos treinta años. No, nada de eso.
A la una de la tarde regresó a las palapas donde había dejado sus cosas. Se perdió de mi vista por unos veinte minutos. Volvió vestida de blanco. Venía con un hombre cargando en brazos a una niña.
Levantó la mano y dijo “Adiós”. Era la voz de siempre.
La brisa fue a parar en su cabello. La ola encalló su rumor en una descarga de espuma. Me invadió una especie de ahogo y una pena infinita, como si de alguna forma hubieran amarrado un hilo en mi garganta.
Los chilangos ya estaban bastante borrachos. Me uní a la celebración. Me di cuenta luego de que tenía los ojos llenos de lagrimas, pero no dije nada.
Hundí las manos en los bolsillos del traje de baño. La dimensión del horizonte aturdía. El sol revoloteaba con el agua. Me entretuve dibujándola mentalmente.
Cuando decidí por fin acercarme ya era demasiado tarde. 


ALEJANDRO ARRAS (México, D.F. 1992) Ha publicado en las revistas Opción, Circulo de Poesía, Estudiantes, entre otras.  
Twitter: @alejandroarras 
Pagina personal: www.alejandroarras.com

Imagen | Joaquín Sorolla

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