RESEÑA La gracia del verano en la poesía de Jonatán Reyes | Pedro Arturo Estrada


Quizá sólo desde un conocimiento fervoroso de la lengua y, por ende, de la poesía de su propio país, de su tierra de origen, puede un poeta construir luego una palabra auténtica y libre.
Jonatán Reyes vive hace varios años en Nueva York, pero nunca ha dejado de leer y escribir como puertorriqueño, pese a que la pluralidad expresiva de la Gran Manzana ejerce sobre él una poderosa influencia. A la fecha, con cuatro libros publicados, Jonatán Reyes es una figura reconocida en el ámbito de la poesía hispana en los Estados Unidos, sobre todo en la vertiginosa Nueva York de estos tiempos. En Reyes, la poesía es y ha sido desde hace varios años, la mejor manera de estar presente en el mundo y de afrontarlo, asumiendo incluso el exilio como una forma de ver con mayor objetividad la realidad de su país y de verse a sí mismo adentro y fuera de esa realidad.
Sus primeros dos libros, Hologramas Exiliados (2012), y Actias Luna (2013), mostraron ya desde el comienzo una palabra arriesgada, juguetona, abierta a la experimentación, a la libre asociación, recursos que más adelante, en Aduana (2014) y sobre todo en Filmina (2016), fue haciendo todavía más propios y eficaces. En ellos se afianzó una voz que finalmente ha sido reconocida como una de las más innovadoras de su generación.
En el libro, motivo de esta reseña, Perdíamos la gracia y el verano, esa voz, esos rasgos, no sólo se mantienen, sino que incluso, se adensan, y por momentos se hacen más precisos y trascendentes, sin perder la frescura, la libertad expresiva original.
En la primera parte: “Signos nada más”, en efecto, nos encontramos con poemas muy bien logrados, plenos de imágenes que, al mismo tiempo, encierran y sugieren estados de conciencia al límite, propios de una madurez evidente, tanto vital como filosófica en el poeta. Ese viraje progresivo, indetenible de la primera luz hacia un ámbito de melancolía adulta que se extiende a lo largo de todo el libro, ese descaecimiento irremediable de la gracia, la expulsión inexorable del paraíso original que todos experimentamos a medida que pasa el tiempo, van “signando” sutilmente el ánimo:
Perdíamos la gracia y el verano / con la casa tibia de espantos / manchada de polen

La casa de la vida vista a contraluz, albergando sombras, “espantos” como las llama el poeta, pese a la presencia aún tibia del polen vital, es decir, la posibilidad del amor, la luz que se resiste a morir, a abandonarnos.
Conciencia de lo efímero, de la fugacidad de la vida, de lo transitorio de la belleza y el propio ser es, en el fondo, el trasunto de una poética hoy por hoy inobjetable, característica de una época donde sólo el instante vital, la asunción del presente como absoluto, parece salvar y englobarlo todo, donde el arte como experiencia de lo inmediato, la literatura como correlato de lo “real” tangible, pareciera importar. En Jonatán Reyes, sin embargo, también cuenta, y mucho, la sustancia de las cosas que se nombran, porque se están yendo, la visión neta de aquello que los sentidos alcanzan a percibir aunada a esa conciencia de fugacidad:
Así de violento se va el sol y no somos nada (…) El bochorno, grasiento y agridulce, se filtra en las frutas y se adhiere a las especias, altera el sabor del cilantro cuando roza el paladar, aviva el jengibre cuando toca el alma. (…) Así de rudo cae el sol (…) cuando quieren chupar de nosotros lo poco que queda del verano

El verano constituye aquí un símbolo áureo, una imagen recurrente que evoca no sólo la visión del paraíso mítico perdido, la juventud, el goce, la perfección y la belleza huidiza del cuerpo sino también, la gracia, la armonía del ser mismo antes que la muerte nos pudra, ya no en el final, sino en el día a día inexorable. Pero es igualmente el trópico, su aliento marino natal donde la fuerza de los elementos, las albas lechosas que se derraman sobre la piel, el calor y el color de la tierra asimismo nos abrazan, nos abaten:
el alba nos humedece / con su leche casi ceniza / y nos sacude / con ese glamour que tienen / las cosas que se pudren

“Leche negra del alba” (según decía Celan) otra vez, con la que nos “signa” de nuevo la estación primordial aquí nombrada, “esperma del alba (que) mancha / las paredes con su fulgor veraniego” mientras “cruje un sosiego enmohecido y astral / que nos esculpe.”
La segunda parte, “Ficción otra vida, traslada a un ámbito autorreferencial las imágenes primordiales de la primera parte, en un tono de intimidad que el lector puede o no reconocer, pero donde el famoso “Yo lírico” se disuelve también en gracia de la sola intención poética, la misma “ficción” que trasciende el dato biográfico y entonces:
Queda la levedad de la memoria // para hacer de ella ese racimo / que siempre florece desquiciado / como un animal devorado por la luz

En las dos últimas partes del poemario, “El último día en la tierra” y “En ese lugar fértil” encontramos de nuevo un viraje, esta vez de vuelta a las nociones esenciales que el origen, la tierra misma, el paisaje natal, así como la visión del final, la incertidumbre de estos tiempos, pero también, la evocación de raíces hondas como asidero último, se suscitan, en poemas como el siguiente, de profunda y conmovida belleza:

BAJO RAÍZ

Hay una escalera en la cocina que da al sótano
allí es donde enterramos a nuestros muertos
para que siempre eclosionen en el verano
el calor los revive de una oleada
los adultera, edita sus cenizas y sus dolores
allí, en el sigilo del bajo mundo entre la polvareda
como halos encendidos danzan a hueso roto
olfateando la cena y la tiniebla
falsifican la especia intrínseca de la noche
chupan y desgarran el esmalte del seno
por si nuestra dimensión lo permite, veamos
el grosor de su estirpe, la huella en el tiempo
parpadeando

allí, se revuelven, beben del licor del moho
mastican al insecto como al pan una vez
reverdecen en el sosiego estival
se intercambian los cuerpos
alteran su linaje de manera momentánea
como ritual reviven el vigor pasado
se meten unos a los otros en una misma figura
pierden el pudor que trae lo mortecino
tienen ese sexo parecido al de las flores
se polinizan en cada ráfaga de viento
de la migaja hacen esa ceremonia de vida
donde sólo el valiente se atrevió a sangrarlo todo

ellos, nuestros muertos saludables
han hecho un desorden con el alba
trafican la nada para calmar el bullicio
de la amargura añeja
como matorrales trepan por las paredes
con sutileza y precisión de ultratumba
palpan la superficie con lo etéreo de sus manos
se hacen mantillo espontáneo sobre la memoria
de una fiesta de estío y hace espanto

Texto que por sí mismo justificaría el libro entero por el poder de evocación, la magia conjetural que contiene. La multiplicidad de interpretaciones, de lecturas, quedan por fortuna siempre abiertas, son inagotables, además, como pasa en toda buena poesía, y sobrepasan por ahora los límites de una simple semblanza como la presente.

Junio, 2017

1 Comentarios

  1. No deja de ser curioso y benéfico que Pedro Arturo maneje algo de pasión y festejo por poética (en lo que se alcanza a leer, versos al azar y el poema completo al final) abiertamente distante a la suya, lo cual no agrede, sino que suma. Podría suponer que hay un manejo calculado del adjetivo calificativo en la mayoría de párrafos de esta reseña y cierta encriptada sabiduría personal que, para quienes conocemos a Pedro, se nos hace visible: admira el tono algo catastrófico del poeta puertorriqueño, pero no deja de desencadenar personales barruntos sobre el quehacer lírico. El poema final contiene exquisitas sensaciones, pero su densidad podría ser difícilmente digerida por estómagos débiles.

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