NO TI MEXCONDAS Veinticinco años desamparados | Víctor Roura



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Amparo Ochoa es (es, no fue) una de las cantantes con mayor versatilidad vocal que ha pisado los escenarios del país, y para comprobar tal teoría la discográfica Pentagrama editó, en febrero de 1999 (a un lustro de la muerte de la artista sinaloense, ocurrida el 8 de febrero de 1994 a sus 48 años de edad), el disco compacto A lo mestizo, que reúne 17 piezas grabadas en vivo por Amparo Ochoa en el Teatro de la Ciudad los días 1, 2 y 3 de octubre de 1992.

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A un cuarto de siglo de su fallecimiento, traerla de nuevo en el presente es reconocer, legítimamente, a los verdaderos creadores del canto popular. Porque nada tiene que ver la fuerza que puede provocar el impulso mediático de un canto inducido (donde se ha invertido mucho dinero, cuantioso dinero, incalculable dinero) con el otro canto que no necesita de promociones millonarias para convencer a los espectadores que se está realmente frente a un artista de valía. Y no que los cantantes de impulso comercial no puedan tener validez interpretativa. No se dice eso. No. Sólo la diferencia estriba en la hechura: a unos se les impulsa con el claro objetivo de crear un mercado masivo para contar, una a una, las ganancias millonarias del producto explotado mientras, en el otro extremo, se trabaja con fidelidad según los principios éticos de cada artista sin menoscabo de su personalidad.
      Pero estas minucias ya no se perciben en los tiempos actuales por la sencilla razón que los tiempos han sido cambiados debido al triunfo inexorable de los medios electrónicos que, con el paso del tiempo, han impuesto, o definido, la canción popular según sus propias reglas y costumbres. Por eso hoy se abren las puertas de Bellas Artes a cantores que han sido regulados por la compra de espacios mediáticos con excesivo dinero creando, calculadamente, la idea de una cultura popular que no es sino la inducción económica de figuras previamente fabricadas, moldeadas, por una industria del entretenimiento que tiene su raíz, por lo menos en México, en las oficinas de la televisión privada.
      Por eso ya a nadie sorprende que las Secretarías de Cultura nacionales acaten, o acepten, como propia una cultura perfectamente elaborada desde los emporios mediáticos. A falta de una construcción propia, se siguen los lineamientos establecidos durante más de medio siglo por los consorcios de la música comercial que, a su manera y con un criterio definido, han caracterizado lo que la ciudadanía debe entender por música popular.
      Nadie se ocupó por abrir las puertas de Bellas Artes a Amparo Ochoa, ni a Marcial Alejandro, ni a Jorge Reyes, ni a Eugenio Toussaint.
      Pero tampoco lo necesitaban.

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La aparición de aquel disco de Amparo Ochoa, hace ya 20 años, fue, es, un homenaje póstumo a una cantora que aún no se nos va de este mundo.
      Tres años después de que Los Folkloristas fundaran en México la difusión del canto latinoamericano, Amparo Ochoa ganaba en 1969 un concurso de aficionados en la XEW.
      —Oí hablar de ese concurso en mi tierra natal —solía decir Amparo—, y no habiendo otro foro a mi alcance me inscribí para participar. Lo recuerdo muy bien porque uno de los premios era un par de zapatos Duraflex. Y porque ese mismo año ingresé a la Escuela Nacional de Música de la UNAM.
      La artista había nacido el 29 de septiembre de 1946 en Culiacán en la cuna de un hogar campesino. En la familia todos cantaban: don Chano, su padre Octaviano Ochoa, sus nueve hermanos, su madre y, sobre todo, su tío Lupillo, don Guadalupe Ochoa. De niña, Amparo quiso estudiar danza clásica y a los seis años de edad cantaba por el campo y andaba siempre de puntitas por toda la casa. A los 16 años ya tenía su propio programa de radio: Amanecer ranchero:
      —Buenos días, paisanos —saludaba por el micrófono—, aquí su amiga Amparo con algunas cositas de la región.
      El comunicado de Ediciones Pentagrama agregaba: “En ese entonces no pensaba en el canto como carrera profesional. Su hermana Conín la convenció de que estudiara el magisterio y fue así como se graduó de maestra normalista. Primero trabajó en el campo y luego en la ciudad de Culiacán. Durante cinco años ejerció la carrera, luego vino a México, ganó en la W y a partir de esta fecha tuvimos Amparo para toda la vida”.

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Tras conocer a Óscar Chávez, a Gabino Palomares, a Tehua, al Negro Ojeda, a René Villanueva y algunos personajes más, decisivos en la eclosión de la nueva canción en México, Amparo Ochoa se integró al incipiente movimiento trovadoresco, que no abandonaría nunca porque lo suyo era la canción vernácula —con o sin movimientos como el mencionado, Amparo Ochoa tarde o temprano hubiera sobresalido como una intérprete inigualable del canto mexicano, sin ánimos chovinistas ni exaltaciones nacionalistas.
      Hay que tener presente, para digerir esta tesis, sus discos clásicos El cancionero popular (Discos Pueblo) —en el cual incluye la incomparable versión de la pieza “El barzón” a la vez que exhibe una voz magnífica y un abanico de composiciones tan variado como un paisaje mexicano— y Amparo Ochoa canta trova y algo más de Yucatán (Pentagrama) —que recopila 11 canciones de 11 compositores yucatecos en una muestra interpretativa indefectuosa. Ambos álbumes son un hito de la canción regional.
      Amparo Ochoa grabó 14 discos de larga duración y otros 15 colectivos. Modesto López, el director de Pentagrama, emparejó los números con aquella inesperada grabación que extrajo de su archivo oculto: treinta discos en total, el mismo número de aniversario, el trigésimo, que cumplía Amparo en 1999 involucrada en la música, pues si bien físicamente ya no la podemos seguir admirando (su belleza, además, era, es, típicamente extraordinaria) todavía nos tenía guardadas unas cuantas canciones más en su baúl musical sin fondo.
      A lo mestizo fue arreglado por los maestros Daniel García Blanco, Víctor Pichardo y Ramón Sánchez con acompañamientos del grupo Zazhil (de Víctor Pichardo) y el mariachi Oro Juvenil (de Demesio Ramos). Como siempre, se nos aparece una Amparo versátil y profunda esta vez cantando en mayo e incluyendo composiciones de Óscar Chávez, de Guty Cárdenas, de Vidal Ramírez, de Juan Bartolo y de Genaro V. Vázquez.
      —Quiero que no se nos olvide que tenemos una canción hermosa, una gama inmensa de ritmos y grandes compositores —decía Amparo Ochoa—. Pienso que hay que estimular esa parte que contempla al ser poético, que analiza el compromiso del ser humano con la vida…
      Con sus maravillosos discos Amparo nos corrobora, una y otra vez, que, en efecto, México posee una hermosa gama de canciones.

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Yo no sé si María Inés (Culiacán, 1983) ha estudiado con detenimiento el canto de su hermosa madre Amparo Ochoa o si su voz ya es de suyo natural, de modo que ha adquirido el gen, o le ha sido transmitido de alguna manera maternal, pero el caso es que su voz, según nos hace constar en su primera grabación: Identidades, es prácticamente una réplica de aquella Amparo Ochoa espontánea e imponente.
      Modesto López, quien produjo este sorpresivo disco para su Pentagrama, está seguro de que Amparo Ochoa se “sentiría feliz de escuchar una voz como la de María Inés”, que la haría exclamar, a decir del mismo Modesto López: “De tal palo tal astilla” o “hija de tigre, tigrilla”. María Inés “es bella —escribe el productor, dirigiéndose siempre a Amparo, en la contraportada de esta primera grabación—, no sólo por su canto sino por su actitud frente a la vida, esta vida que continuamos tratando de mejorar como cuando tú estabas. Tu María Inés, tu niña, tiene magia, tiene duende, canta y sueña para que sigamos gozando de la buena música y para alentar nuestras esperanzas”.
      Que María Inés tenga una voz afín a su desaparecida madre no quiere decir, por supuesto, que carezca de personalidad. Por el contrario, a partir de su naturaleza cantora, que le ha servido para dar un paso adelante con relativa facilidad (conciertos, presentaciones, grabaciones, todos ellos bajo el nombre de La Rumorosa), es notoria, en su exposición vocal, la búsqueda afanosa de una personal definición, y esto es mucho más perceptible en las canciones que ella ha seleccionado del repertorio que su propia madre interpretaba, como “El abuelo” de Mario López, “Quisiera” de Guty Cárdenas, “Flor de capomo” de José Juan Moroyoki o la clásica “El barzón” de Miguel Ángel Muñiz, donde si bien hay asombrosas coincidencias (sobre todo en esos matices tan amparosamente campechanos) también hay afortunados distanciamientos, donde podemos vislumbrar a una María Inés solvente, decidida, dispuesta a marchar por otras sendas musicales, veredas inéditas, rutas desconocidas, como ese “Sol redondo”, de Carlos Gutiérrez Cruz, cantado a capella con registros sugestivamente impresionantes.
      Porque de una cosa debemos estar seguros: María Inés Ochoa, La Rumorosa, no es producto de la transitoriedad, y si su imagen y su voz recuerdan irremisiblemente a Amparo Ochoa no es esta una manifestación de duplicidad insustancial sino la revelación de una presencia con tintes afectivos. Si en su primer disco —en el cual la cantante se hace acompañar de ese veterano e irreprochable grupo Zazhil— rebosaba (a sus 20 años de edad) una evidente raigambre maternal, no lo hace, ni mucho menos, un producto nostálgico sino, y esto la engrandece, una obra de indudable valía, una grabación que es a la vez un festivo homenaje a quien le diera vida y otorgara el don de la música: un regocijante tributo a esa magnífica mujer que fue Amparo Ochoa.

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Han pasado tres lustros de aquella su primera aparición discográfica. La Rumorosa, desde entonces, es una cantora con personalidad propia, apartada de todas las liviandades que ofrece la industria mediática de la música. Para fortuna de los melómanos legítimos. Y es ella precisamente la que encabeza el concierto que ofrecerán varios cantores de estirpe para recordar a Amparo Ochoa, a 25 años de su desaparición física.
      Un noble y sentido homenaje.
  
Fotografía: Grupo IMER

VÍCTOR ROURA. Posee una trayectoria de más de 40 años en el periodismo cultural. Fundador de importantes medios en el país, como Unomásuno y La Jornada, y creador de la sección cultural de El Financiero, así como de los periódicos culturales De Largo Aliento y La Digna Metáfora. Es autor de medio centenar de libros en los que ha explorado el ensayo, el cuento, la poesía, la narrativa e incluso la ilustración para hablar acerca de rock, erotismo, prensa y literatura (poética y narrativa, sin hacer a un lado las letras infantiles); se ha adentrado en la crónica de las perplejidades del medio escritural e informativo y demás jocosidades del ámbito en el que se ha desempeñado toda su vida. Subdirector cultural de Notimex. 

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