The Vintage Fashion Journal |
Hacía
frío, bastante frío, como suele hacerlo en ese punto intermedio en que ya ha
terminado la temporada de Florida pero todavía no ha empezado el verano en el
norte. Todas las mañanas el joven alto y su mujer bajaban los escalones del
porche y se iban a dar su paseo. Iban hasta la loma donde los jinetes entraban
en las pistas. No se acercaban mucho a la loma y no hablaban con nadie.
Solamente miraban. Pero había algo en la actitud del joven alto, en su porte,
que daba la impresión de que era él quien estaba dando la salida a los jinetes,
de que era su presencia lo que hacía oficial la salida. Se quedaba allí, sin
sombrero y moreno, con la barbilla casi tocándole el pecho y las manos hundidas
en los bolsillos de su elegante abrigo de tweed. Su mujer se quedaba a su lado
cogiéndole la mano y cuando tenía que hablar acercaba su cara a la de él y
levantaba la mirada. Casi siempre la respuesta de él era una sonrisa y un
asentimiento, o tal vez una sola palabra que transmitía todo lo que él quería
decir con palabras. Se quedaban mirando un rato a los jinetes y luego paseaban
hasta el punto de salida del primer hoyo del campo de golf masculino para ver
empezar a los jugadores. Su actitud allí era idéntica: no hablaban apenas y
mostraban los mismos modales o actitud de ligera superioridad. Cuando ya habían
visto su cuota de golfistas regresaban al porche, ella subía a sus habitaciones
y un botones negro le llevaba a él sus periódicos, el Montreal Star y el New
York Times.
Se quedaba allí sentado perezosamente mirando los periódicos,
nunca lo bastante interesado en una noticia como para no mirar a todas las
personas que entraban y salían del hotel o que pasaban junto a su silla en el
porche. Miraba todos los coches que entraban por el camino de entrada corto y lleno
de curvas, miraba a la gente que entraba y salía, miraba cómo se alejaban los
coches. Luego, cuando ya no había actividad humana, regresaba a su periódico,
sosteniéndolo lejos de sí, y en su cara y en sus ojos tras las gafas de montura
dorada siempre había el mismo atisbo de sonrisa.
Antes del almuerzo subía a su habitación y bajaba junto con su
mujer. Después del almuerzo, como casi todos los demás, se retiraban, en
apariencia para hacer una pequeña siesta y no reaparecer hasta la hora del
cóctel. Solían ser los primeros en llegar al bar pequeño y jovial, y hasta que
llegaba la hora de cambiarse para la cena él tenía en la mano un vaso de whisky
que se hacía rellenar continuamente. Bebía despacio, dando sorbos muy pequeños.
Por aquella época ella tomaba un par de vasos poco cargados por cada ocho que
tomaba él. Ella siempre parecía tener una de esas revistas de formato grande en
el regazo, aunque para entonces ya era ella quien solía levantar la vista,
mientras que él nunca volvía la cabeza.
Poco después de que llegaran ella empezó a hablar con la gente, a
saludar con la cabeza e intercambiar algunas palabras. Era una mujercilla
agradable y amistosa que no tendría treinta años. Sus ojos eran demasiado
bonitos en comparación con el resto de su cara. Cuando dormía no debía de ser
muy guapa, y tenía una piel muy sensible al sol. Tenía una buena constitución
—manos y pies preciosos— y cuando llevaba jersey y falda su figura siempre
conseguía que los jinetes y los jugadores de golf se la quedaran mirando.
Se llamaban Campbell: Douglas y Sheila Campbell. Eran la gente más
joven por encima de los quince años en todo el hotel. Había unos cuantos niños,
pero la mayoría de huéspedes rondaban los cuarenta. Una tarde los Campbell
estaban en el bar cuando una mujer entró y al cabo de un instante de duda dijo:
—Buenas tardes, señora Campbell, ¿no habrá visto por casualidad a
mi marido?
—Pues no —dijo la señora Campbell.
La mujer se acercó despacio y puso la mano en el respaldo de una
silla cerca de ellos.
—Me parece que lo he perdido —dijo sin dirigirse a nadie. Luego
dijo de pronto—: ¿Les importa que me siente con ustedes mientras lo espero?
—En absoluto —dijo la señora Campbell.
—Por favor, siéntese —dijo Campbell. Se puso en pie y se quedó muy
rígido. Dejó su vaso en la mesa y juntó las manos detrás de la espalda.
—Lo lamento pero no recuerdo su nombre —dijo la señora Campbell.
—Soy la señora Loomis.
La señora Campbell presentó a su marido y éste dijo:
—¿No le apetece un cóctel mientras espera?
La señora Loomis lo pensó un momento y dijo que sí, que tomaría un
daiquiri seco. Luego Campbell se sentó, cogió su copa y dio un sorbo.
—Creo que hemos llegado los primeros, como de costumbre —dijo la
señora Campbell—. Así que tendríamos que haber visto al señor Loomis.
—Oh, no pasa nada. Siempre hay uno de nosotros que llega tarde,
pero no es importante. Por eso me gusta este sitio. Por ese aire general de
informalidad —sonrió—. Nunca los había visto por aquí. ¿Es el primer año que
vienen?
—Sí, es el primer año —dijo la señora Campbell.
—¿Son de Nueva York?
—De Montreal —dijo la señora Campbell.
—Oh, canadienses. Este invierno en Palm Beach conocí a unos
canadienses de lo más encantador —dijo la señora Loomis. Mencionó sus nombres,
la señora Campbell dijo que los conocían y su marido sonrió y asintió. Luego la
señora Loomis intentó recordar los nombres de otra gente a la que había
conocido en Montreal (y que resultaron ser de Toronto) y entonces llegó el
señor Loomis.
El señor Loomis era un hombre de cincuenta años, canoso y un poco
grueso pero vestido como un hombre joven. Tenía el pelo castaño y los párpados
gruesos. Sus modales eran buenos. Fue él quien corrigió a su mujer y le dijo
que aquella gente de Montreal era en realidad de Toronto. Era la primera vez
que los Loomis y los Campbell hablaban más allá de cruzar unas palabras de
cortesía y aquella tarde la señora Campbell se mostró casi alegre.
Los
Campbell no bajaron a cenar por la noche, pero salieron a dar su paseo a la
mañana siguiente. El señor Loomis los saludó con la mano en la salida del
primer hoyo y ellos devolvieron el saludo: ella lo saludó con la mano y él
asintiendo con la cabeza. Aquella tarde no aparecieron a la hora del cóctel. La
siguiente vez que bajaron a la sala de cócteles ocuparon una mesa pequeña junto
al bar donde solamente había sitio para dos sillas. Nadie habló con ellos, pero
aquella noche era una de las noches en que el hotel proyectaba películas en la
sala de baile y después de la película los Loomis se les unieron e insistieron
en invitarlos a una copa, la última antes de irse a dormir. Y esto es lo que
sucedió.
El señor Loomis sacó su cigarrera, le ofreció un puro al señor
Campbell, que lo rechazó, y pidió las bebidas.
—Escocés, escocés, escocés y un cubalibre. —El cubalibre era para
la señora Loomis.
Cuando el camarero anotó el pedido, el señor Campbell añadió:
—Y traiga la botella.
Durante una fracción de segundo la cara del señor Loomis mostró
incredulidad. Incredulidad o, más probablemente, duda ante lo que acababa de
oír con sus propios oídos. Pero al final dijo:
—Sí, traiga la botella.
Luego hablaron de la película. Todos se mostraron de acuerdo en
que había sido una película horrorosa. Los Loomis dijeron que era una pena
porque dos años atrás se habían cruzado con la protagonista y les había
parecido de lo más encantador, en absoluto como uno se imagina que debe de ser
una estrella del cine. Todos estuvieron de acuerdo en que el ratón Mickey
estaba bien, aunque el señor Loomis dijo que ya se estaba cansando un poco del
ratón Mickey. Llegaron las bebidas y la señora Loomis se disculpó, pero explicó
que desde que había estado en Cuba le había cogido el gusto al ron y siempre
tomaba ron.
—Y antes ginebra —dijo el señor Loomis. El señor Campbell ya tenía
el vaso vacío; llamó al camarero para que trajera más hielo y otro cubalibre y
rellenó los vasos con la botella de whisky que había en la mesa.
—Pero si ha sido idea mía —dijo el señor Loomis.
—Solamente la primera ronda —dijo el señor Campbell. Lo dejaron
así; las señoras volvieron al tema de la protagonista de la película y el señor
Loomis se les unió. Se enzarzaron discutiendo el historial matrimonial de la
protagonista y de ahí pasaron inevitablemente a los nombres de otras estrellas
del cine y sus respectivos historiales matrimoniales. El señor y la señora
Loomis aportaban las estadísticas y la señora Campbell decía sí o no cuando se
requería que diera su opinión. El señor Campbell daba sorbos a su bebida sin
decir nada hasta que los Loomis, que llevaban mucho tiempo casados, se dieron
cuenta al mismo tiempo de su silencio y empezaron a dirigirle a él sus
comentarios. Los Loomis no parecían satisfechos con la conformidad de la señora
Campbell. Le dirigían a ella las primeras palabras de cada comentario porque
era una oyente muy cortés, pero luego se volvían hacia él y la mayor parte de
lo que tenían que decir se lo decían a él.
Durante unos instantes él sonreía y emitía un murmullo de
aprobación dirigido en parte a su vaso. Pero al cabo de unos minutos ya parecía
impaciente porque terminaran con su comentario o su anécdota. Empezaba a
asentir antes de que llegara el momento de asentir y no paraba de hacerlo y de
decir «sí, sí, sí» muy deprisa. En un momento dado, en medio de una anécdota,
sus ojos, que habían estado apagándose, se encendieron de pronto. Dejó su
bebida, se inclinó hacia delante, agarrándose y soltándose una mano con la
otra. «Y sí, sí, sí», no paró de decir hasta que la señora Loomis terminó su
historia. Luego se inclinó hacia delante todavía más y se quedó mirando a la
señora Loomis con aquella sonrisa resplandeciente y con una respiración cada
vez más entrecortada.
—¿Puedo contarle una historia? —dijo.
La señora
Loomis sonrió.
—Pues claro.
Entonces
Campbell contó su historia. En ella aparecían un sacerdote, partes de la
anatomía femenina, situaciones inverosímiles, un cornudo y palabras que no se
pueden imprimir. No tenía ningún sentido.
Mucho
antes de que Campbell terminara su historia, Loomis frunció el ceño y miró a su
mujer y a la mujer de Campbell; parecía que escuchaba a Campbell pero estaba
todo el tiempo mirando a las dos mujeres. La señora Loomis no podía mirar a
ningún lado: Campbell le estaba explicando la historia a ella y no miraba a
nadie más que a ella. En cuanto a la señora Campbell, nada más empezar la
historia cogió su bebida, dio un sorbo, dejó el vaso en la mesa y mantuvo la
mirada fija en el vaso hasta que Campbell señaló con su risa que la historia se
había acabado.
Acabada la historia, siguió riendo y mirando a la señora Loomis;
luego le dirigió una sonrisa al señor Loomis.
—Hum —dijo Loomis, con una sonrisa rígida en la cara—. Bueno,
cariño —dijo—. Creo que ya va siendo hora…
—Sí —dijo la señora Loomis—. Muchas gracias. Buenas noches, señora
Campbell. Y buenas noches. —Campbell se puso en pie, rígido, e hizo una
inclinación.
Cuando se hubieron marchado de la sala, Campbell se volvió a
sentar y cruzó las piernas. Encendió un cigarrillo, retomó su bebida y se quedó
mirando la pared de delante. Su mujer lo miró. Los ojos del hombre no se
movieron un milímetro cuando se llevó el vaso a la boca.
—Oh —dijo ella de pronto—. Me pregunto si todavía debe de estar el
hombre del mostrador de viajes. Me había olvidado de los billetes de mañana.
—¿Mañana? ¿Es que nos marchamos mañana?
—Sí.
Él se puso en pie y le apartó la mesa para que pudiera salir.
Después de que ella se marchara, él se sentó de nuevo para esperarla.
(Traducción de Javier Calvo)
Texto
tomado de Antología del cuento norteamericano
Esta
antología exclusiva, preparada especialmente por Richard Ford, contiene sesenta
y cinco relatos escritos entre los años 1820 y 1999 por escritores nominalmente
americanos -es decir, escritores en posesión de la ciudadanía de los Estados
Unidos- y pretende mostrar no sólo lo mejor de la cuentística estadounidense,
sino también la diversidad y la riqueza continuada de la prosa norteamericana
durante los últimos ciento setenta y cinco años. Muchos de los cuentos
contenidos en este volumen jamás habían sido traducidos al castellano. Entre
los autores antologados se encuentran Washington Irving, Edgar Allan Poe,
Herman Melville, Mark Twain, Henry James, Jack London, William Faulkner, Ernest
Hemingway, Paul Bowles, Raymond Carver, T. C. Boyle y el propio Richard Ford.
Galaxia
Gutenberg, 2002. 1280 páginas
____________
John Henry O'Hara (31 de enero de 1905 - 11 de abril de 1970). Fue un escritor estadounidense. Inicialmente, fue conocido como escritor de cuentos, aunque posteriormente escribió varias novelas exitosas tales como Appointment in Samarra y BUtterfield 8.
John Henry O'Hara (31 de enero de 1905 - 11 de abril de 1970). Fue un escritor estadounidense. Inicialmente, fue conocido como escritor de cuentos, aunque posteriormente escribió varias novelas exitosas tales como Appointment in Samarra y BUtterfield 8.
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