CUENTO Corazón miniatura | Liz Magenta

Algunas veces mientras tostaba chiles y tomates, le gustaba ver la nube de humo blanco que se alzaba por su casa, aunque le picoteara la garganta, le gustaba creer por un segundo que estaba en el cielo, entre las nubes que a veces soñaba.

Los pies desnudos acarician la superficie del piso en busca de los huaraches. Todavía somnolienta, Silvia imagina que se eleva, que se va lejos, volando sobre los cerros del pueblo para librarse por siempre de las labores diarias. Pero el sueño es frágil y se desvanece al canto del gallo. De un salto reconstruye los cristales rotos que son su cuerpo, se echa encima el delantal, une las puntas de sus trenzas y antes que el marido despierte, va y le prepara el desayuno.
            Está servido, va hasta la cama y menea con temor el abultado cuerpo para despertarlo. Al sentir los empujoncitos de Silvia, Samuel abre los ojos negros que antes irradiaran inocencia y ahora sólo enojo, sólo miradas frías. Al fin logra desprenderse de las cobijas tibias. Un bostezo, el ceño fruncido, rugidos de hambre de un estomago alcohólico que olfatea el alimento. Se sienta a la mesa, devora. Se sumerge en si mismo, desde ese momento lo ignora todo, mucho más a la esposa, a la que sólo mirará cuando le pida más café, otra tortilla, más frijoles, chiles. Cuando termina de comer, se limpia la boca con un trozo de tortilla, lo arroja al plato con desdén, luego un “ya me voy” suficiente para ella, y sale a trabajar al campo como todos los días.
           Da el portazo, Silvia respira profundo, el estomago le crece un poco, deshace la pose, se entrega al confort de la silla, a la cómoda soledad y bebe con toda calma el café, como si un ser extraño e indeseable que se hubiera instalado, de pronto saliera de su casa. La comida a solas le sabe a gloria. Gloria que sólo dura hasta que los pies la llevan ante el lavadero con ropa y trastes sucios, que regresa cuando toma el camino al mercado, o cuando está en su cocina, ante el comal echando tortillas para ayudarse con los gastos del hogar, y es que para ella cocinar, era un ritual. Su cocina era el templo adornado por sus ollas, cazuelas, el brasero, el molcajete y todos los elementos que intervenían a la hora de hacer el rito del sabor. 
           Limpiar la carne cruda le hacía sentir como si limpiara el interior de su cuerpo. Podría decirse que despellejar los trozos de pollo era una sensación excitante. Disfrutaba del contacto con las pieles suaves, tal vez porque al estirar, desplumar, despellejar, arrancar vísceras, alas rotas, un hígado entintado en púrpura, el corazón miniatura de un ave, imaginaba que desollaba su propio cuerpo, abierto para extraer de él toda la suciedad y la amargura, que le iban marchitando cada estación del año.
           Algunas veces mientras tostaba chiles y tomates, le gustaba ver la nube de humo blanco que se alzaba por su casa, aunque le picoteara la garganta, le gustaba creer por un segundo que estaba en el cielo, entre las nubes que a veces soñaba. Pasaba el rebozo a modo de cubre bocas y ya protegida, trituraba con el mortero lo tostado. Se diluían las formas, el jugo espesaba, imaginaba una pus burbujeante, no era salsa, era la pus acumulada en su alma lacerada, desde hace tiempo, desde esos días en que Samuel empezó a beber cada fin de semana, desde que empezó a golpearla hasta el cansancio. En esas borracheras en que llegó a decirle que por su culpa, era la burla del pueblo, que era una vieja seca que nunca encargaría hijos y desde entonces, los maltratos se fueron multiplicando.
Después de dejar la comida lista, Silvia posaba un momento ante el espejo para realizar el escaneo diario a sus cicatrices. El trozo asimétrico recargado en la pared, le devolvía un rostro demacrado, labios hinchados, reventados, hilos hechos costra, surcaban su piel morena, moretones que parecían rubís incrustados en la carne lastimada que se curaba un poco, al refugiarse en las oraciones diarias.
          Sin tener mucho que agradecer a la virgen diminuta, de atuendo blanco, coronada sobre una peluquita de cabellos negros, puesta sobre la repisa, le agradecía el nuevo día y la veladora destellaba, chisporroteaba y transportaba los ruegos hasta los pies de los Santos. Aves Marías, Padres Nuestros, Aleluyas, toda la gama de invocaciones surgían de su fe para pedirle a la imagen, que Samuel ya no le pegara, que por fin le mandara al hijo que tanto deseaba aunque fuera con otra, que si era posible volviera a crecerle el corazón que se le había hecho minúsculo, que volvieran esos tiempos en que salían a pasear a la plaza, bajo el kiosco, tomados de la mano para ir a escuchar misa juntos, y después comer manzanas con caramelo, algodones de azúcar o nieves de limón. Y si a la virgen le alcanzara la bondad, le pedía que de paso le devolviera la alegría de antes, porque el paisaje del pueblo que antes dibujaba para sus ojos un volcán, cerros verdes, cúpulas de iglesias, casitas pintadas una de color distinto de la otra, ya siempre lo veía en puro gris. 
           Las oraciones no correspondían a su realidad, Silvia recorrió nuevos infiernos. Se llenó de miedo, de dolor, de desesperación, desde la noche en que se rompió por primera vez. Esa madrugada en que el esposo llegó más tarde, más ebrio, más violento. Abrió la puerta del jacal con un golpazo que la arrancó del sueño. Sólo la luz de la veladora alumbraba su torpe andar. Se arrojó sobre el cuerpo de Silvia que no pudo librarse de la pesada carga.
           El hombre y su ebriedad se le enredaron en el cuerpo. Le besó con violencia  el cuello, la mordía feroz como si quisiera arrancarle a trozos la carne. Gritos se confundían con llanto, fuerza que no alcanzaba a derribar, a mover siquiera un milímetro de aquella masa monstruosa. Le jaló los cabellos mientras le arrancaba la ropa, desnuda la penetró sin aviso, sin piedad, sin líquidos. Una lucha desigual contra la bestia que la devoraba. Embestidas secas, rasposas, dolor que fluía en abundancia, un dolor mayor, jamás sentido antes. Samuel buscó cavidades nuevas, profanó rincones prohibidos, donde penetró animal, brutal, desgarrando por completo. Llantos, gritos, dolores nuevos que fluían en abundancia. Lagrimas quemando la piel de su rostro, asqueante sensación que le recordaba la piel despellejada, la tinta púrpura, ensangrentadas vísceras de aves de mercado, pus burbujeante, el molcajete, el mortero, el mortero del molcajete, así de grande y duro tenía que ser eso que la lastimaba tanto, y los ojos se le inundaron de rabiosas aguas.
           Sus manos apretaban las sabanas, los ojos inundados en llanto, los dientes mordiendo nudillos hasta dejarla probar su propia sangre. Entrañas que se le hincharon hasta casi reventar. Quiso vomitar, defecar, desmayarse, dormir y ya nunca despertar.
           La veladora destelló, chisporroteó. Silvia miró la luz danzante e imaginó que estaba viva, enfurecida, que era un ente enorme que crecía, que las llamas se alzaban como gigantes hambrientos que lo devoraban todo, tragándose en segundos la ropa hecha montón en una esquina, el delantal percudido, los costales que guardaban tortillas secas, los viejos muebles, a ella y toda su alma triturada. Imaginó el fuego lamiendo los trastes, cazuelas, ollas que crujían ante el fuego hambriento. Rezó, sólo podía clamar, suplicar, invocar, a la virgen que tanto amaba, hasta que ella se hizo presente, le habló por su nombre, le anestesió el cuerpo y cuando todo terminó, la ayudó a dormir un poco. 
          En sus sueños volvió a ser niña, miró a la Virgen quien era a la vez su madre, se calzó los guaraches en ese mundo y le entregó sus manos. Entre los brazos virginales, Silvia se sintió tan pura y cristalina que volvió a reír, pero al irse despertando se acordó que estaba rota y cuando amaneció, sólo fue un día más para darse la espalda, disimular, ignorar sus dolores, reconstruir los cristales rotos que son su cuerpo y volver a armarse.
            

LIZ MAGENTA. Nació en Puebla, Pue. Escritora, artista plástica, y promotora cultural. Tomó los diplomados en creación literaria INBA-CONACULTA y en SOGEM Puebla. Obtuvo mención honorifica en el XIV Concurso de Cuento “Mujeres en vida” (FFYL). Ha publicado en suplementos locales y en revistas electrónicas como Nocturnario número 11 y en la Segunda Antología POM y colabora en el Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla, así como en otras Instituciones independientes en proyectos de fomento a la lectura.

Ilustración | Adara Sánchez Anguiano

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