Santiago Rodríguez Del Hoyo |
El entierro sería a las cuatro. No se esperaban muchos asistentes.
A lo lejos, las campanas de la iglesia hacían eco por todo el pueblo, ding dong, ding dong, doce golpes, medio día, el entierro sería a las cuatro y nadie parecía darse cuenta.
Mateo era un hombre solitario. Hablaba con los demás sólo cuando era realmente necesario. Nunca se le veía paseando por el jardín, los domingos en el templo o los jueves comprando chácharas en el tianguis. El camino a su casa, su vieja casa en las afueras del pueblo casi había sido devorado por la hierba.
Sus días se iban trabajando, sus noches durmiendo, no había espacio para el amor. Era hijo único y hacía mucho que para ver a sus padres compraba flores y las llevaba al cementerio. Mateo era un hombre solitario.
Pasó las últimas tres semanas en un hospital que apenas si tenía sábanas y vendas limpias, expulsando polvo negro cada vez que tosía cof, cof. Nadie fue a verlo. El estudiante de medicina le dijo que sus pulmones estaban llenos de ceniza, que al salir de ahí debía dejar su trabajo en los hornos de carbón y buscarse otro; salió, como dicen en el pueblo, con los pies por delante.
Cualquiera pensaría que 34 años son pocos para morir, pero no Mateo; creía que estaba muerto en vida, levantándose a las 4 de la mañana para caminar los tres kilómetros que separaban su desvencijada casa de los hornos industriales que no descansaban nunca, talando árboles durante horas, cargando árboles durante horas, arrojando árboles al fuego durante horas; siempre cubierto de ceniza, para luego regresar a su casa vacía, fría y oscura, cenar los restos de comida de la noche anterior, echarse a la pileta de cemento en el patio, tan cuarteada como vieja para quitarse la ceniza de encima y arrancarse los jirones de piel que aún olían a carbón, dormir.
Ding, dong, ding, dong, cuatro golpes. El entierro sería a las cuatro, no se esperaban muchos asistentes.
Alrededor del agujero recién abierto en la tierra sólo se encontraba un sacerdote con su sotana negra, tan negra como la ceniza que siempre cubría la cara de Mateo, orando en voz baja y lanzando salmos al viento para que el alma del difunto encontrara el camino al cielo. El sacerdote detuvo los cánticos, se inclinó y tomó un puñado de tierra, “cenizas a las cenizas” dijo, mientras lo soltaba y era arrastrado por el viento.
Nadie le dijo al enterrador que su trabajo no era necesario, que Mateo no necesitaría una tumba, que había sido arrojado a un horno y su cuerpo ahora no era más que un puñado de polvo.
Mateo no lo supo entonces, ya no podía saber nada, pero no muy lejos de ahí, los hornos en los que había dejado la mitad de su vida seguían ardiendo, parecía que arderían hasta el final de los tiempos, echando una infernal luz sobre los rostros de los obreros oscurecidos por el carbón.
El entierro sería a las cuatro. Y no, no se esperaban muchos asistentes.
Wilberto Palomares. Autor del libro Supervisor de nubes, publicado en febrero de 2015 por el CONACULTA. Finalista del concurso de poesía "Vientos de octubre" en España en el año 2011. Egresado del taller de creación literaria "Cuentos" impartido por el reconocido escritor y compositor Armando Vega-Gil y del taller "D Generación Literaria" impartido por Agustín Benítez Ochoa. Dramaturgo de los unipersonales “Dijo que se quedaría... y le creí” y “Loca de amor”. Autor de al menos 70 cuentos y tres novelas. Actualmente trabaja en su cuarta novela La noche de los girasoles y en la antología poética De vaqueros, trenes y poetas.
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