CUENTO Matando el tiempo | Gerardo Miguel Ugalde Luján

Todos los días regaba sus delicadas rosas. Tranquilo sin que nada lo afectara. Sus oídos eran sordos a los lamentos de este infierno.
El tío Jonás era un amante de la caza. Todos los inviernos solía preparar su camioneta, una vieja casa de campaña y un rifle igual de acabado que él. Un antiguo MC1. Su único amor en la vida. Ahora el viejo murió y nos dejó su maldito rifle y otras chucherías. No me hubiera molestado si no tuviera que ir yo por esas mierdas. La casa del tío Jonás se encontraba fuera de la ciudad. El olor de su sala de estar es horrendo: a ciénaga repleta de animales muertos en una mañana lluviosa.

Recogí las cosas, el olor de la casa aún quedaba en mi nariz, tenía ganas de fumar un cigarrillo. Más adelante me detuve en una tienda, compré la cajetilla, me senté sobre el cofre del auto y encendí uno. El día iba a ser malo, como siempre; aburrido y largo.

Llegué a la casa, bajé las dos cajas con las memorias del viejo; el rifle, unas cuantas revistas porno y de lucha libre; además de cartas amenazando una dependencia del Estado. Subí las escaleras hasta llegar al penúltimo piso donde mi padre tenía su casa. Yo vivía con él hasta que consiguiera un trabajo; mi padre no tenía el dinero para enviarme a la escuela y yo carecía del cerebro para asistir a una.

Era tarde ya para comer pero muy temprano para dormir, a veces nunca se hace algo realmente, el azar del destino que suele ser muy infructuoso para un ocioso se cruzó en mi camino. Coloqué un disco de Javier Bátiz, observé un rato las revistas sucias decepcionándome continuamente. Entre las chucherías de tío Jonás hallé una foto de él y papá en épocas pasadas, de aspecto triste los dos, sin intención de mirar más allá de la foto para recordar que no siempre fueron dos hijos de perra sin alma.

El MC1 brillaba, lo tomé, apunté varias veces al retrato de mi madre. Reflexioné sobre lo que acababa de hacer, de nuevo apunté e intenté disparar pero la carabina se había atascado. A través de la mira telescópica pude observar parte del vecindario: las obras de remodelación (cuyo sonido y ajetreo me tenia ansioso) o el vecindario de enfrente en búsqueda de ventanas que den imágenes perturbadoras. Nada, ninguna mujer desnuda o un hombre propinándole una tunda a su familia. Cada vez que observaba sentía una repentina nausea, todo el mundo corrompido, entregado al latrocinio de almas. Pero había una vida humana que me esperanzaba, un viejo lleno de belleza, sabiduría y amor. Todos los días regaba sus delicadas rosas. Tranquilo sin que nada lo afectara. Sus oídos eran sordos a los lamentos de este infierno.

Me gustaba observar el ritual que realizaba al preparar el café: llenaba una taza de agua vaciándola en una olla, colocándola luego a fuego lento, tomaba asiento en una barra que se encontraba al centro de la cocina en posición para alzar una plegaria al cielo, percibiendo el vapor que emanaba de la olla se ponía de pie tomando la taza antes usada, le ponía café y azúcar llenándolo posteriormente de agua hervida. Debía admitir que yo no podría llegar a esa edad. Me había deteriorado estos últimos años.

Siempre había soñado con ser el mejor tirador de una división de infantería, lástima que la disciplina no era lo mío, más tarde lo demostré cuando realicé el servicio militar, me di de baja un mes después; odiaba el ejercicio bajo el sol, sumado a las órdenes e incompetencia de los presentes (instructores y conscriptos).

Estando apoyado sobre la cornisa, buscando un objetivo claro al cual dispararle, en una revolución o guerra independista, yo era un general bigotudo malo, que había quedado vivo después de un ataque kamikaze; no sé si japonés o cubano quien fuera nos acababan de meter una recia paliza, todos mis hombre cayeron muertos después de que el avión se impactara contra la barraca; los cuerpos incinerados, todos incompletos, miembros regados por todas las ruinas, brazos, cabezas, tripas, bazos, etc... Y yo ahí solo esperando la caballería, solo en un nuevo cementerio de veteranos, a la mitad del desierto, en un punto clave para ser tierra de ningún hombre.

Agité la cabeza de nuevo dormido sobre el alfeizar, me levanté para buscar un poco de buena y refrescante hierba, hacía dos semanas que no fumaba nada, busqué por mi habitación, no encontré lo suficiente para pasar la tarde y reflexionar sobre mis planes a futuro. Encendí el diminuto canuto y puse un disco de Tom Waits; esa vos rasposa y acabada de un oscuro poeta que le aúlla a la luna para así seducirla y ser uno solo. Caminé por todo el departamento con la paranoia que uno siente cuando sus pies son ligeros y no sientes el suele que supones pisar.

Y ahí el viejo M1C, con su aspecto estoico, recargado en una esquina, lo tomé y lo coloqué sobre mi hombro a la usanza militar, realicé una marcha con el saludo correspondiente, di otra calada a los dioses del bosque buscando piedad para mí mismo.

En mi delirio las bombas caían sobre Berlín, y yo era el ultimo nazi en la ciudad, todos los alemanes eran pecadores que huyeron de sus hogares: tembloroso por las explosiones tomé mi posición para recibir a los aliados, en las ventanas de los edificios de enfrente; fantasmas de velo gris se paseaban por los pasillos, apunté pero ninguno era un tiro franco. De repente ahí estaba ella, la mujer del collar de perlas, de piel blanca como la leche, cabello negro como la tierra y vestido azul. Yo la contemplé y había algo en ella que no era de este mundo. Un fantasma se encontraba detrás de ella, no puede percibirlo, apunto y disparo; el fantasma muere y ella no se mueve para nada, los bombardeos la debieron dejar sorda.

“Un olor a pólvora quemada me despierta de mi letargo, ya no estoy más en Guerra. Esto no es Berlín y este rifle no se acaba de disparar.” Cuando miro a través de la mira, ésta da al departamento del anciano, observo durante un tiempo rezando que el anciano apareciera pero nunca salió. Lo había matado.

Mi edificio debía encontrarse a quinientos metros del otro, los trabajos de remodelación opacaron el sonido del rifle, por eso no lo escuché. Esperaba que nadie recordara la existencia del decrepito, aun así debió tener una vida larga, no había razón para indagar más allá del caso. Así fue a las dos semanas la noticia salió en los periódicos y en la televisión. No había familia que reclamara el cuerpo, y mi existencia era nula para las autoridades, no se encontraron motivos para el asesinato, nunca los hubo. Sólo la mala suerte.

Por la noche me levanté, tome el rifle, apunté hacia la ventana del viejo. Me sorprendió que hubiera una luz encendida y nadie dentro, observé las rosas, estas morían lentamente; espero haberle dado en la cabeza al anciano y que no tuviera que soportar el suplicio de sus rosas. Al fondo, en una pared de la cocina había un retrato de una mujer hermosa, de cabello negro y piel como la leche, collar de perlas y un vestido azul, una mujer hermosa. Por la que mataría cualquiera.


GERARDO MIGUEL UGALDE LUJÁN. Escritor, lector, dibujante, creador de cortometrajes bajo el sello que él mismo creó junto con Claudio García y Pablo Montiel, que responde al nombre de Tortura Films. No tiene muchos estudios, es un autodidacta a palos. Le gusta el buen vino, la literatura, la música y el cine. No tiene ningún logro importante que presumir. Nació en Guadalajara, Jalisco. 1989.

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