No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas.
Soy el hombre más feliz del mundo.
Henry Miller
En bastantes
cosas difiero con Freud pero su frase “infancia es destino” me resulta un
acierto del viejo bucanero de la psique. Partiendo de ahí toma sentido la
relevancia simbólica de la figura del clochard
en mi historia personal.
Hubo una etapa en mi infancia que me ha marcado hasta estos
días. Contaba con escasos seis o siete años, y en ese momento me encontraba en
una nueva ciudad, Delicias, Chihuahua; tenía pocos amigos y me estaba haciendo
adicto a la televisión. A mi padre le causaba bastante frustración el hecho y
constantemente me decía “sal, conoce gente, ¿qué haces todo el santo día viendo
televisión?". La solución fue regalarme mi primera BMX sin llantitas, él
me enseñó a andar en ella, abriéndome la puerta otra realidad, pues desde ese
momento la calle se hizo mi amiga de por vida. Quiero aclarar que esto no es un
reclamo hacia mi progenitor, puedo decir que fue un momento feliz de mi
existencia, además, simplemente las circunstancias se presentaron de esa forma.
Mi hermano acababa de nacer y fue un bebé bastante enfermizo, mi madre dedicaba
sus días y noches a cuidarlo, sus ojeras daban testimonio de eso, por otra
parte, mi apá por primera vez adquiría un puesto de alto nivel, lo cual
representaba una gran responsabilidad con la empresa a la que entregó la mayor
parte de su vida, y en realidad se encontraba bajo mucha presión y demasiado
estresado, su ceño fruncido no los hacia saber.
Con esa baica aprendí a olvidar a la niñera de 24 pulgadas y con
opción a 13 canales, la rutina cambió. Llegaba a casa después del cole,
terminaba la tarea para después irme a conocer el mundo. Así fue como me fui
vinculando con el otro.
Cerca de la casa había terrenos baldíos, en unos de estos, era
común ver a una familia joven de rarámuris. La conformaban una pareja de unos
24 años aproximadamente, pero con una mirada que albergaba siglos, y dos
chiquillos; uno de brazos y el otro de unos cuatro años. Ellos usaban ese lugar
para descansar y comer. La costumbre genera empatía, de tanto pasar con la
bicicleta por ahí, se nos hizo común vernos. Primero, comenzamos por
saludarnos, después cuando no los veía, creía que algo le hacía falta a mi
contexto, a mi realidad; a mi pequeña vida.
Una vez se ausentaron por una semana; en esos momentos, una
semana era toda una eternidad para mí, todavía no me acostumbraba al
transcurrir del tiempo y la verdad, los echaba de menos. Cuando volví a
encontrarlos me saludaron con mucha felicidad y me invitaron a comer con ellos.
Ese es uno de los recuerdos más bellos que anido en mi ser, en ese momento no
lo entendía, pero ahora, con tanto empirismo acumulado, sé que cuando alguien
da de lo poco que tiene, lo hace impulsado por esa parte del cuerpo que tenemos
en el olvido, que se encuentra abajo y a la izquierda.
En ese merodear por la calle conocí a don Manuel. Era un señor
entrado en años, con ciertas características muy comunes en las personas de su
edad que habitan en esas latitudes, puedo decir que hasta me hacía recordar a
mi abuelo. Tenía ese caminar rápido y preciso de los hombres de campo, además,
portaba sombrero, botas y esa tradicional camisa a cuadros, que es la prenda
por excelencia del norteño. La forma de vincularme con él fue muy parecida a lo
sucedido con los rarámuris, de tanto vernos nos acostumbramos el uno al otro.
Siempre iba a la misma hora por el pan que llevaba religiosamente a su esposa.
Una vez le ayudé con algunas de las bolsas del mandado y de ahí en adelante,
era de lo más normal realizar esa práctica. La tercera vez que le ayudé me dio
un par de centavos, los cuales yo invertí en comprar alguna golosina, supongo,
que sin quererlo adquirí mi primer empleo remunerado sin siquiera darme cuenta.
En esos trayectos me contaba de cómo iba creciendo la ciudad, historias de
cuando era joven, de sus hijos que tuvieron que irse a buscarse la vida a otro
lado, y a los que veía solamente en las navidades, pero no siempre asistían
todos; eso me hacía recordar a la abuela y extrañarla, lo cual fue un detonante
para iniciar una relación epistolar con ella, cartas que a la fecha siempre que
la llamó recuerda y se le quiebra la voz cuando me habla de ellas.
Me gustaba charlar con don Manuel. En algunas ocasiones cambiaba
su rutina para distraerse, esto lo hacía asistiendo a un “club”, donde jugaba
partidas de domino y bebía un par de cervezas para espantar “la calor” mientras
yo lo acompañaba y él me explicaba las reglas básicas del juego.
Un día salí con mi madre para comprar tortillas a la tienda de
doña Evita y me lo encontré, me saludó con bastante alegría, mi madre,
asombrada me dijo ¿quién es ese señor? Es don Manuel, le dije, don Manuel, mi
amigo y se lo presenté; él le comentó que era un chavalito muy amable y
simpático. Mi madre, como toda madre curiosa, después me preguntó que de dónde
lo conocía y le conté sobre nuestro ritual de llevar el mandado a su casa. Ella
sólo me abrazó y me dijo que era un gesto muy lindo de mi parte ayudar a la
gente mayor.
Claro, no todo era bello en las calles, y debo aceptar que fui
un niño con bastante suerte, nunca me pasó nada, a pesar de estar muy próximo
al peligro y a las mentes insanas. La ocasión en la que estuve más cerca de ser
parte de una tragedia, fue cuando comencé a buscar que había más allá de los
paseos a los que acostumbraba ir con mi bici. En una de esas exploraciones,
encontré un lugar al cual bauticé como “El laberinto”. Era una obra negra
abandonada, al parecer iba a ser un pequeño centro comercial que nunca se
terminó. Ahí fue donde vi por primera vez a un ser drogarse. La imagen todavía
la recuerdo, era un ser andrajoso, con el rostro lleno de hollín y un cabello
muy desordenado, se encontraba inhalando una estopa, vociferaba solo y maldecía
al mundo. Intenté hablarle, pero reaccionó de manera violenta, me corrió y me lanzó
una piedra; por suerte, la buena puntería no era uno de sus atributos. Tomé mi
bicicleta y hui del lugar un tanto asustado y confundido, no entendía por qué
reaccionó de esa forma: si yo solamente quería saber qué hacía ahí y por qué
estaba en tan mal estado. Llegué a la casa con bastante adrenalina corriendo
por mi pequeño cuerpo, y le conté de inmediato lo sucedido a mi madre.
En la noche hablaron conmigo mis padres, me dijeron que no todas
las personas eran buenas como don Manuel y tenía que aprender a no hablar con
toda la gente que me topaba en la calle; me hicieron prometerles que nunca más
iría a ese lugar. Después me delimitaron el área donde podía andar sin tener
peligro, y algunas indicaciones básicas de vialidad. Después hablaron con los
vecinos, los cuales tenían dos hijos, Viri, una niña de mi edad y Rodo, un par
de años más pequeño que yo. Infiero que se pusieron de acuerdo con sus padres
para que paseáramos juntos. Rodo usaba una bici con llantitas todavía y había
que esperarlo para no dejarlo atrás; no sé si él lo recuerde, pero yo sí, a
Rodo yo le enseñé a andar en dos ruedas.
A esos dos hermanos les mostré mi mundo y ellos lo hicieron
suyo. A los hermanos les gustaba mucho ver los Muppets babies y de vez en
cuando intercambiábamos diversiones, gracias a eso, tengo algunas nociones de
la programación televisiva que marcaron a los miembros de mi generación. El
personaje preferido de Rodo y también el mío era “Animal”, nos gustaba jugar a
emular su voz, al grado de olvidar cómo era la nuestra, de hecho, eso me causó
problemas en el cole, tuvieron que llamar a mis padres para que pudiera
recuperar mi voz original.
Así fue mi primera infancia, muy de calle… De ahí tomé la
costumbre de convivir con la gente, después más entrado en años, encontré a los
homeless, todos llenos de relatos
sorprendentes en primera persona. Los libros y las letras llegaron mucho
después, los primeros grandes relatos que me hacía soñar vinieron de la boca de
un sin techo, en todos los lugares que he vivido ha habido un vagabundo con el
cual he establecido un vínculo cercano. Ahora que vivo en la capital, los
desprotegidos del parque de mi colonia que pasan sus días cantando y bebiendo
son los que alimentan mis oídos con esas grandes historias que necesito para
soñar. Cuando los veo, les regaló tabaco, y ellos siempre me quieren compensar
compartiéndome su trago, a veces acepto gustoso, mientras me deleitó con la
sinfonía que le dedican a la calle, a la vida y a esa literatura que nunca
encontrará papel.
Ellos son esos maestros que nunca veremos en un salón de alguna
institución educativa, y de los que se puede aprender cosas más importantes que
la ideología, la política o la economía, porque ellos aprendieron con dolor y
hambre, en esa aula de todos, que es la calle, el lenguaje de la vida.
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