Una vez más, Los Simpson han propiciado la reflexión:
en el capítulo titulado “La rival de Lisa” además de una excelente demostración
de respeto por parte de los guionistas hacia Poe, se muestra el resultado de
enmarcar la inteligencia en un ambiente cuya directriz es la competencia por
consagrarse como superior a los demás, sin importar en qué y a través de logros
individuales donde supuestamente todo participante tiene las mismas
oportunidades de triunfar. Así, Lisa siente que está perdiendo valía debido a
sus supuestas derrotas frente a la nueva alumna, Allison (que, por si no fuera
poco, es un año más joven), mismas que todos aceptan, con naturalidad, como
parte de los retos cotidianos de ir a la escuela. En la era del hombre como
mercancía era de esperarse que el ingenio humano entrara en el mercado de
habilidades que uno puede ofrecerle a una posible pareja o un posible proveedor
de ingresos. ¿Cuáles son las consecuencias de esto?
En primer lugar, podemos observar el
surgimiento de fenómenos como los ejercicios que prometen “fortalecer” el
cerebro, los cuales han llegado a aparecer en libros, cursos y hasta
aplicaciones de celular (recibiendo importantes multas por publicidad engañosa
ya que los efectos que prometen no están totalmente avalados por la comunidad
de las ciencias cognitivas). Estos negocios explotan el sesgo del mundo justo y
el discurso de la perseverancia, dupla de acoplamiento perfecto: cualquiera
puede lograr cualquier cosa con el esfuerzo suficiente ya que el que hace o se
hace un bien, recibe un bien. Porque es obvio que así funciona la realidad
manejada por homínidos inseguros.
Y si un producto obtiene un nuevo
aditamento, es lógico que pronto aparezcan quienes se interesen en las
funciones de la oferta recién llegada, hasta el punto de negarse a consumir
mercancía que carezca de la nueva actualización. Estos selectivos clientes son
los autodenominados sapiosexuales,
que solo realizarán la transacción amorosa con entes que puedan demostrar tener
una mente afilada. Para ellos, enamorarse de alguien por su físico es algo
devastadoramente superficial y, no obstante, su noción de intelecto también
suele serlo. No es que tales individuos sean particularmente malos construyendo
un concepto de inteligencia, es que esta es una idea llena de dificultades que
llevan a considerar factible la posibilidad de rechazar su existencia.
La primera dificultad que aparece al
tratar el tema de la inteligencia es la diversificación que esta tiene. Se
puede entender como inteligencia cristalizada, fluida, emocional,
lógico-matemática, interpersonal, intrapersonal, etc. Y eso sin considerar a
sus parientes cercanos según el sentido común: sabiduría, cultura, astucia,
creatividad…. ¿Qué aspecto es el que resalta para seleccionar una pareja? ¿Cuál
es el que es necesario para que una persona sea reconocida socialmente? Al no
tener un consenso académico al cual recurrir, la idea de la persona inteligente
se convierte en una elucubración preconsciente que suele tener como guía
convenciones sociales algo burdas: quien es buen estudiante es inteligente,
también lo es el que tiene un vocabulario avasallante, no olvidar al que conoce
el vestuario adecuado del pensador contemporáneo (que varía dependiendo del área
donde el gran genio tiene su éxito). La carencia de sustancia en el discurso de
la inteligencia hace que la mejor fachada sea la que consiga la admiración de
las masas.
Otro faceta de la problemática de
este elusivo concepto son los intentos por elaborar una versión cuantificable
de la inteligencia, que no son pocos pero suelen terminar en controversia dado
que se “compartimentalizan” al punto de disolver su objeto de evaluación en un
sinfín de pruebas de habilidades específicas. La inteligencia se vuelve un
discreto espíritu que se mueve detrás de cada tarea de la batería de pruebas. Y
uno no puede dejar de lado ese magnífico momento donde por fin se logró la más
bella de las definiciones, enterrando el debate sobre el tema en la lúgubre
tumba de la historia: la inteligencia es lo que miden los “tests” de
inteligencia. Habría que agregar que la frustración es lo que declaran aquellos
que tratan de definir la inteligencia.
Ver cómo una porción de la población
se esfuerza por conseguir el rol de pensador, subyugando todos los aspectos de
su vida a ese propósito arruina la fuerte impresión que causa entender que un
diminuto trozo de materia puede comprender, poco a poco, el universo en el que
está inmerso, o crear a través de señales escritas y sonoras mundos que,
además, hacen referencia a lo que su creador vive y goza. Sin embargo, esto no
quiere decir que sea posible (o deseable) detener este fenómeno social. Lo que
se pretende es que, cuando uno se vea abrumado por las presiones que conlleva
mostrarse intelectual, piense en este vaivén de pensamientos y se relaje al
recordar que un hombre muy inteligente (si es que existió) dijo que el mundo es
un escenario. Siempre está la opción de descansar tras bambalinas un rato.
LORENZO SHELLEY. Nació en el Ciudad de México, creció en sus alrededores. Es
estudiante de tiempo completo en la Facultad de Psicología, Ciudad
Universitaria, UNAM. Cursa la licenciatura en las áreas de Psicobiología y
Neurociencias y Procesos Psicosociales y Culturales. También se considera
apasionado de la filosofía, la vida cotidiana, el amor, la literatura y los
videojuegos, además de ser aficionado del cine, la televisión, la música (como
escucha o como pésimo pianista) y el anime. Ocasional merodeador de museos.
Ferviente creyente de que el aprendizaje puede surgir de diversas fuentes.
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