Los libros me persiguen, salgo a la calle todas las mañanas
siempre corriendo el riesgo que al regresar a casa llegue con un libro en mis
manos. Crecí deseando tener muchos libros, pues en casa nunca los hubo en
abundancia, como una biblioteca o cosa que se le pareciera; más bien había un
estante de pino donde se guardaban los libros de utilidad, como los textos escolares;
nunca hubo una enciclopedia como en muchos hogares, hasta que yo pude comprar
la primera, que fue una historia del arte; quizá por eso siempre soñé en tener
un estudio lleno de libros.
Con la maestra “China” tuve idea de lo que
era una biblioteca. Así conocíamos en el barrio a Rosario Ortiz Silva, una
maestra solitaria que vivía en un caserón inmenso con dos perros bravísimos;
los encerraba en el corral cuando iba los sábados a tomar clases de aritmética con
ella (siempre fui lento para los números), eso sí, me encantaban las
historietas. Pues bien, las vitrinas con libros viejísimos que conservaba la “China”
en su casa, fueron esa primera idea. La segunda, fue la Biblioteca pública del
Estado que estaba en una esquina de Palacio de Gobierno. Y así, se vinieron
desvelando en cascada a lo largo de mi adolescencia, encuentros con infinidad
de bibliotecas personales de ciudadanos comunes la mayoría de ellos maestros o
sacerdotes, a los que siempre me encantaba curiosearles sus libreros.
El primer libro que tuve, no recuerdo cómo
llegó a mis manos, fue una suerte de olvido deliberado para que se quedara
conmigo: Los ángeles de hierro de
Walther Kiaulehn de editorial Labor, al que nunca he hecho el honor de leerlo
completo, más bien me lo quedé por los grabados de Durero, Da Vinci y Brueghel
que en él vienen. Después me dediqué a buscar libros, no era fácil encontrarlos,
pues por el vicio de las historietas no me acostumbraba a que fuera libros de solo
letras, debían de tener alguna ilustración para sentir ánimo de leerlos. Hasta
que mi tía Lichita me regaló dos libritos pequeños sobre educación sexual
católica, los que inmediatamente se volvieron colectivos entre mis amigos de la
secundaria por la información “novedosa” que contenían. Nunca supe quién se
quedó con ellos.
Y cuando menos lo esperaba, llegó la
primera novela a mis manos, una novela de la que nunca he olvidado ni olvidaré el
título ni a su autor: La corbata celeste
del argentino Hugo Wast. Posteriormente comencé a ahorrar para comprar mis
primeras novelas clásicas, las que intercambiaba con mi amigo que me había
prestado La corbata celeste de José I.
Salazar; entre sus quince y dieciséis años mi amigo era un bibliófilo extremo,
pues decía que su meta era leerse todos los libros del mundo, creo que aún no
termina.
Desde entonces, empecé a hacerme de
libros, entre ellos, encontré una especie rara en aquellos días, más común
ahora; los libros que hablan de los libros, a la fecha tengo varios que hojeo o
releo cada vez que puedo. El primero de ellos fue Farenheit 451 de Bradbury de editorial Rotativa, con el que después
de su lectura terminé odiando a “los quema libros”. Ya más recientemente
llegaron a mis manos los libros de Carlos Ruiz Zafón, con su zaga sobre el cementerio
de los libros olvidados que se desarrolla en sus cuatro novelas de ventas
estratosféricas: La sombra del viento,
El juego del Ángel, Prisionero del cielo y el Laberinto de los espíritus de Editorial
Planeta. La historia de éstas gira en torno a ese cementerio, donde la gente va
y deja los libros que ya no quiere, cada vez son más y más. Lo que hizo que me
acordara de la biblioteca de la ciudad de los libros en La Ciudadela en ciudad
de México, donde se conservan las bibliotecas de grandes bibliófilos nacionales.
Así también, las dos bellas ediciones de Entre
libros y Vida entre libros de
Corina Armella de Fernández Castelló de editorial Portaffolio donde se hace un
recuento en el primero, de grandes y señoriales bibliotecas en el país y en el
segundo, un repaso a las bibliotecas de grandes escritores e intelectuales. Por
último, el libro de Giuseppe Molteni y Roberta Mota: Vivir con los libros de Editorial Océano en el que se proponen
espacios de convivencia con los libros. En fin, como dijo J. L. Borges:
“Biblioteca es uno de los nombres que damos al universo”.
RAMÓN VENTURA ESQUEDA (Colima 1955). Arquitecto de formación por la Universidad Autónoma del Estado de México. Miembro de los talleres literarios de la Casa de la Cultura coordinados por Víctor Manuel Cárdenas 1981/82. Museógrafo diplomado en Arte Mexicano, con un master en Diseño Bioclimático. Ha publicado en los periódicos colimenses Diario de Colima, Ecos de la Costa, El Comentario y la revista Palapa en su primera época. Coautor en el libro Carlos Mijares Bracho Maestro Universitario distinguido, en los volúmenes I, II, III y IV de la colección Puntal. Ha participado con crónica en los volúmenes II, III, IV y VI de los coloquios regionales de Crónica, historia y narrativa. Actualmente publica en el suplemento “El Comentario Semanal” del periódico el Comentario de la Universidad de Colima, la columna “De ocio y arquitectura”.
Imágenes | Estudio de Ramón Ventura Esqueda
RAMÓN VENTURA ESQUEDA (Colima 1955). Arquitecto de formación por la Universidad Autónoma del Estado de México. Miembro de los talleres literarios de la Casa de la Cultura coordinados por Víctor Manuel Cárdenas 1981/82. Museógrafo diplomado en Arte Mexicano, con un master en Diseño Bioclimático. Ha publicado en los periódicos colimenses Diario de Colima, Ecos de la Costa, El Comentario y la revista Palapa en su primera época. Coautor en el libro Carlos Mijares Bracho Maestro Universitario distinguido, en los volúmenes I, II, III y IV de la colección Puntal. Ha participado con crónica en los volúmenes II, III, IV y VI de los coloquios regionales de Crónica, historia y narrativa. Actualmente publica en el suplemento “El Comentario Semanal” del periódico el Comentario de la Universidad de Colima, la columna “De ocio y arquitectura”.
Imágenes | Estudio de Ramón Ventura Esqueda
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