Aguas
profundas
En
el borde de un olvido
casi
inasible pero cierto,
aparece
su sombra de repente;
yo,
que lucho cada día por
no
ser un espectro,
de pronto azoto contra
gruesas paredes,
y
desde el suelo escucho su voz,
melodiosa
todavía.
La
vi, en medio de la bruma,
y en
donde menos lo esperaba.
Aquel
saludo sonó tan profundo,
y
dentro de mí algo perdió su sitio;
para
qué visitar las penas,
la
vi sonreír y presumir sus
nuevos
dientes, y yo ya no
miraba
sino aquello que
pertenece a la nada o al olvido.
Y si
me despido o me quedo
para
siempre, nada es.
Me
dice que todo va bien,
y no
sé qué respuesta esperaba.
¿Sabría
ella de mis esfuerzos por desterrarla?
Justo
en el momento anterior
ya
no la recordaba.
Desterrar.
Desahuciar.
Acércate
a la profundidad de las aguas.
Mira.
Fondo vacío, fondo inverosímil.
Nada
sé de la nada. Tú vas, ves.
Pero
ella no estaba allí,
quiero
decir: sí estaba.
Acaso
todo cambie,
dudas
no hay. Círculos,
no
vicios. El sol dañó mis ojos.
Chocolates de viento,
y yo
dije: «te ves bien»,
y
significaba algo como:
«no
sé qué hago aquí, pero es peligroso,
y es
triste que los estragos sean tan evidentes;
y lo
evidente es que tú y yo no somos lo mismo,
y lo
oculto es que —quién sabe—
tal
vez acaso quizá podríamos serlo, y
a la
vez imposible resulta».
O
fuera el hambre y el cansancio,
nada
permanece para nunca.
Mas no sé si la vi,
quizá
solamente estoy seguro;
qué
sirve, avanza hacia el mar.
Voces
suenan, y la mía se ahoga.
Y yo
dije: «estoy enfermo»,
y
mentí, porque estaba muerto.
Pero
la muerte es un centro comercial,
donde
algunos quieren pasar sus vacaciones.
Fuimos
a la luna
como
cinco veces, pero no lo recuerdo;
a
veces olvido vivir, de veras. La vi.
Ella dijo: «hoy iré de nuevo», y yo:
«qué
bueno».
Ya
no bebo alcohol,
soy
un haz de eventos aleatorios.
Debe
haber un lugar en la nada.
La
nada permanece.
Dicen que somos más que
simples
existencias; orgullos
esforzados
por deslumbrar.
Mis pasos no son ya,
no
es, no fue; pasos de cristal,
fuimos
nada.
Se
escucha en medio de la desdicha el eco,
eco,
eco, eco, susurros.
Y sin más, hay un cartel que
dicta
«se busca» pero
todos
huyen,
como
huimos nosotros aquella vez,
cuando
alguien dijo: «mataron a uno», y
en
nuestros corazones no había
más
que vida.
Al
final todo se ha marchitado y,
tras
el viento del invierno,
solamente
polvo queda en la repisa,
mas
no temo a las cenizas;
y
tú, eres ya otro elemento
desconocido.
Aciagas horas.
Todavía no resuelvo cómo escapar a los
desvaríos,
y entonces hablo a la vez
del llanto y de hojas de papel;
de
vueltas y tributos; del olvido y la euforia.
Veo un par de torbellinos
amenazando
con romper el hielo,
cantar
ahogado en metal, y fundido
con
la espera,
que se vuelve difusa cada vez
que
la miro. Volátiles sueños.
No hay normas para
llevar
a buen término un
evento inesperado;
yo,
jamás espero que la
buena
suerte me alcance,
y ella ni siquiera
se esfuerza por existir.
Hoy la vi, en medio de no sé qué,
de
un cabello y un alternador,
ahí estaba con sus ligas azules;
ella
dijo: «iré otra vez», y yo:
«todo
tiende al infinito».
No
hubo tiempo para contar las novedades:
perdí
dos pulmones, y medio corazón,
y lo
que me quedó lo usé para colorear las
paredes
de los hospitales que suelo visitar.
Soy
un paraguas cerrado, un neumático,
y a
la vez pienso que soy tan sublime
y
que tu/su partida era inevitable.
Eché
a la basura muchas letras que ya no
sonaban,
ya no sonaban.
Conté los minutos, tanto los
que
se fueron como los que vendrán,
y en
cada uno de ellos, sin excepción,
pude
escuchar su ausencia.
EDUARDO ENRIQUE DIMAS ARIAS. Originario del Ejido Calabacillas, Bustamante,
nació el 13 de octubre de 1991. Radica en Ciudad Victoria desde hace 9 años.
Realizó estudios de contaduría en la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Cree
en la poesía como vehículo para expresar el mundo.
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