CUENTO El gato sobre el féretro | Mauro Barea

                                                                                
El gato se acomodó sobre el féretro. Con elegancia, enroscó la cola y me lanzó una mirada profunda, inquisitiva. Sus pupilas dilatadas, flotando entre las volutas de incienso, me intimidaron de inmediato. Me volví a la concurrencia, incrédulo. Pero nadie se atrevió a reprocharle ese gesto atrevido. En el velorio solo cabían rezos y rostros hinchados por el llanto. Nadie habló, ni siquiera la viuda. Ni por asomo la hija; mucho menos las otras figuras trajeadas y negras, todos invitados a la última fiesta del hombre que descansaba en aquella caja acolchonada. Sus dedos entrelazados y rígidos acentuaban la indiferencia general a la actitud del felino negro. Me volví a mirarlo detenidamente. Unas pequeñas manchas blancas le moteaban el afilado rostro, casi triangular.
            Decidido, me acerqué al féretro. El gato levantaba la cabeza a medida que me acercaba, sin perderme de vista un momento. Descubrí en sus ojos ambarinos y dilatados la intención de sisear si osaba dar un paso más. «¡Vaya gato más cabrón!», me dije, mientras él permanecía sentado, sin ninguna muestra de reverencia sobre el que ya no se puede defender. Los demás dolientes y plañideros espiaban bajo el velo de una cansada expectación. Me detuve, o mejor dicho, el gato me ordenó que me detuviera. No quería espantarlo; creo que, sin temor a equivocarme, esto era lo más interesante que me había pasado en mucho tiempo. El aroma a café y galletas horneadas por las almas caritativas flotaba constantemente en la sala.
Al fin, la hija de la viuda señaló al ataúd, como atontada. A pesar de sus ojos hinchados, estaba preciosa de verdad. Sus curvas generosas se recortaban tras ese vestido negro. ¿El sujetador sería negro también? ¿Sus bragas? Pensaba esto, y más irreverente que el gato, la sangre empezó a agolparse ahí abajo, amenazando con levantar un circo de tres pistas en mi entrepierna.
Hice a un lado el lascivo espectáculo mental, y traté de concentrarme en el gato. Pero su mirada flamígera y fría parecía confirmarme lo que estaba pensando: «está muy buena, ¿no, tío?».
«Bichito, bichito», murmuré. Alcé la mano y extendí mis dedos a la distancia prudente. No siseó, aunque la amenaza persistía. No sé si fue una respuesta cínica a mis pensamientos, pero el bicho empezó a lamer sus partes, sin dejar de prestarme la debida atención en cada lengüetazo. ¿Ese era acaso su respeto hacia el cadáver? Un hombre tan venerado, tan recto, al que conocí en diversas situaciones, que se había preocupado por su familia y les había dejado en una situación cómoda. Ahora, un gato se lamía los huevos sobre su caja, una burla ridícula e impensada, porque los animales, si acaso guardan rencor en el instinto de quien los patea o les maltrata, y los gatos son el mejor ejemplo del albedrío desenfadado. Pero eso no era algo que mereciera el difunto.
Me acerqué otros dos pasos. El gato dejó de lamerse y se irguió. Se sentó y enroscó la cola a su alrededor, como un escudo a mis intenciones: «no lo intentes, chaval».
          Me paralicé al sentir un jaloneo en mis pantalones. Me volví con el corazón en un puño. Una niña, que no debía tener más de seis años, se afianzaba a mí con su pequeña mano. Tenía la cara pálida y me miraba con ojos del mismo color que podría tener la niebla. Vestía un elaborado vestido negro de moñitos y holanes ribeteados de plata. Sus rizos castaños caían como cascada por sus hombros y se movían al compás de sus pequeños jaloneos en mi pernera. Sentí un leve mareo. El gato, la gente del velorio y ahora la niña, todos me miraban, y sentía sus ojos sobre mi espalda. Me agaché y quedé a la altura de la niña, que en teoría no debía hallarse ahí, al amparo de los ropajes negros y las jaculatorias.
—El gato es mío y hace miau si yo quiero —me dijo, con una sonrisa—. A veces se escapa y le gusta sentarse sobre ellos, le parece lo más tranquilo y nadie lo molesta. Cuando te mueras, hará lo mismo.
Intentaba comprender lo que me decía la chiquilla, pero aquella fascinación repentina, el embotamiento que me provocaba el ambiente de la sala y el desvelo obligado me inclinaban a pensar que lo que tenía a mi costado era una enana de circo. El gato, amaestrado, se le había escapado y entrado por error a la funeraria. La niña me sacó la lengua e hizo una ruidosa pedorreta. Por instinto miré apenado a mi alrededor, pero nadie pareció notarlo, por fortuna.
—¡No soy una enana!, y ya te dije que el gato es mío. Se llama Polainas. Y si te hubieras acercado más, te hubiera hundido sus zarpas en la cara. No le gusta que lo molesten en su lugar favorito. Es un mal vicio, siempre lo hace y nada lo detiene.
«Conque Polainas. Tiene sentido», pensé.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
La niña volvió a sacarme la lengua:
—¡Que te den!
Y mi cara debió transformarse en algo asombrosamente estúpido, porque la niña se desternilló de risa. Por primera vez, el gato maulló, como asintiendo a las groserías de la mocosa.
—Vale, vale. Me llamo Selene —me respondió entre espasmos de risa—. Siempre vengo por aquí, y de vez en cuando me encuentro con personas divertidas. Vengo porque me aburro muchísimo allá.
—¿Y crees que yo soy divertido? —mascullé a la niñata. No sabía si reñirla, o maravillarme de su desparpajo y mal comportamiento. ¿Y sus padres?
—Yo creo que eres alguien divertido —sentenció con voz cantarina—. Eres el único que puede verme.
Un ligero tremor recorrió mi espina. Miré de nuevo a Polainas, sentado con el mismo aire de descaro sobre el ataúd, y maulló de nuevo, asintiendo a lo dicho por la pequeña. ¿Qué nos acompañaba en el velorio? Me llegó el aroma de los diferentes cafés en las teteras eléctricas: descafeinado, con canela, y una imitación barata de Veracruz. De repente surgían sollozos entremezclados con risas discretas, seguro al recordar algún pasaje alegre de la vida del difunto. La niña rio:
—Me gusta estar aquí y platicar cuando se puede. Polainas me guía, y puedo salir del aburrimiento permanente. Esto —señaló a su alrededor con teatralidad— no son más que paripés; pero para mí, es la mayor felicidad a la que puedo aspirar.
—¿Los velorios? —pregunté. No entendía nada.
—Sí —respondió—, Polainas lo sabe. Él me acompaña, y me divierte cada vez que se sienta y se lame las nueces delante de todos. Y nadie se atreve a espantarlo porque defiende su escenario, sabe que me entretiene, es mi única risa en este lugar. Bueno… tú me has hecho reír también. Por cómo te la has pasado viendo y pensando en esa chica.
Selene lanzó una risita que se difuminó en el aire triste de la sala. Me puse rojo de vergüenza, como si me hubieran pillado desnudo. Entonces desvié la mirada hacia el vestíbulo, más allá de las cestas de galletas y los termos de café negro. Un hombre entrado en años venía hacia la sala de velación con paso desgarbado. Se acercó al féretro como si entrara por su casa, ajeno a los familiares. Su ropa descuidada y el aspecto desaliñado no pasaron desapercibidos para los dolientes; pero, como a Polainas, nadie se molestó en impedirle el paso. Llegó a la caja y tomó al gato entre sus manos. Polainas no protestó; creí que la niña se quejaría, pero cuando me volví, se había esfumado. El hombre se acercó.
—Una disculpa por el gato. Por más que lo evito, termina aquí, creo que nunca se acabará.
—¿Quién es usted? —pregunté con torpeza, con el aturdimiento sobre mis hombros y mi nuca. El tiempo y las situaciones se sucedían a una velocidad que me superaba, un sentimiento parecido al que tengo cuando empieza la borrachera. El hombre dijo en un susurro:
—Disculpe. Soy el embalsamador de la agencia funeraria.
—¿Es su gato?
—Era de mi hija.
—¿Selene?
El hombre asintió, y me empezó a mirar raro. Atajé:
—Ella… ella estaba aquí hace un momento —le dije, con el dedo tembloroso, apuntando al suelo junto a mí—. Estaba platicando conmigo.
—¿Platicó con usted, joven? —El embalsamador cambió su rostro cansado por un repentino éxtasis, y me contempló como si fuese un santo o algo parecido. Tras esa incómoda pausa, prosiguió—. Nunca lo había hecho. Otros dolientes me han contado que han visto a mi niña en la sala; solo se queda viendo el féretro cuando entra el gato y se posa en él, pero nunca consiguen verle el rostro emborronado. ¿Qué le dijo?
—Me hizo trastadas. Y dijo que… estaba aburrida. Que su única diversión era ver al gato sobre el féretro. Eso la ponía feliz —respondí.
—¡Qué afortunado es usted! ¡Lo que daría por hablarle!
Estaba pasmado. No sabía qué responderle al hombre. Continuó:
—Selene jugaba aquí siempre. El día que trabajaba el cuerpo de su madre para la sepultura, entró y se bebió líquido para embalsamar creyendo que era agua, o sabrá Dios por qué. Escuché maullar al gato, y cuando bajé y las encontré, estaban tomadas de las manos, frías y maleables. Polainas no dejaba de maullar como lloraría un bebé sobre el cuerpo de mi esposa, con los ojos muy abiertos. No sé si él la guió, y ya no quiero pensarlo. Eso me destruyó hace tiempo. Me sigue destruyendo cada vez que pasa esto.
El hombre, que aún tenía entre sus manos al gato, miró al féretro y suspiró. Las luces y las sombras de los cirios dibujaban águilas en batida, realzando sus facciones. Ante la sorpresa de la viuda y su hija y de todos los que rezaban oraciones del Cristo resucitado, depositó al gato sobre el ataúd, justo donde estaba. Antes de irse, el embalsamador me dedicó una mueca que intentaba ser una sonrisa, y me puso una mano en el hombro.
—Dígale a Selene que no se le olvide venir cuando mi cuerpo repose ahí mismo. Y que no se aburra, porque mi tiempo pronto acabará.
Y sin más, salió, escoltado por lanzas empapadas en lágrimas de los dolientes que lo acuchillaban con sus murmullos, dejándome con el regusto de aquella voz infantil que había jugado, reído y visto a Polainas en otros tiempos. Bueno, de alguna forma, seguía jugando con él. Ahora sí que puedo decirlo: esta ha sido la cosa más extraordinaria que me ha pasado no solo en un velorio, sino en la vida. Y hasta la fecha no creo en fantasmas, pero no sé si ponerme con la carne de gallina o reír al pensar en Selene y su mascota.
El gato negro, con sus motas blancas quemándose en los fuegos de la estancia, continuó lamiéndose las nueces sobre el féretro, imperturbable y sonriente a la luz de los cirios.

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MAURO BAREA (Cancún, 1981). Estudió la Maestría en Creación y Apreciación Literaria en el IEU Puebla. Finalista en el I Premio Hispania de Novela Histórica de Madrid y consultor del documental sobre Gonzalo Guerrero Entre dos mundos; publicado en la antología infantil Mi mejor amigo (Editorial Verbum, Madrid, 2015). Fue articulista para la Revista Pioneros, publicación historiográfica de Quintana Roo (2011-2015). Estuvo a cargo de la columna Desde Ninguna Parte para el periódico Quintana Roo Hoy, con temas culturales y sociopolíticos (2015-2016). Finalista y antologado en el Certamen Relats d' amor del Adjuntament de Constantí (Tarragona, 2017) y finalista del V Concurso de Microrrelatos del Ateneo de Mairena (Sevilla, 2017).

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