Para los que pasamos por las aulas
universitarias en la década de los noventa, el nombre de Vicente Leñero (Guadalajara,
Jalisco, 9 de junio de 1933 - Ciudad de México, 3 de diciembre de 2014) nos
remitía a un ser mitológico: “Ni siquiera se atrevan a molestarlo, nunca les
dará una entrevista”. “Es un cuate muy ocupado”. “Sólo Julio Scherer tiene su
teléfono”. Pese a esas referencias que nos remitían a un ogro con máquina de
escribir lo leíamos con reverencia que rayaba en el fanatismo.
Sus textos fueron, siempre, un ejemplo
insuperable de cómo resolver el enigma ancestral de contar algo bien. Aún
recuerdo la impresión de la lectura de Asesinato: un reportaje
trepidante que buscaba reconstruir el famoso caso de un doble homicidio
ocurrido en la Ciudad de México el 6 de octubre de 1978. El relato pretendía
atar todos los cabos en una investigación que ponía a prueba a la realidad
misma. Los recuerdos que viven en nosotros de los libros predilectos son
caprichosos. Pese a que la lectura de esa novela sin ficción la
he hecho en una sola ocasión aún recuerdo perfectamente algunas de las escenas
que reconstruyó el periodista en ese libro.
Leñero contradijo algunos de “los
buenos modales” del cronista canónico. El periodista registró con un estilo
inconfundible la crónica donde validó con su talento la primera persona del
singular: yo soy mi historia. Por ejemplo, en La gota de agua relata
el infierno tan temido de quedarse sin agua: “Me sentí anticipadamente mugriento,
sudoroso, oliendo a chivo, barbón”.
En 1996 Leñero publicó “El día que
Salinas pensó ‘trascender’ a Julio Scherer”. La trama es fácil de resumir: el
hombre más poderoso de México invita a conversar al entonces subdirector de la
revista Proceso. No conozco otro texto donde se sugiera entre
líneas tanta tensión, ironía y una lista inolvidable de descripciones:
“Entonces llegó Carlos Salinas. De traje azul marino cortado por el mismísimo
Dios”. El texto es un duelo de diálogos que tiene como escenario un hermoso
jardín y el tintinear de hielos en vasos con coca cola.
Desde hace algunos años Leñero
publicaba una columna en la Revista de la Universidad de México.
Cada mes escribía la semblanza anecdótica de un personaje de las letras.
Exquisitas joyas que se tendrán que recopilar y reunir en un solo volumen. Los
textos se planteaban como testimonios con una anécdota principal. Estupendos,
irónicos e inteligentes, no dejaban títere sin cabeza: García Márquez,
Monsiváis, Pérez Gay, Granados Chapa. Pese a la “simpleza” de la forma, Leñero
alardeaba de una técnica estupenda y depurada en cada entrega: el maestro nunca
dejó de enseñar.
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MARCO ANTONIO CERVANTES GONZÁLEZ. A veces escribe y a veces da clases. También, en muchas
ocasiones, lee a Juan Luis Guerra y escucha a Julio Ramón Ribeyro. Estudió
Ciencias de la Comunicación en la UNAM; le va al América, por cierto.
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