La conciencia retornó a
mi ser con una sensación de ahogo que se elevó desde los pulmones hasta la
garganta, induciendo una pesada tos que me hizo abrir los ojos súbitamente.
Estaba
rodeado de una oscuridad profunda y espesa; negra como el abismo de una enorme
roca que flota en algún rincón inhóspito del espacio donde la luz no existe. Mi
mente estaba convencida de que no me encontraba situado en los confines de la
muerte porque podía sentir mis extremidades doloridas y con la mano derecha podía
palpar mi rostro extrañamente tupido de bello, el pulso en el cuello y el
vientre elevándose a cada respiración...
Me
encontraba menos aturdido. Tenía recuerdos fugaces de lo que estaba realizando
justo antes de que las criaturas con trajes a rayas me sujetaran por la fuerza
y me introdujeran sobre el resplandeciente disco dorado que expulsó mi
organismo fuera de la atmósfera terrestre a una velocidad y fuerza capaz de
abrir túneles sobre el espacio-tiempo.
Necesitaba
llevar a cabo un ejercicio de memoria que armara las piezas del confuso y
disperso rompecabezas que eran mis pensamientos. Cerré los ojos, una especie de
sueño absurdo surgió como una vieja película en blanco y negro con la siguiente
trama: Un avión comercial aterrizando y mi hijo sentado sobre mis robustos
hombros señalando el inmenso pájaro de acero que rechinaba las llantas al tocar
el pavimento. Rebeca apresurándome a montar la llama que nos llevaría cerca de
lo alto de las montañas. El guía que sonrió cuando detuve la caminata para
tomar un poco de aire y saqué del bolsillo posterior de mis vaqueros azules la
cajetilla de cigarros sin filtro, y colocando uno sobre mis labios, aseguré que
necesitaba aspirar lo más cercano al aire de la Ciudad de México porque Machu
Picchu terminaría dándome cáncer de pulmón. Mi hijo y Rebeca fotografiando
hasta las piedras más insignificantes mientras me tomaba una selfie; detrás
aparece un disco de gran tamaño, dorado como el sol. Rebeca abraza a Santiago
contra su pecho mientras su rostro tiene una expresión de terror igual que el
resto de los turistas. El guía grita desesperado que baje, y antes de
conseguirlo, las manos frías de aquellas criaturas de trajes a rayas me toman
por la cabeza, y aunque intenté poner resistencia, el Zumbido emitido de sus
delicadas gargantas me hizo desvanecer.
Escucho
un sonido seco como si la mano de dios comprimiera el cielo. Los truenos
retumban lo suficientemente cerca para hacer temblar la superficie sobre la
cual reposa mi cuerpo. Espero impaciente la luz que deslumbre mis ojos y me dé
la certeza de dónde me encuentro; Sin embargo, la luz nunca aparece y dios y su
mano van alejándose con prisa, dejando tras de sí, cientos de ligeros
golpecitos que chocan contra roca a unos tres metros sobre mi sesera si mis
cálculos no son muy errados.
El
tiempo parece transcurrir demasiado lento. La sed acrecenta. La oscuridad
permanece infinita. El olfato y el oído se agudizan en un intento desesperado
de mi cuerpo por sobrevivir. Percibo el sonido de una corriente de líquido a mi
derecha. Quizá no esté a más de ocho pasos de distancia. Intento
reincorporarme. Mis manos se posan sobre afilados y fríos cristales que las
laceran. Las piernas me tiemblan como si llevara una pesada carga sobre los
hombros. Me dirijo a tientas y con temor hacia donde el sonido de la corriente
se escucha más fuerte, deseando por instantes no caer por algún precipicio o
ensartado en alguna estaca de cristal gigante. Voy contando los pasos, cinco,
seis, ocho, nueve, al décimo mis pies se humedecen. La felicidad me invade. Me
logro agachar un poco, está cálida pero no puedo beber de ella, despide un olor
azufroso que revela que sería un suicidio.
Sigue
el tiempo transcurriendo. Me pregunto cuánto tiempo llevo en ese sitio. Las
pocas ocasiones que me he atrevido a realizar una exploración, y después de
tropezar no más de veinticinco veces, a los quince pasos choco con algo que
parece ser un muro liso con surcos no muy profundos, como si fueran alguna especie
de grabados tan geométricos y precisos que no creo hayan sido realizados por
alguna civilización humana. He llegado a la conclusión que estoy en una especie
de habitación cuadrada dónde en el área oeste chorrea una hilillo de agua
fresca y potable que he bebido como animal salvaje, y en la pared sur crecen
unos frutos dulces que hasta el momento no me han matado.
Una
luz blanca ha comenzado a filtrarse por un pequeño agujero de la pared Este. La
luz ilumina el piso de cristales, algunos cuerpos putrefactos y osamentas
humanas que visten ropas de distintos periodos de la humanidad. Va rebotando de pared en pared revelando el
color dorado de las mismas y que en efecto, eran dibujos e inscripciones
geométricas sorprendentemente perfectas plasmadas por los dioses, donde lo
único que puedo reconocer es el disco dorado y las criaturas humanoides con sus
extraños trajes rayados que aparecen como los grandes sabios, viajeros
intergalácticos que nos unen a ellos, que fusionan universos, que...
Una
de las paredes cruje y comienza a deslizarse. Se abre como si fuera una puerta
y no tengo la menor duda de que es una salida. Corro a ella. Me siento en el
primer escalón. Busco en mis bolsillos y enciendo el cigarrillo en mis labios.
Jamás imaginé tener una vista tan bella del espacio, de la luna, de la tierra.
La sed, el hambre, el tiempo ya no son una preocupación, pronto dejaré de
sentirlos. Me pregunto sobre todas las ocasiones que había pensado que la vida
es un gran payaso irónico que ríe a carcajadas mientras monta un triciclo
oxidado de llantas pinchadas de esperanza.
¿Qué
acontecería primero? ¿Se reventaría la burbuja de oxígeno que se había formado
desde hace quién sabe cuánto tiempo en aquel limitado territorio donde se
encontraba la peculiar habitación, los desdichados que me antecedieron, mi
minúscula corporeidad y existencia sobre el inmenso asteroide en el cual me
encuentro? ¿O vería la tierra más y más cerca, hasta sentir mi cuerpo
desintegrándose, convirtiéndose en polvo de estrella, ardiendo junto con mi
hogar, mi familia, mis amigos, los conocidos, desconocidos, ignorados, buenos,
malos?
¿Y
si el poder del disco me impide morir y los dioses a rayas me han preparado
otro sitio, con otras criaturas, no sin antes disfrutar verme convertido en el
jinete del apocalipsis, dueño del Armagedón de mi propia especie? El asteroide sigue
flotando, y con él, la negra habitación.
▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁
RAMSES YAIR AYALA M. (México, 1989). Egresado
de la Facultad de Arte y Diseño de la UNAM, tiene cuentos publicados en Fanzine Eterno Sopor #2 “¿Así que quieres ser escritor? Homenaje a
Bukowski”; Revista Fantastique #2 “Monstruos”; Revista Fantastique #4 "Ciencia
Ficción"; Compilado Fanzine Eterno sopor #3 “Narrativas de la ciudad”; Fanzine a
los muertos #2 y #3; Revista de terror y fantasía latinoamericana Nictofilia #2 "Horror erótico"; Revista Rojo Siena; Revista digital Letras y Demonios #2
"Terror y amor" y #5 "terror", Revista Palabrerías #4
"Inicios". Facebook:
Ryam Ayala / @r.y.mundodistorsionado
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