Si no está en tus manos cambiar
una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la
que afrontes ese sufrimiento.
Viktor
Frankl
A los seis años pensé que todo era
hablar en “efe”, jugar a tocar puertas o pensar que algún tesoro había escondido
en el último domicilio que estaba deshabitado. Creí en aquel entonces que el
dolor sólo podía provenir del llamado para entrar a casa para merendar y
perderme de la diversión, o bien, de la ida a la dentista (La Sra. Cuca era
nuestra vecina pero también estaba al tanto de nuestras dentaduras). Pero no,
el dolor vino embotellado de otra manera; un día mis papás se separaron y
empezó para mí otra manera de ver la vida, me convertí en una niña adulta o en
una adulta niña.
John
Keats llegó a escribir ¿No ves cuán
necesario es un mundo de dolores y problemas para educar nuestra Inteligencia y
convertirla en Alma? No, en aquellos años no lo entendí, quería que todos
los días, en todo momento hubiera felicidad y cuando me di cuenta de que la
vida no era así, fue como enfrentarme a una barda, una como esas que había
detrás de la casa y dónde yo contaba hasta veinte cuando jugábamos escondidas.
Vivimos
en un siglo XXI hecho vorágine, donde la tecnología arrebata nuestra existencia
a pesar de no desearlo, una era líquida —como ha escrito Z. Bauman— que se
escapa por cualquier agujero, donde hemos renunciado a hablar de los malos
momentos para mostrarnos felices, donde la enfermedad es silenciada con el afán
de evadirla y donde la individualidad secuestra a más de uno con tal de
sobrevivir en este espacio de concreto y de una mal llamada “modernidad”.
Llegar a
vivir a Acapulco resultó no grato, a pesar de que los que lean esto pudieran
creer que es una contradicción, pero no, no era turista, era una niña, luego
una joven que lidiaba entre la inseguridad y el relax de las instituciones
educativas. Tomé clases en una secundaria que habían reubicado donde antes
había sido una cárcel o un centro de detención, así que de manera literal, mi
aula había sido un espacio en donde habían estado presos algunas personas quizá
por algún delito y otros por no haber cometido ninguno; esto que seguimos
viviendo en todo el país.
Dolía
imaginar mi vida en otro espacio, quizá en eso ayudaron los libros… y ver a
Manolo todas las tardes leyendo alguna enciclopedia y comentarla conmigo y mis
hermanos con el único afán de ampliar nuestra mirada. A él le gustaba ver
entrar los cruceros a la Bahía de Santa Lucía desde la ventana de nuestra casa,
y nos decía que entendiéramos que El
dolor tiene un gran poder educativo; nos hace mejores, más misericordiosos, nos
vuelve hacia nosotros mismos y nos persuade de que esta vida no es un juego,
sino un deber[1],
yo no coincidía con eso, pensaba el por qué tenía que sufrir carencias, muertes
y hasta el abandono de mi padre, pero seguí viviendo, entre la sonrisa de mi
madre y su deseo de que fuera yo cantante. Nunca lo fui.
Nuestra
sociedad, en el territorio que sea, no está preparada para el dolor, esa
emoción que ha dado tanto que escribir a los escritores y que ha provocado
identificación con quienes les leemos. El dolor también se representa en los
espacios arquitectónicos: cementerios, hospitales, psiquiátricos y orfanatos
entre otros, no se encuentran cercanos a la población, muchos de ellos están
sobrepoblados y otros más son construidos en aquellos espacios territoriales en
donde no se les tenga tan visible; quizá tenga que ver con el temor o con la
firme decisión de no pensar que dentro de ellos hay seres humanos que sufrieron
o que mantienen un dolor que los arroja a una angustia constante.
Recuerdo
de Guy de Maupassant La cama 29, Carta al
padre de F. Kafka, La invención de la
soledad de Paul Auster, La mujer temblorosa
o la historia de mis nervios de Siri Hustvedt, El hombre es un gran faisán en el mundo de Herta Müller, Antígona Gonzáles de Sara Uribe, Cartucho de Nelly Campobello, Poemas del manicomio de Mondragón de Leopoldo
María Panero o No es el viento el que
disfrazado viene de Jesús Bartolo (escritor guerrerense)… tanto dolor en
páginas y páginas, dolores diversos, tantos como hay en este mundo, palabras
que no son siempre biográficas pero que arrojan el dolor cuando nosotros
leemos, y es ahí creo, que nos sabemos humanos, porque tan alejados hasta de
nosotros mismos ahí coincidimos que otros se duelen tanto o más que nuestro
espíritu, nuestro cuerpo o nuestra mente. El dolor en muchos casos es tan
inconfesable como la felicidad, cuando descansa podemos decir que se ha
enfrentado al miedo de ser abandonado por sus otras emociones.
Para leer:
Viktor Frankl. El hombre en busca del sentido.
Barcelona: Herder, 2004.
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[1] Mucho tiempo después investigué que esto lo había escrito un
historiador italiano, Césare Cantú.
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