Dedicado a Alejandro Apo
(Gracias por el pase)
A Nicoletti lo conocí en el café, como a tantos otros miembros de
esa tribu de solitarios de la cual yo mismo formaba parte. No constituíamos una
«barra del café». Nada de eso. Teníamos demasiados fracasos sobre nuestras
espaldas como para solazarnos en tertulias festivas, íbamos cayendo al
atardecer, y nos guarecíamos en las mesas oscuras de los rincones. En general
nos sentábamos solos, luego de saludar con unas cuantas inclinaciones de cabeza
a los otros fantasmas. Apenas de vez en cuando, y por motivos tan oscuros como
nosotros mismos, alguno se atrevía a incorporarse y acercarse a otra mesa. En
esos casos manteníamos conversaciones salpicadas de silencios. Eran charlas
triviales. A ninguno de nosotros se le hubiese cruzado por la cabeza incurrir
en confesiones sentimentales o narraciones desgarradoras. Éramos demasiado
prudentes y circunspectos.
De algunos de los miembros de la tribu nunca supe siquiera los
apellidos. En el caso de Nicoletti me enteré en una de esas conversaciones
anodinas que se dan al pasar. Si lo retuve luego fue, seguramente, porque con
él mantuve una conversación, una sola, que escapó a la regla general de furtiva
vaguedad que manteníamos en ese sitio. En realidad fueron dos conversaciones. O
tal vez una sola interrumpida por un largo intervalo de nueve o diez años.
En la primera ocasión Nicoletti me contó un sueño. No era para él
un sueño cualquiera. Se notaba en su relato. No tenía esa cosa disparatada,
anárquica, calidoscópica que tienen los sueños cuando uno los sueña, y que a la
mañana se disuelven en la lógica del café con leche. Para nada. El sueño de
Nicoletti era redondito, o casi. O todo lo redondito que se le puede pedir a un
sueño que sea. Primero sospeché que sonaba ordenado porque seguramente se
trataba de un relato manido una vez y otra de tanto contarlo. Pero luego
resultó que no. Nada de eso. Me confesó que era el primer tipo al que se lo
contaba. Lo relataba redondito porque lo soñaba redondito. Y lo soñaba
redondito porque lo soñaba siempre. No le pregunté cada cuánto lo soñaba. En
realidad no le pregunté nada. Lo dejé contar y terminar y callarse cuando
quiso. Ya bastante con salirnos así de nuestro libreto de todos los días.
El sueño empieza con Nicoletti a los siete, a los ocho años a lo
sumo. Lo sabe porque arranca siempre con la misma imagen: los zapatos
abotinados con la lengüeta rota y el agujero en la puntera. Los que la vieja le
ha dejado para jugar en el potrero de la calle Gorriti. No le van chicos porque
el cuero ha cedido y la horma se ha deformado. Y él tiene la precaución de no
mojarlos. Los cuida como a su vida. Y sabe que tiene ocho años porque a los
nueve al padre le saldrá un trabajo en Ensenada, y para allá se irán todos, y
no volverá a jugar en el campito de Gorriti. Y aunque esté soñando, ésos son datos
evidentes. Los chicos están todos. En el sueño escucha las voces de Chiche y de
González y de Palito, que gritan como descosidos pidiendo el pase. Nicoletti la
tiene en los pies, y el sueño sigue cuando levanta la mirada. Está de pie en el
mediocampo, o más bien en esa franja de tierra dura, pelada, sin asomo de pasto
que en Gorriti es el mediocampo. A tres metros lo tiene a Gomita y se la toca
al pie. ¿A quién otro? Si se entienden bárbaro. Si juegan juntos desde los
cinco. Si se conocen las mañas como si fueran siameses. Si Gomita, que le lleva
como tres años, lo ha invitado para los desafíos a la canchita del Arroyo,
donde juegan todos tipos de doce para arriba. Y todo porque le dice: «Vos me
entendés, Nicola, vos me entendés. Yo con los demás no sé, pero con vos te la
tiro sin mirarte y sé que estás». Y Nicoletti va y juntos hacen estragos.
Porque los otros tienen que mirar para jugar y ellos no. Por eso los pibes
grandes del Arroyo no dicen nada de que él vaya a jugar ahí aunque sea flaquito
y tenga solamente ocho.
Pero en el sueño están en Gorriti, porque detrás de Gomita,
Nicoletti ve perfectamente la pared del corralón, y el alambrado roto, y eso
está en Gorriti y en ningún otro lado. Y apenas se la toca a Gomita, Nicoletti
sale corriendo por el lateral izquierdo porque sabe que Gomita se la va a poner
ahí. Y al instante allí nomás va la pelota. Y ahí es cuando gritan los otros,
pero Nicoletti no les lleva el apunte. ¿Cómo se la va a tirar a Chiche, o a
Palito, o a González, si son una jauría de perros? No, hay que esperar a que
Gomita se le acerque y tocársela al piso y cortita. Ahí está, eso. Pero justo
entonces es cuando el sueño se empieza a poner raro, o mejor dicho cuando
empiezan a pasar las cosas propias de los sueños. Porque en la canchita de
Gorriti, apenas hecha la pared con Gomita, Nicoletti tiene que correr cinco
metros y está dentro del área. Pero en el sueño no. Nicoletti corre como win
izquierdo, pero la cancha se agranda hacia adelante y alcanza una dimensión
interminable. Y la línea del costado no es un simple invento: existe y está
pintada rectamente de cal, no como en Gorriti que se termina más o menos a ojo
contra los yuyos altos. Y en medio de su extrañeza Nicoletti levanta los ojos y
como siempre Gomita se la tira bien abierta, pero Gomita está raro, parece más
grande. Y Nicoletti piensa que por qué, si tiene que tener once como hace diez
segundos cuando armaron la pared en el mediocampo. Debe ser la camiseta. Un
momento: ¿qué camiseta? Si Gomita juega con una camisa a cuadros naranjas y
rojos si es verano, y con una polera negra si es invierno. Pero es así nomás:
Gomita tiene puesta una camiseta de esas que usan los profesionales y que en
las láminas aparecen pintadas a color.
Nicoletti no entiende, y no entender lo pone nervioso.
Mecánicamente recibe la bola y se distrae porque el marcador que sale a
atorarlo también está vestido «en serio». Igual devuelve la pared de memoria.
Pero es una memoria rara, porque para tirarla a la medialuna del área (que
también está pintada) tiene que mandar un pelotazo de veinte metros que le baja
en el pie a Gomita, pero que es la mejor prueba de que la canchita de Gorriti
no puede ser nunca, porque ahí semejante zapatazo termina sí o sí en las cañas
que crecen del lado del corralón. Nicoletti sigue la rutina: encara por el
lateral hacia el fondo, porque si Gomita tiene tapado el tiro al arco, se la
volverá a tirar a él casi en la línea de meta. Pero el asombro lo puede: del
otro lado de la línea del costado hay gente. Sí, gente mirando. Y no los pibes
grandes que piensan adueñarse de la canchita apenas junten los dos o tres que
les faltan para armar los equipos. A Nicoletti le cuesta calcularlos porque
están de pie, encimados, pegados al alambrado porque también hay alambrado.
Están en una tribuna. Nicoletti escucha sus gritos y vuelve a ponerse en
movimiento. Ya casi ni se asombra de que en el córner haya un banderín: a esa
altura del sueño, Nicoletti ya ha asumido que está en una cancha de veras. Es
por eso que el tipo que ahora corre a la par de él es tan alto como su hermano
Carlos, el mayor, y la forma en que lo codea y lo pechea no tiene nada que ver
con la que usan los pibes en Gorriti, ni siquiera los más duros. Inseguro,
Nicoletti levanta los ojos y lo ve a Gomita, que lo sigue con la vista como si
nada. Pero no puede ser, porque Gomita ya tiene cara de tipo grande, de tener
como veinte, como treinta años, y por eso entra al área como lo que es, o como
lo que va a terminar siendo (Nicoletti ya no sabe juzgar hacia dónde se ha
disparado el tiempo): un jugadorazo de Primera División, por eso la cancha, por
eso las tribunas, por eso los carteles de Ginebra Bols atrás de la línea de
fondo.
Nicoletti empieza a agitarse. ¿Son los nervios de no entender nada
o el esfuerzo de correr con ese grandote encima? Es angustia. La angustia de no
saber qué está haciendo en semejante sitio. Porque Nicoletti sabe que él nunca
va a jugar en Primera. Y que el último partido con Gomita lo van a jugar en el
Arroyo, la víspera de que él se vaya a Ensenada para siempre. Por eso la
desesperación. Porque todo el mundo espera que él llegue al fondo y tire el
centro para la palomita de su amigo, como toda la vida. Y por eso Gomita
levanta ya el brazo desde el
área: para que él lo vea en el tumulto de camisetas blancas y se la ponga en la
sien derecha, como es costumbre. ¿Pero cómo? ¿Cómo él, Nicoletti, que nunca va
a ser nadie, se la va a tirar a Gomita? Porque a esta altura Gomita ya no es
Gomita. Es Roberto «Gomita» Meneguzzi, centroforward inolvidable del fútbol
argentino y europeo, tricampeón en nuestro suelo y quíntuple monarca del scoring italiano, como dirán desde entonces
los locutores de Sucesos Argentinos en la matinée de los cines. Por eso
las camisetas y el estadio. Por eso los carteles de Bols y el energúmeno ese
que lo agarra una vez y otra aun que él porfíe en seguir quién sabe para qué o
para dónde.
Nicoletti llega al fondo, por fin, de esa cancha interminable. En
medio de su desasosiego, conserva algo de su intuición futbolera. En lugar de
frenar y recibir la embestida del zaguero, toca suave, muy suave, con el
empeine del zapato derecho hacia adentro. El tipo viene tan embalado que se
come el caño y se pasa de largo. En otro momento Nicoletti hubiese festejado
semejante lujo: pero no puede porque tiene que buscar a Gomita. Ahí está, en un
pantano de camisetas blancas, levantando el brazo y gritándole como un
enajenado. Pero Nicoletti tiene miedo de no llegar con el pelotazo. Le falta un
mundo para el borde del área, y otro desde allí hasta el punto del penal donde
está parado Gomita, que no es Gomita, sino Roberto «Gomita» Meneguzzi, el
inolvidable artillero. Y a semejante gloria no puede tirársele un pelotazo
impresentable. Porque tiene que ser gol. ¿Para qué está esa gente en la
tribuna? ¿Para qué se han juntado como cinco fotógrafos detrás del arco? ¿Para
qué van a salir los diarios mañana, sino para relatar la gloria del ídolo; y
para que miles y miles de porteños admiren esa foto de Roberto Meneguzzi
suspendido aún en el aire, mientras el epígrafe relata «la manera en que el
infalible scorer argentino agrega otro cintillo a su
casaca victoriosa, al conectar de palomita un centro disparado desde el lado
izquierdo»?
Nicoletti suda. Las piernas le pesan como plomos. Como en esas
pesadillas en las que hay que pegarle a alguien y uno no puede levantar los
brazos. Pero todo es real. Porque los chasquidos de las cámaras y los rugidos
de la tribuna y los gritos de Gomita se escuchan perfectamente. Y por eso
Nicoletti no puede quedarse ahí, porque uno de los centrales se le viene al
humo. Por un instante piensa en hacer la personal, la heroica: tirar otro caño
con el pie derecho y seguir avanzando por la línea de fondo. El back central le
deja cierto ángulo porque espera que tire el centro, y no que intente por
afuera. Pero no, imposible, ¿cómo hacer semejante imbecilidad teniéndolo a
Roberto Meneguzzi, ídolo perpetuo también de la península itálica, a los gritos
en el área pidiendo la bola para definir el asunto? Por eso Nicoletti encara
hacia adentro y esconde el balón para que el central no pueda arrebatárselo. Ha
dudado demasiado, no puede lanzar ahora: el cuerpo del zaguero está encima.
Nicoletti sufre. Intuye, antes de verlo, que el marcador que lo ha seguido por
la raya viene a apurarlo por detrás. Son demasiado grandes, demasiado duros,
demasiado rápidos. Engancha de nuevo hacia el lateral para esquivarlo. Pero
ahora tiene a dos marcadores que lo separan de su cometido. Si tirar el centro
antes era arriesgado, intentarlo ahora es inútil. Nicoletti la mueve en el
lugar, esperando que alguno de los dos se coma el amague y le deje un
intersticio. Pero es inútil. Estos tipos saben pararse. No se tumban al primer
quiebre. Uno no se los saca de encima amasándola bajo la suela. Y encima los
gritos de la gente. ¿Cómo no van a estar impacientes? ¿Cómo no van a estar
apurándolo? Si en el área aguarda uno de los cinco más grandes artilleros del
fútbol argentino de todos los tiempos. Pero Nicoletti sufre sobre todo por
Gomita. ¿Cómo le va a faltar así el respeto? En Gorriti vaya y pase. ¿Pero acá?
Imposible. No, siendo una celebridad. No, con toda esa gente lista para
ovacionarlo.
Nicoletti tiembla. Porque cada vez se enreda más con el balón.
Segundo a segundo, esos dos mastodontes lo llevan más hacia la raya. No hay
modo. No hay manera de darse vuelta. Y Nicoletti se arrepiente de no haber
tirado de entrada. Así, sin mirar, pero sin perder tiempo. Porque a esa altura Nicoletti
sabe que ese centro no lo va a tirar nunca. Por eso Nicoletti sufre y se
desespera. Porque tiene tiempo de pensar, mientras aguanta las patadas que los
otros dos le propinan en los tobillos para que largue de una vez la pelota, que
al final él es un enano, que no se merece estar ahí, que no tiene derecho a
tirar una pared con Roberto «Gomita» Meneguzzi. Nicoletti se siente un ingrato,
porque el ilustre centrodelantero, teniendo un montón de compañeros alrededor,
decidió obsequiarle a él el privilegio de armar la jugada juntos, y él es
incapaz de devolverle un centro más o menos como la gente.
Cuando la angustia empieza a transformársele en llanto, Nicoletti
acaba por despertarse. Está sentado en la cama empapada de sudor; jadeante en
la oscura sobriedad de su cuarto de soltero eterno. Se incorporará, encenderá
la luz para ahuyentar a sus fantasmas y tomará unos mates. Para el caso da
igual. Al día siguiente, o al otro, la próxima semana a más tardar, soñará lo
mismo.
Creo haber dicho más arriba que no interrumpí a Nicoletti con
pregunta alguna. Lo dejé decir, a sabiendas de que no esperaba reacciones de mi
parte. Tomamos el café, hicimos silencio, y al fin nos despedimos. El hombre
tardó una década en volver sobre el asunto. Lo hizo sin preámbulos. No se
detuvo a refrescarme la memoria. Supongo que en el bar estamos acostumbrados a
evitarnos urbanidades superfluas. Esa es una de las ventajas de nuestras vidas
vacías. Me dijo que la noche anterior le había ocurrido algo con el sueño. En
realidad creo que dijo «su» sueño: como si ese sueño recurrente fuera su única
y terrible pertenencia o su tesoro más encomiable, o ambas cosas a un tiempo.
Sería vano negar mi curiosidad. Sus ojos y su voz despedían una luz que yo
jamás antes había advertido. Estaba extático, distinto, inmensamente asombrado.
Me repitió el relato desde el principio. Pero cuando llegó a la parte del
banderín del córner se detuvo.
De nuevo está inmóvil con la pelota en los pies. De nuevo las
piernas le pesan como plomos. De nuevo el marcador central sale a atorarlo a la
carrera. Y de nuevo levanta los ojos hacia Gomita, que naufraga, brazos en
alto, en medio de aquel mar de camisetas blancas. Pero esta vez, esta única
vez, esta primera vez en cincuenta y cinco años, el sueño es más claro, es muchísimo
más preciso. Cuando Nicoletti levanta la mirada enfoca directamente a la cara
de Roberto «Gomita» Meneguzzi, el mejor centroforward de la Liga italiana en la
década del 40, y ve con claridad sus ojos y sus labios. Lo escucha (porque
todos los demás sonidos se acallan súbitamente) cuando le dice: «Para vos,
Nicola, jugála para vos». Nicoletti duda. Es como si en el propio sueño
estuviese ya acostumbrado a la rutina del sueño. Por eso vuelve a demorarse y a
mirarlo fijo. Pero es cierto: Roberto «Gomita» Meneguzzi le insiste que sí, que
dale, Nicola, por lo que más quieras, jugatelá, hermanito, jugatelá. Y por eso
Nicoletti, cuando en el sueño le toca cubrir el balón y ponerse de espaldas al
arco para protegerlo, cambia el libreto para siempre y encara. Por única vez en
cincuenta y cinco años, desde que lo soñó por primera vez en su piecita de
Ensenada, Nicoletti toca con otra caricia del pie derecho e inclina el cuerpo
hacia la izquierda para que el back no se lo lleve puesto. Segundo caño. Tal
vez ese ruido que se escucha es la gente en la tribuna, que aprecia ese doble
túnel memorable. Pero no tiene tiempo de detenerse a pensarlo.
Nicoletti va lanzado hacia la valla. Apenas tiene ángulo. Con la
zurda la aleja de la raya porque desde ahí el arco no existe, es apenas una
línea vertical, un caño blanco con una red colgada al costado. Piensa qué bueno
esto de jugar en una cancha con las líneas pintadas. Porque en Gorriti hay que
adivinar cuando uno ya está cerca de la nieta. Acá no. Acaba de cruzar la línea
del área grande y un poco más allá está la del área chica. Parece mentira lo
fácil. Porque ahora el toque de zurda lo deja a metro y medio de la línea de
fondo, y el arquero lo enfrenta medio encorvado y tapando casi todo pero no
todo; y si la tira de chanfle al segundo palo seguro que se la saca, pero como
eso es lo que el tipo está esperando a lo mejor, quién sabe, si le pega de
puntín con la derecha capaz que la pelota sale como una flecha y se clava a
media altura entre el arquero y el palo.
Nicoletti tiene miedo. Pero ya no teme fracasar ante el destino,
sólo teme despertarse. Salirse de su sueño antes de poder ponerle fin después
de cinco décadas de impotencia. Igual no se apura. Sólo cuando está seguro
sacude un derechazo temible con la punta de su dedo gordo y ve la pelota que
sale como si le hubiesen trazado la trayectoria con regla, y la ve finalmente
colándose por el agujero quirúrgico que queda entre el palo y el muslo del
arquero.
Nicoletti siente la tentación de tirarse al piso a disfrutar de
cara al cielo ese momento sublime. Pero el sueño puede terminar en cualquier
momento y debe apresurarse. Necesita buscarlo a Gomita. No sabe para qué, pero
en el sueño sabe que eso es lo que necesita. No tiene que buscar demasiado.
Gomita corre hacia él y le pega un abrazo como nunca. Nicoletti se afloja y
llora, y escucha en el oído las palabras de su amigo: «Por fin, Nicola. Por
fin. Hace años que espero que mi sueño termine con este golazo, y hoy por fin
me hiciste caso». En su sueño, Nicoletti da un respingo: «Pero… ¿cómo?, ¿vos
también?…», alcanza a preguntar. Pero apenas Gomita amaga con mover
afirmativamente la cabeza, su imagen se desintegra y el sueño se extingue
abruptamente. Nicoletti se incorpora en la cama. No está sudada. No toma mate
ni enciende la radio. Decide salir a la calle para calmar su asombro y su
maravilla. Deambula por ahí toda la mañana y termina recalando en el café. Me
cuenta que está contento, se corrige y me dice que está feliz. Yo, turbado,
guardo silencio. El agrega que tiene la esperanza de que, en el futuro, este
sueño nuevo reemplace al anterior.
Luego, callados, bebimos el café. Yo no sabía qué decir y él no
parecía necesitar mis palabras. Salió del bar temprano. Me explicó que quería
caminar otro rato antes de acostarse. Sentí la frenada y un tremendo ruido a
fierros rotos. Venía de la esquina de Corrientes. «El 67», me dije. Salí con
los otros. Nos movía menos el interés que la inercia. Cuando vi que era
Nicoletti me entristecí de veras. Supongo que a algunos de los otros les pasó
lo mismo.
En los días siguientes dediqué largos ratos a pensar en los sueños
de Nicoletti. Las escuetas obsesiones de ese pobre hombre me ofrecían la
extraña alternativa de escapar por un rato de las mías. Volvía, de hecho, sobre
ese cambio postrero, ese desenlace repentinamente distinto. ¿Por qué en ese
momento? —me preguntaba—. ¿Por qué después de cinco décadas de suplicio,
Nicoletti encuentra puertas nuevas en su laberinto viejo? La respuesta me
llovió por casualidad, supongo. Una semana después del accidente se publicó la
noticia en Buenos Aires. Yo la leí en la sexta; no era el título principal,
pero le habían dedicado un buen espacio. En una clínica de la ciudad de Turín,
a los setenta y dos años de edad, acababa de morir quien fuera «una de las
máximas glorias futbolísticas a ambos lados del Atlántico: Roberto Meneguzzi,
uno de los más grandes delanteros de las décadas del 40 y el 50, tricampeón en
Argentina y quíntuple goleador del campeonato italiano».
Y ahí sumé dos más dos y me dio cuatro y estuve a punto de
maravillarme. Pero después me di cuenta de que ya no me da el cuero para
semejante despliegue de emociones.
Sacheri, Eduardo. Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000).
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