RESEÑA Nueva tierra, de José Antonio Íñiguez | Alejandro Chirino



Contrario a otros géneros poéticos tradicionales de Japón, el haiku ha gozado de fama y éxito entre los poetas occidentales desde su introducción a finales del siglo XIX en Europa, y en América esto no ha sido distinto. Debemos la introducción del haiku en español a José Juan Tablada, gran poeta mexicano y uno de los padres de la lírica mexicana moderna, y a Octavio Paz la popularización de los maestros japoneses, gracias a la traducción, junto con Eikichi Hayashiya, de Sendas de Oku de Matsuo Bashō. El más nuevo miembro de esta genealogía de poetas mexicanos interesados en el haiku es José Antonio Íñiguez (1991), poeta quintanarroense, que publicó la colección de haiku Nueva tierra bajo el sello de Ediciones O.
Nueva tierra es un volumen brevísimo, de apenas cincuenta haiku, dividido en tres secciones de quince, quince y veinte poemas. Pero su longitud no demerita la calidad de los versos ni tampoco merma el considerable objetivo que Íñiguez plantea con este poemario: la “modernización” del haiku tradicional mediante una nueva estética del haiku mexicano. En el contexto japonés, el haiku ha sido renovado con anterioridad, en especial a partir de la era Meiji (1868-1912), cuando Japón terminó su aislamiento y abrió sus puertos a los países occidentales. Masaoka Shiki (1867-1902), uno de los cuatro grandes maestros del haiku, fue el primero en abogar por una renovación del haiku, alejándose del temperamento religioso de Bashō. Debemos nombrar también a Taneda Santōka (1882-1940), monje zen errabundo como Bashō, quien optó por un haiku en verso libre en lugar de la forma clásica de 5-7-5 moras. Íñiguez también continúa esta línea de poetas que buscan una nueva forma de expresión en la poética de sus tiempos; pero en este caso cabe preguntarse si el poeta mexicano es exitoso en su cometido.
Todos los elementos del libro dan cuenta de esta búsqueda de una nueva poética: el título, el epígrafe (un haiku precisamente de Shiki sobre el Año Nuevo) e incluso el hecho de que se haya publicado el primero de 31 de diciembre de 2017. David Anuar, también poeta quintanarroense, en su prólogo celebra el libro de Íñiguez “como una especie de homenaje a la historia del haiku y, como buen poeta, Íñiguez pareciera insinuar que toda innovación poética está indisolublemente ligada a la tradición, pues ésta siempre —aun siendo negada, aun siendo polvo— permanece viva en el corazón de la novedad” (10). No se equivoca en sus dos aseveraciones. Sin embargo, Nueva tierra es una colección irregular, con algunos haiku buenos y otros, los más, pobres, ya sea en sus imágenes, ya en su ritmo o en su realización como haiku. El prólogo de Anuar, aunque presenta un buen juicio sobre los temas y la técnica de Íñiguez, en algunas ocasiones erra en su apreciación del haiku como género. Esto es una grave flaqueza, pues el prólogo puede establecer el tono de la lectura para los que lleguen a este libro y al haiku por primera vez, y si el prólogo parte de malentendidos entonces la interpretación del lector también partirá de ellos.
Si me detengo en el prólogo de Anuar es porque éste ejemplifica la situación del haiku en México de mejor manera que los haiku de Íñiguez. Anuar tiene cierto conocimiento del haiku como género, como lo evidencian el uso correcto de término kigo, palabra que denota una estación del año y da estabilidad estructural y temática al haiku por la carga de significación simbólica y cultural que trae consigo (pensemos en la flor de cerezo en primavera para los japoneses, o la flor de Nochebuena en invierno para los mexicanos). A pesar de esto, no estoy seguro de que Anuar tenga un entendimiento del haiku como género o del kigo en la práctica. Íñiguez tiene buenos haiku donde el kigo es evidente y funciona como tal:

Es año nuevo:
en casa todos brindan
y el perro duerme (21)
No sabe el árbol
si cantar o dar frutos.
Tarde de marzo. (41)

“Año nuevo” y “frutos”/“marzo” funcionan como los kigo en los haiku anteriores: nos remiten a un contexto estacional claro que sostiene al haiku y a la idea central del eterno flujo del tiempo que muere y se renueva infinitas veces. Sin embargo, Anuar menciona en su prólogo que “las dos primeras secciones [del poemario] están cifradas en kigos estacionales” (7), pero esto es un error. “Tiempo de lluvia” y “Solares”, las dos primeras secciones, apenas tienen haiku con kigo que remita a una estación o a un tiempo del año de manera clara (los dos anteriores son ejemplos claros de esto en cada sección, respectivamente). En efecto, como apunta Anuar, el léxico en ambas secciones nos remite a sus títulos, de suerte que en “Tiempo de lluvia” se privilegia la imagen acuática, y en “Solares” la del viento y el fuego. Pero esto no significa que estas imágenes sean kigo estacional, o que las palabras generales como “lluvia”, “arroyo”, “cielo” y “aceite” conduzcan a la sensibilidad del mexicano a una fecha específica. No son kigo, aunque pretendan funcionar como tales, sustituyendo el kigo por símbolos generales que dan cohesión temática a las secciones del poemario, pero que difícilmente pueda decirse que funcionan como kigo. (Cabe mencionar que no es necesario que un haiku tenga kigo, pero si pretende tenerlo debe ser claro y no tangencial o vago, como en los haiku de Íñiguez).
Por otro lado, Anuar escribe que en la tercera sección, “Nueva tierra”, hay una suerte de “kigo epocal”, pues “si el kigo tradicional marcaba el tiempo en su dimensión cíclica (las estaciones del año), el kigo epocal pone el dedo sobre la cualidad sincrónica del tiempo, al enfatizar lo que hace especial a un momento histórico, a una época” (8). Si bien esto puede considerarse un intento de innovación por parte de Íñiguez, Anuar nuevamente entorpece la lectura del poeta al querer enfatizar la mera novedad superficial sin entender la tradición que la respalda, y en realidad le adjudica el “kigo epocal” a poemas que no lo tienen.
Un poeta que escriba haiku debe conocer la naturaleza que le rodea en su momento espacial y temporal. Sería señal de ineptitud que, por ejemplo, un mexicano escribiera sobre las flores de cerezo y el monte Fuji en un haiku si jamás ha estado en Japón y sólo lo hace para sonar japonés. Del mismo modo, sería ridículo que un japonés quisiera escribir haiku sobre la flor de cempasúchil, el volcán Popocatépetl o la Pirámide del Sol si nunca las ha visto en persona ni comprende el valor cultural de cada una en el imaginario mexicano. Cuando Anuar habla de “kigo epocal” se refiere a una palabra que apunta a la vida moderna de la urbe, como “llanta”, “televisión” o “camión”. Sin duda, ni Bashō ni Chiyo hubieran podido escribir sobre ninguna de esos objetos, pero la razón es muy sencilla, como todo en el haiku: porque estas cosas no existían en ese entonces. La innovación de Íñiguez, según Anuar, es, nada más y nada menos, que hablar de su tiempo usando imágenes de su tiempo. Justo como todos los demás haijin, tradicionales o revolucionarios, hicieran en sus épocas. Las imágenes cambian porque el mundo cambia; no hay, en realidad, mayor explicación. Ni tampoco es novedoso cuando cientos de haijin alrededor del mundo, por lo menos desde Shiki, ya han abordado el panorama de la modernidad en el haiku.
Después, Anuar menciona que la tercera sección tiene una aproximación del haiku hacia aquello que, según el prologuista, “a veces se ha dado en llamar haiku urbano y haiku existencial” (9). A uno le gustaría saber quién o quiénes le han llamado así y dónde. El haiku no desdeña la escena urbana, los automóviles, las grandes construcciones de acero y concreto o el gran bullicio de la gente. Todo eso el haiku acepta y celebra, incluso combinando un elemento natural con uno urbano:

¡Dichoso el viento!
A mitad de la colina
traspasa una cerca eléctrica (70)

Pero decir que existe un “haiku existencial”, insinuando que es un tipo establecido y cultivado, es, por lo menos, dudoso. ¿De qué se está hablando realmente? Un “haiku existencial” parecería insistir en el yo del poeta y en la angustia sobre la existencia como el centro del poema. Calificarlo como “existencial” impone un prejuicio filosófico y estético occidental que pretende sustituir al japonés en lugar de crear una amalgamación o una tercera corriente. En otras palabras, parece nombrar a un poema occidental que aborda preocupaciones occidentales pero cuya forma es accidentalmente japonesa. Ni siquiera se podría llamar así a los haiku de Shiki y de Santōka, quizá los dos haijin más importantes que tienden a lo “existencial” en sus obras.
El haiku desdeña lo intelectual porque obstaculiza y filtra la inmediatez de la experiencia directa. Parecería que un “haiku existencial” se concentra enteramente en una duda de carácter intelectual, lo que en efecto lo descartaría como haiku. No obstante, al menos uno de los mejores haiku del poemario desarrolla este tipo de cuestionamiento, esquivando el estorbo del intelectualismo de manera sutil:

Crece el arroyo.
Tras su paso lleva hojas
¿adónde? ¿Adónde? (32)

El modo interrogativo hace obvia esta preocupación y además diluye la persona del poeta como agente, situándolo como un observador del mundo. Este es un aspecto central del haiku. El “yo” del poeta pasa a quinto plano; nunca debe ser el centro del buen haiku, pues impide la contemplación del instante y de la realidad profunda de las cosas. Lamentablemente, más de una vez Íñiguez cae en la impericia tramposa del poeta occidental que escribe haiku, de filtrar el mundo a través de su persona en lugar de hacer comunión con él. Así, encontramos haiku como los siguientes, donde la presencia del yo del poeta entorpece el ritmo y la imagen del poema:

Ya volverás
a llover, triste nube.
Siempre volvemos. (35)
¿Sólo por néctar?
El colibrí por ego
mira la flor. (43)

La nube no necesita ser descrita como triste para transmitir tristeza, mucho menos usarse como pretexto del poeta para expresar la suya. El segundo haiku es todavía peor, pues el poeta es un observador pero no puede evitar dar su opinión sobre el objeto contemplado, obstaculizando la imagen por hacerla absurdamente humana.
Íñiguez sufre el problema del poeta de haiku que no sabe cuándo dejar de escribir. La estética japonesa, de la que parte el haiku, es una de silencios y de sombras. La verdadera naturaleza de las cosas se vislumbra en esos espacios en blanco, no en lo explícito. La imagen se debe sostener por sí sola, sin necesidad de opiniones ni explicaciones por parte del poeta. Dos instancias en las que Íñiguez podría eliminar el último verso o sustituirlo por uno menos burdo son las siguientes:

Copos de nieve
en las ramas de un pino.
Eso es glamour. (22)
Por un instante
 el sol abre una nube.
Dura batalla. (34)

Parece superfluo tener que decir lo absurdos que suenan estos haiku. No tiene que ver con las imágenes (una batalla) o con la elección de palabras (glamour): es la ofuscación del poema por que el poeta necesita generar una impresión al describir opinando, en lugar de permitir que la imagen hable por sí misma. Pensar que esto puede ser una nueva poética mexicana del haiku es absurdo cuando simplemente es un ejemplo de haiku escrito por un occidental principiante.
En la última sección este problema se hace más patente. Íñiguez adopta un patrón de composición en el cual describe una imagen que gira en torno a un concepto abstracto que sirve de remate o apertura:

Por pura estética,
un hombre corta un árbol
en la avenida. (64)

¿Piedad humana?
En la mano de una novia
rosa cortada. (65)

¿Sabiduría?
El viento hojea de pronto
un libro abierto. (68)

Mordacidad:
en el monumento a la patria
mierda de pájaro. (71)

Frente a la cámara
posa una novia con un ramo de flores.
Exuberancia. (72)


La torpeza de los anteriores haiku se agrava por el uso de abstractos como “exuberancia”, “mordacidad”, “sabiduría”. Las imágenes antes y después de estas palabras ya exponen lo que el poeta describe después. La reiteración explicativa es completamente innecesaria, ralentiza el ritmo natural de los haiku e incluso parece que admiten poca claridad y la necedad del lector al tener que explicar qué significa la imagen central del poema La consecuencia de esto es que dejan de ser haiku excepto superficialmente, a pesar de que parten del entendimiento tradicional del haiku. Ahí están las imágenes, ahí está el instante y la naturaleza, pero falta el silencio, la sutileza, la compasión verdadera. Todo eso es fundamental para el haiku, y ninguna mínima “innovación” como el “kigo epocal” o la imagen urbana-existencial puede sustituirlo.
Pero estaría mintiendo si dijera que Nueva tierra es un mal poemario. Creo con fervor que mil páginas de poesía pobre valen si entre ellas se encuentra un solo gran verso. Y en este volumen hay más que eso. Íñiguez escribe sus mejores haiku cuando no pretende innovar, cuando la sinceridad de sus imágenes viene de la inmediatez de la experiencia y la verdadera unión con la naturaleza:

Rumor de hojas:
sobre mi hamaca sueño
que surco el mar. (44)

¿Qué busca el sol
entre las ramas secas?
Perdón, tal vez. (47)
Ladran mis perros:
entre la lluvia un trueno
que nadie escucha. (30)
Sobre el estanque
nada una hoja reseca,
¿o surca el cielo? (27)

Por otro lado, un lector ávido de haiku reconocerá en algunos de los de Íñiguez ecos y reescrituras de Bashō e incluso de José Juan Tablada. Esto no debería tomarse como un caso de plagio literario; en la tradición literaria japonesa este tipo de reiteraciones son una forma de diálogo entre poetas y periodos poéticos. De hecho, mediante estos préstamos y reescrituras es como los haijin antiguos mostraban la innovación de su poética. A continuación coloco del lado izquierdo el haiku de Íñiguez y de lado derecho el haiku en el cuál se basó:

Frío en la costa:
cada garza en el muelle
es un por qué. (28)

Al lago, al silencio, a la sombra,
todo candor el cisne
con el cuello interroga…
               (José Juan Tablada, Un día…)

Nunca es tan cierto
el rayo a la distancia
si no lo escucho. (24)

Viendo un relámpago
quienquiera que no entienda
es admirable.
              (Bashō, trad. Fernando Rodríguez-Izquierdo)

Quieta la rana
al borde del estanque.
¿Espera a Basho? (27)
Un viejo estanque;
al zambullirse una rana,
ruido de agua.
             (Bashō, trad. Fernando Rodríguez-Izquierdo)

Estos haiku demuestran el entendimiento que Íñiguez, en efecto, tiene de la tradición del haiku japonés y mexicano. Tal vez le faltó ser más audaz en su reescritura del haiku la rana y menos oscuro en la del rayo, pero Íñiguez es un verdadero hijo de Tablada y de Bashō, y quizá por eso es que intenta separarse de su influencia.
Nueva tierra, aunque no logra alcanzar el alto objetivo que se propone, es una colección de haiku buena con grandes ejemplos del género. El breve prólogo de David Anuar ofusca y enrarece la lectura el poemario en lugar de ayudar al lector, y es fácilmente prescindible. Íñiguez tiene conocimiento y entendimiento del haiku, su tradición y la necesidad de una poética del haiku mexicano. Sin embargo, en su búsqueda se tropieza constantemente por buscar caminos novedosos e impresionantes en lugar de dejar que el camino mismo lo conduzca. Estos haiku no abren sendas a tierras nuevas, pero el poemario puede ser una buena introducción al género para un lector no familiarizado. Si los haiku logrados de Nueva tierra son ejemplo de la capacidad de Íñiguez, considero que es una promesa del haiku mexicano, y con un poco más de reflexión espiritual y poética podría alcanzar el objetivo que se propuso con este poemario.

Íñiguez, José Antonio. Nueva tierra. Ediciones O, 2017.

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ALEJANDRO CHIRINO nació en la Ciudad de México en 1994. Estudió Letras Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Escribe cuento, ensayo y haiku, y ha sido publicado en revistas literarias como Marabunta, Página Salmón y Revista Kaleido.

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