Al
descender las escaleras de caracol cerró la puerta y se detuvo un momento
frente a su casa. Sin duda terminó un trabajo que no le gustaba del todo. El
contraste nacarado de los azulejos flotaba en la pupila magnética de este
pintor de frente amplia y caóticas arrugas en el rostro. En su memoria, una
tela sujeta al caballete y que todavía no tocaba, distraía su atención. Quiso
regresar al lienzo, pero el tiempo le exigía cobrar sus honorarios.
Los pasos del pintor aumentaron de manera
automática y su ritmo cardíaco se aceleró. El camino, los árboles, las aves
estaban en peligro de desaparecer, de perder su color, su gracia, su silueta.
Intuyó respuestas a lo que sucedía frente a él, pero no descifró significado
alguno. El brazo borraba con violencia el paisaje y gobernaba con su propio
lenguaje: el movimiento. Una dosis de adrenalina le ayudó a saltar al arbusto
más cercano. En intervalos de tiempo cortos, su cuerpo temblaba y la piel de
los antebrazos enrojecía. Hipnotizado, observó cómo desaparecían del camino los
objetos, las personas y los animales. Aunque no completamente. Había animales
sin una pierna, postes de luz mutilados, gente con el rostro desvanecido, vio
gatos sin cola y aves sin cabeza. No había ruidos ensordecedores, ni
gritos entre las víctimas. Impulsado por una fuerza invisible saltó de los arbustos
y se dirigió a cobrar sus honorarios. Asustado, resbaló y cayó varias veces. El
cuadro en sus manos claramente era un estorbo pero se aferró más a él, con la
fuerza de un animal que atrapa a su presa y la lleva en el hocico. El papel que
envolvía el cuadro se rompió por el vaivén de las caídas. La imagen que varias
noches le mantuvo encerrado en su taller ahora era distinta. Las caídas habían
modificado el cuadro. La imagen se asomaba en pequeños orificios geométricos e irregulares.
Le causó asombro enfrentarse a las diminutas líneas asomadas por los
agujeros. Anonadado, caminó con dificultad pero dócil al movimiento de sus
piernas. Llegó hasta un restaurante, y entró gritando: “¡Un enorme brazo
desaparece lo que toca!” —No hagas escándalo —dijo un joven de aspecto
impasible.
Un calambre avanzó hasta sus brazos y se
incrustó en la punta de los dedos. El joven impasible tapó su boca y lo tumbó en
el suelo. Le susurró que dejara los juegos y mostrara su educación;
si es que la tenía. Entre parpadeos, vio a las personas del restaurante como
pulpos alrededor de su cuerpo. La reminiscencia del brazo en el cielo ahogó el
poco raciocinio que le quedaba. Apretó sus párpados lo más fuerte que pudo, sin
mover sus extremidades que estaban a merced de los moluscos.
—Los
signos vitales son normales— aseguró una muchacha.
La visión del brazo asesino llevándose
el restaurante con saleros, menús, comensales, muchachos impasibles y pulpos,
le alborotó la sangre y los sentidos. Esta vez no pudo correr. Creyó unir sus
manos en una acartonada plegaria y perderse en un letargo. El mundo conocido
gracias al color de sus pinceles, frente a un lienzo desbordado de visiones
impronunciables, era el aliciente que le mantenía con vida. Los movimientos de
un pincel que todavía no tocaba y las líneas que todavía no trazaba inundaron
el lado de adentro de sus párpados.
—Tráiganle un poco de agua— ordenó un
anciano.
"Aparecí en un cuarto blanco, inmenso, lleno
de palabras flotantes. Los edificios y avenidas, la casa de mi infancia, las
puertas y ventanas, los semáforos, el taller y las cebras en el pavimento… todo
estaba ahí en forma de palabras. Después de dialogar conmigo mismo sin precisar
cuánto tiempo lo hice, pude moverme, o mejor dicho, sentir el movimiento. Encontré
una línea solitaria y viajé de un sitio a otro gracias a ella. La línea era
vibrante, una línea sin ser más que una línea, una línea conocida,
infinitamente probable. Esa línea me dio la tranquilidad para encontrar el
final de cada imagen habitante de mi mente. La línea no tardó en conformar la
silueta de una palabra. Yo era la palabra. Quiero decir: tuve un cuerpo de
letra por tiempo indefinido. Podía moverme en cualquier dirección para formar
imágenes a través de líneas."
Un gran chorro de agua cayó sobre su rostro
y le abrió los ojos. Los pulpos intentaban frenéticamente volverlo en sí.
Desesperado del agua en su nariz, se ahogaba gracias a esas
bestias. Levantó su puño en contra de la nada y, a punto de golpear al
comensal más cercano, el joven impasible le acercó el cuadro. Acto suficiente
para detener su movimiento. Miró el cuadro con ignorancia, como si no hubiese
pintado la imagen de las dos manos fundidas en un rezo. El color actual,
deteriorado por la travesía, le daba a la pintura una
apariencia abstracta, indescifrable, casi mística, o ninguna de las tres (no
soy un crítico de arte). Le sacaron a patadas del lugar. Tendido en el suelo
giró su rostro hacia el cielo para buscar el brazo asesino pero no lo encontró.
La bulla cotidiana coloreaba el momento. El cuadro, por fortuna, regresó a sus
manos. Quiso envolverlo pero el papel que lo cubría era inservible. Quitó la
envoltura de un jalón y desempolvó el cuadro. Un trabajo que no le gustaba
del todo le exigía cobrar sus honorarios.
El pintor llegó a la iglesia con moretones
en los brazos y la camisa rota. Las personas le lanzaban flechas con los
ojos y desbarataban la poca dignidad que le quedaba. Sin huellas de vergüenza
buscó al sacerdote. Los fieles establecieron un pacto de murmullos, vistazos
largos, bocas cuasi abiertas, cejas pronunciadas con el índice del desprecio,
susurros y palabras inaudibles. La curiosidad de los asistentes subtitulaba
los pasos del pintor.
Apenas terminó de proliferar alguna inocua
maldición, un niño se aventó a sus pies para limpiarlos con un trapo sucio. Sin
detenerse demasiado en la tarea, el niño extendió la mano para que nuestro
pintor le diera una moneda. El sacerdote apareció de la nada y ahuyentó al
niño. Encima del presbiterio las estatuas religiosas observaban la escena.
El fuego de algunas velas bailaba sobre la mesa. El pintor devolvió la mirada a
una estatua con la mezcla de compasión y odio, la fórmula de la tragedia, y con
las manos en el cuadro, le brotó un leve quejido. Al sacerdote, quien cargó con
rareza la obra, le faltaba un brazo. Al estirar la mano para recibir su paga,
nuestro pintor sintió espasmos en la punta de los dedos. Se transformó en
un cuerpo de letra. Otra vez se descubrió entre muros blancos y palabras
flotantes. Aún escuchaba la voz del sacerdote emitir juicios sobre la
pintura... El trabajo había terminado; el sacerdote estaba satisfecho. Sentir
el peso de las monedas y los billetes en sus manos le devolvieron a la iglesia
y lo alejaron de las comillas. La sonrisa del sacerdote caricaturizó el
momento. El pintor, ofuscado, salió del lugar sin decir una palabra. La gente
que le había visto llegar, en ese momento, ignoró su salida.
No muy lejos del templo de Dios, vio a un
niño agachado y dibujando sobre la arena. El dibujo tenía un relieve
particular, preciso. El niño imaginaba sin descanso, con el ímpetu intrínseco a
su edad en la punta de sus dedos.
—¿Quieres una moneda? —dijo el pintor,
retórico al momento.
El niño levantó los ojos y le tendió la mano.
Nuestro pintor dejó caer tres monedas sobre la palma del niño. Al encerrarlas en
su pequeño puño, el chico salió disparado con la fuerza de una flecha dirigida
hacia un objetivo invisible. El pintor caminó hacia su casa desorientado, como
quien ha salido de la oscuridad de una sala de cine después de largo tiempo. Sus
puños tallaron cada uno de sus párpados para limpiarlos de las imágenes
impregnadas del recorrido. Detrás de él, un brazo salió entre dos nubes
para borrar personas y objetos. Con la paciencia de un cirujano,
el brazo le borró las caóticas arrugas del rostro al personaje. Si hubiera
visto su reflejo en un escaparate, la sorpresa de una cara renovada y sin
arrugas podría haberle extasiado. El pintor de frente amplia y sin arrugas en
el rostro, tomó un pincel, lo sumergió en la pintura blanca, y comenzó a
dibujar una línea.
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CARLOS RGÓ. Con estudios en Letras
Hispánicas, le interesan las artes plásticas y el cine. Ha colaborado en
revistas digitales como F.I.L.M.E
magazine, Butaca Ancha, Icónica, Yaconic, Correspondencia.
Cine y pensamiento, en el fanzine Pinche
Chica Chic, y en el catálogo del Festival Internacional de Cine de la UNAM.
Actualmente estudia una maestría en Estudios Latinoamericanos en el área de
crítica literaria.
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