No
sé cuál es su nombre real. Sé que trabajamos en el mismo corporativo porque
trae consigo un gafete –colgado de su traje sastre– igualito al mío y con el
logo de la compañía. Estamos a punto de tomar el mismo camión. La reconozco por
su labial rojo. Le cedo el paso y me agradece con una sonrisa que me hipnotiza
y me da la confianza para ir a sentarme a su lado. El camión va casi vacío. Por
mucho hay unas cuatro personas más, aparte de nosotros. Ella escoge los
lugares, los penúltimos del lado derecho; se sienta al lado de la ventana, yo
me quedo junto al pasillo. ¿Para dónde vas? Hacia Tlalpan, ¿y tú? Hasta la
base, ahí me bajo. Ahora la tengo más cerca, sus ojos me obnubilan, pero su
labial color rojo me inspira. Me dice algunas cosas más, no la escucho.
Sigo entusiasmado viendo su boca que ahora quiero comerme, poco a poco. Hasta
ese momento, después de un incómodo silencio, agacho la mirada y me doy cuenta
de que su labial combina con su falda entallada y con el seductor negro de sus tacones.
Me dice que se bajará en la siguiente parada, que si le doy permiso de pasar.
Noto
en su mirada algo de miedo y desconfianza al ver que no me estoy haciendo a un
lado. La sostengo de los hombros y le robo un beso, eterno. Ella no se resiste.
Comienzo a sentir cómo su lengua recorre el interior de mi boca. Los demás
pasajeros pasan desapercibidos. De inmediato meto la mano debajo de su falda,
realizo tenues movimientos de arriba a abajo, siento un borde que es el fin de
la media que cubre su pierna y el inicio de la piel descubierta. Imagino
perfectamente el liguero negro y decido ir directo a su clítoris; comienzo a
mover los dedos en ese húmedo terreno. Ahora su cara es divina, reconozco ese
rostro mágico que proyecta una evidente ansiedad por tener mi verga adentro. Se
agacha frente a mí y se descubre los senos. Me abre la bragueta y me saca el
miembro, comienza a chuparlo y me embarra con el labial rojo. Volteo hacia el
frente y tanto los pasajeros como el chofer son como maniquís, sin expresiones,
sin movimientos. Ella, mientras, combina sus besos: a veces me los da en los
huevos y otras, en la verga. Me dice que no aguanta más, que la tengo muy dura
y que la quiere sentir ya. Se sube la falda, haciendo a un lado su tanga, se
sienta sobre mí. Meterse se le hace fácil, su vagina para ese momento estaba
cubierta por un encantador líquido blanco y espeso que comenzó a salir de sus
labios. Me pone los senos en mi rostro, son pequeños pero ideales para las
palmas de mis manos; sus pezones son abultados, los cuales comienzo a chupar y
morder con cierto ritmo, sin dejar de verla a la cara. Noto que mantiene los
ojos cerrados, emite pequeños gemidos y a veces se muerde los labios de forma
única. Me asomo arriba de sus hombros a ver qué pasa con los demás pasajeros.
Siguen igual: estáticos. Comienza a moverse con locura, de repente se lleva las
manos a su cabellera negra y lacia. Me planta otro beso; se distingue por la
habilidad de usar la lengua. Me dice que ahora me la coja por atrás, que no va
a perderse la oportunidad de que una verga como la mía la penetre por ese
discriminado lugar. Me sorprende su declaración. No pongo resistencia. Hago
sólo lo que ella me pide. Se da la media vuelta e igualmente sin dificultades,
por su delgadez, consigue enterrarse en mí. Me maravillan sus nalgas, son
perfectas y el tono de su piel les da un toque especial. Los movimientos que
realiza son brillantes, no sólo los de arriba a abajo, sino los que efectúa de
manera circular. Ahora me entierra las uñas en los muslos y sus gemidos se
convierten en gritos. Sigo sorprendido, porque nadie se percata de nuestra
escena dentro del camión. Se detiene abruptamente. Me indica que ha terminado.
Se acomoda el cabello y la falda, se para a mi lado, ahora proyectando un
rostro enérgico y cruel.
Te
estoy hablando, ¡dame permiso de pasar, que se me va a pasar mi parada! Me hago
a un lado, me paro en el pasillo y la dejo ir; veo cómo toca el timbre, el
camión se para y ella baja tranquilamente; voltea, se lleva la mano derecha a
la boca y me manda un beso, pero sin tocar sus labios para no estropear el
labial rojo. Vuelvo al asiento, veo que en el lugar de al lado está su gafete
olvidado. Se llama Ana Jiménez Hernández. Qué ordinario me parece su nombre, su
comportamiento, ¡su labial! Abro la ventanilla del camión y arrojo el gafete,
justo cuando pasamos por el puente que me llevará a la base de camiones.
ARMANDO MIXCOAC CHORA (Tehuacán, Puebla,
1983). Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM.
Participó en distintos talleres literarios de la Facultad de Filosofía y
Letras. Ha publicado relatos para las revistas: “El puro cuento” de Editorial
Praxis, Operación Marte y para la revista digital “Espora” de la UAP. Obtuvo
una mención honorífica en el Concurso Universitario de Cuentos: Letras Muertas
que organiza la UNAM. Actualmente, radica en la Ciudad de México y se dedica a
la publicidad.
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