Para Vicky, con estima por la
misma amistad
De los lugares a los que voy,
suelo recordar más a las personas que los propios espacios, quizá porque los espacios
físicos, con el tiempo, siempre cambian, pero las personas no.
A veces
uno llega sin saber que verá y a quién conocerá, y por supuesto, sin saber si
uno volverá. Y es que siendo un poco filósofo, debo decir que conozco, o eso
creo, de dónde vengo, pero nunca a dónde voy. Sé que todos los días salgo de
eso que llamo casa, pero no sé si volveré, si habrá boleto de regreso; y la
verdad, es que tampoco sé si realmente salí, porque nadie me vio salir. En
pocas palabras, puedo decir que conozco el camino, lo veo, está ahí, pero no sé
a dónde va, ni mucho menos dónde terminará, ni a dónde me llevará.
Digo lo
anterior porque de esos lugares a los que he ido, y a los que casi nunca vuelvo,
guardo un recuerdo muy especial en un apartado de mi memoria y en un rincón
nostálgico de mi corazón: la inseparable imagen del puerto de Manzanillo y de dos
grandes amigos que dejé ahí. Quizá sea
erróneo decir que dejé ahí, porque nunca los he dejado, y ellos, creo, tampoco
se han olvidado de mí, pues nos une la amistad cimentada a base de años,
labrados en piedra, y de siempre vernos como si alguno de nosotros ya no
estuviera; aunado a los recuerdos de las vagancias que cometen todos los jóvenes
a cierta edad.
Sí, nunca
se me olvida las tonterías que hacíamos Javier, Arredondo y yo, muchas veces
provocadas por la precaria situación en que vivíamos y otras por puro cotorreo.
Recuerdo que cuando estábamos en la prepa, a la salida nos juntábamos para ver
qué podíamos comer, y como era poco el dinero y mucha el hambre, nos íbamos a
robar a las tiendas de abarrotes. Recuerdo que Javier era el autor intelectual
del robo, y Arrendodo y yo los autores materiales, es decir, los que echábamos
el frasco de cheesewiz a la mochila y nos salíamos sin pagar, mientras Javier
le hacía al pendejo con el encargado de la tienda, haciéndole preguntas con el
dedo de cuánto costaba esto o aquello. Y viéndolo bien, éramos un trío bien chingón,
porque cuando no robábamos comida, robábamos ropa, libretas, plumas, accesorios,
productos electrónicos y muchos libros.
El galán
de la tercia era el Arredondo, ese cabrón siempre agarraba viejas, y a veces
algunas nuevas, pues con sus tatuajes y buena estatura, todo le era posible. El
tranquilo, la voz de nuestra conciencia y el que siempre nos decía que
tuviéramos cuidado, era Javier, siempre fue más tranquilo, aunque hoy también
se ha vuelto un cabrón. Yo, por mi parte, creo que siempre estuve en medio, a
veces como que le entraba a todo, y a veces como que le sacaba a todo; pero
también fui más cabrón que bonito.
Me
acuerdo de lo tontos que éramos, siempre andábamos juntos, para todos lados,
incluso trabajamos varios años en los hoteles, y más que trabajar nos la
pasábamos viendo gringas, francesas y alemanas, y tragando en los restaurantes
que eran todo incluido. De hecho, cuando nos tocaba trabajarle por las noches,
nos metíamos a las cámaras frías a comernos los postres. Ahora que me acuerdo,
nunca regresé el uniforme que me prestaron en el Hotel Sierra para meserear en
una noche mexicana. Me imagino que los cabrones de Javier y Arredondo hicieron
lo mismo; sino es que se llevaron otras cosas.
Como era
de esperarse, la escuela también fue un pretexto, nadie hacia nada de tareas ni
tomaba apuntes, es más, yo llevaba una sola libreta para todas las materias,
Arredondo cargaba un mochilonón, pero no porque llevara cuadernos, sino que el
cabrón la traía llena de libros, discos de rock, cigarros y recuerdos que le
dejaban una que otra morra que de seguro había conocido en el hotel y que jamás
volvería a ver. Por su parte, Javier siempre iba bien fajadito, con una carpeta
color crema en la mano, en la que llevaba hojas blancas disque para apuntar en
las clases, pero la verdad es que el desgraciado se la pasaba riéndose de los
maestros, de hecho, se cagaba de la risa, porque la neta, algunos maestros eran
bien chafas, como aquel que le decían “el camisas de tigre pintito”, o el tal
“robocop”. Pero también recuerdo a los buenos, a los jinetes del apocalipsis,
aquellos profes que sí se la rajaban por uno, y cómo se acordarse de ellos,
cómo no acordarse del profe Jerry Arteaga, de Miguel Arteaga, de Daniel Gordillo,
del profe Luna, cómo no, si hasta la fecha los frecuentamos, porque hasta le
fecha somos un desmadre.
Sí, la
verdad es que éramos y fuimos un desmadre, y por eso nos tocó vivir de todo, lo
que hasta la fecha nos ha servido, porque ahora sí, como decía mi tío Chunco,
ya nadie nos la cuenta. Aprendimos donde
mejor se aprende: en la calle y en la desgracia, porque fuimos desgraciadamente
felices.
Fueron
años gloriosos, llenos de divina juventud, en un puerto que en su momento lo
fue todo. Un puerto en el que aprendimos a caminar descalzos a pleno sol, a
comer pescados cocidos con limón y a besar muchachas en los andadores oscuros de
los barrios.
Todo fue
puro cotorreo, nada fue en serio, lo único serio de todo lo que pasó fue
nuestra amistad, la cual conservo a la distancia de los kilómetros que nos
separan y de los años que nos han unido más. Desde este breve y terco espacio de
mi memoria los saludo a los dos, porque los llevo tallados a marro y cincel en
la loza de mi corazón.
IHOVAN PINEDA.
Poeta, ensayista y profesor. Maestro en Literatura Hispanoamericana por la
Universidad de Colima. Autor de los libros Estarnos
queriendo y pasado mañana (2008), De
cómo las cosas han cambiado (2011), Principios
de Incertidumbre (2015) y Bitácora de
recupreación (2017). Fue distinguido por el Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes con la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes
2013-2014 en la categoría de Jóvenes Escritores. Ha publicado a nivel nacional
e internacional en revistas impresas y electrónicas: Tragaluz; Casa del Tiempo
de la Universidad Autónoma Metropolitana; Revista de Poesía La Otra de la UNAM; Revista de Lenguas Modernas de la South Carolina University de
Estados Unidos; Crítica Revista
Cultural de la Universidad Autónoma de Puebla; Círculo de Poesía; Cronopios;
COFIBUK Literatura y arte; Bitácora de vuelos; Rojo Siena Editorial, Interpretextos;
Caracol Azul; Vía Literaria-Proyecto
Ululayu; Horizontum, finanzas y cultura;
AO Revista Literaria; Voces del extremo de España; Marcapiel, revista de literatura; y
Revista Cinosargo. Su obra ha sido antologada en los libros En Memoria del Terremoto publicado por
la Universidad de Colima; Anuario de Poesía Mexicana 2004 del
Fondo de Cultura Económica; Apuntes de
literatura colimense de la Universidad de Colima; antología poética Locos de los 70´s de Fides Ediciones; y
en Toda la mar, la presencia del mar en
la poesía colimense de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de
Colima. En 2016 fue integrado en la Enciclopedia de la Literatura en México de
la Fundación para las Letras Mexicanas del Gobierno Federal.
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