[Traducción: César Anguiano]
Quienes escribimos en lengua inglesa rara vez hablamos
de tradición, aunque en ocasiones utilicemos ese término para deplorar su
ausencia. Nosotros no podemos referirnos a la
tradición o a una tradición;
cuando mucho, empleamos la palabra como adjetivo para decir que la poesía de
este o aquel autor es “tradicional”, o incluso “demasiado tradicional”. Pocas
veces, en verdad, aparece esta palabra a no ser en una frase de censura. Y si
lo hace, implicará un modo vago de aprobación, como el que damos a una obra ya
reconocida o a algún agradable trabajo de reconstrucción arqueológica. Difícilmente
lograríamos que esta palabra suene bien a oídos ingleses sin esta conocida y
tranquilizadora referencia a la Arqueología.
Ciertamente
no es muy probable que esta palabra aparezca en nuestros juicios sobre escritores
vivos o muertos. Cada nación, cada raza, posee no sólo su propio sesgo creativo,
sino su propio sesgo mental crítico. Se está menos consciente de los defectos y
limitaciones de los hábitos críticos, que de aquellos del genio creativo. Conocemos,
o creemos conocer, a partir de la enorme masa de escritos críticos aparecidos
en francés, los métodos y las costumbres críticas de los franceses. Decimos,
sencillamente, (así de inconscientes somos) que los franceses son más críticos
que nosotros, y en ocasiones incluso nos jactamos un poco de ello, como si eso
hiciera a los franceses menos espontáneos. Quizá lo son, pero debiéramos
recordarnos a nosotros mismos que la crítica es tan necesaria como la
respiración, y que no deberíamos ser los peores a la hora de comprender lo que
pasa en nuestra mente cuando leemos un libro o nos emocionamos con él, o a la
hora de analizar nuestras propias ideas al desarrollar un trabajo crítico. Uno
de los aspectos que pueden venir a iluminar este proceso es nuestra tendencia a
insistir, cuando elogiamos a un poeta, en esos aspectos de su labor en que
menos se parece a algún otro. En esos aspectos o partes de su trabajo
pretendemos encontrar lo que le es único, la esencia particular de ese hombre.
Vemos con satisfacción lo que diferencia al poeta de sus predecesores, sobre todo,
de sus predecesores inmediatos; nos empeñamos en encontrar algo que pueda ser
aislado para poder disfrutarlo. No obstante, si nos aproximáramos a un poeta
sin este prejuicio encontraríamos frecuentemente que no sólo lo mejor, sino que
las partes más personales de su trabajo pueden ser aquellas en que los poetas
muertos, sus ancestros, hacen valer su inmortalidad de manera más vigorosa. No
me refiero aquí al periodo impresionable de la adolescencia, sino al periodo de
madurez plena de los poetas.
Si la
única forma de tradición, de entrar en tratos con ella, consistiera en
proseguir las formas de la generación inmediata anterior en una ciega o tímida
adhesión a sus logros, entonces la
tradición debería ser positivamente desincentivaba. Hemos visto muchas
pequeñas corrientes perderse pronto en la arena, aunque lo novedoso es mejor
que la repetición. Pero la tradición es un asunto de una significación mucho
más amplia. No puede ser heredada, y si deseamos adueñarnos de ella, sólo podremos
lograrlo a través de un arduo trabajo. La tradición implica, en primer lugar,
el sentido histórico, el cual podríamos considerar casi del todo indispensable
en alguien que continuara siendo un poeta más allá de los veinticinco años. El sentido
histórico también implica una percepción, no sólo de la lejanía y lo irrecuperable
del pasado, sino de su permanencia en el presente. El sentido histórico obliga
a un hombre a escribir no sólo con su propia generación metida en los huesos,
sino con un sentimiento que la totalidad de la literatura europea, desde Homero,
le proporciona, así como con la totalidad de la literatura de su propio país, las
cuales poseen una existencia y un orden simultáneos. Este sentido histórico de
lo eterno y lo pasajero, así como de lo eterno y de lo pasajero a la vez, es lo
que le da su lugar en la tradición a un escritor, lo que lo hace más agudamente
consciente de su lugar en el tiempo, de su propia contemporaneidad.
Ningún
poeta, ningún artista de ninguna disciplina, alcanza una completa significación
por sí solo. Su significación, su valor es la apreciación de su relación con
los poetas y los artistas muertos. No puede valorársele a él solo, debe dársele
un lugar por contraste y comparación con los muertos. Quiero dejar bien claro que esto es un
principio estético, no simplemente histórico o puro criticismo. La necesidad
que deberá conformar, a la que deberá dar coherencia, posee más de una cara. Lo
que sucede cuando una nueva obra artística es creada es algo que le ocurre
simultáneamente a todas las obras artísticas que la han precedido. Los
monumentos existentes conforman un orden ideal entre ellos mismos, el cual es
modificado por la introducción de una nueva obra de arte, realmente nueva,
entre ellos. El orden existente está completo antes de que las nuevas obras
aparezcan; con el fin de perdurar después de la irrupción de la novedad, la
totalidad del orden existente debe ser, así sea ligeramente, alterado. Las
relaciones, proporciones y valores de cada obra de arte respecto al conjunto sufren
un reajuste, igual que la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Cualquiera que
haya aceptado esta idea de orden, de la forma de lo europeo, de la Literatura
Inglesa, no encontrará absurdo que el pasado pueda ser alterado por el presente
tanto como el presente es dirigido por el pasado. El poeta que es consciente de
esto, estará consciente de las grandes dificultades y responsabilidades.
De cierta forma, estará también consciente de que debe
ser juzgado, inevitablemente, con los estándares del pasado. Digo juzgado, no
cercenado, amputado por ellos; no juzgado para saber si es tan bueno como, o
peor, o mejor que los muertos. Y ciertamente no juzgado con los cánones de los
críticos del pasado. Es un juicio, una comparación en la cual dos cosas son medidas
la una por la otra. Aceptarlas sin reparos, sería no aceptar del todo las
nuevas obras de arte, asumir que no hay nada nuevo, ni por consiguiente, obras
de arte. No diremos que lo nuevo es más valioso sólo porque se adapta mejor a
la actualidad, sino que su adaptabilidad es una prueba de su valor. Una prueba,
en verdad, que sólo puede ser aplicada lenta y precavidamente, porque ninguno
de nosotros es un juez infalible de lo generalmente aceptado. Decimos que es
algo conforme a la tradición y es quizás algo individual; o decimos que es algo
individual pero en realidad es algo conforme a las obras del pasado.
Difícilmente diremos que es sólo una cosa y no la otra.
Para avanzar en una exposición más inteligible de la
relación del poeta con el pasado, tenemos que decir que éste no puede
considerar el pasado en masa, como un cúmulo indiscriminado de hechos, ni puede
formarse debidamente dentro de una o dos preferencias personales, ni educarse
del todo prefiriendo un solo periodo histórico. El primer camino es
inadmisible, el segundo es una nada despreciable experiencia de juventud y el
tercero es un satisfactorio y hasta deseable complemento. El poeta debe estar perfectamente
consciente de la corriente principal de la historia, la cual no siempre fluye a
través de las reputaciones más distinguidas. Debe tener bien claro el hecho
obvio de que el arte nunca progresa, pero que la materia del arte nunca es
totalmente la misma; que el pensamiento de Europa — o el de su propio país—, un pensamiento que el poeta aprende en su
momento para que sea mucho más importante que el suyo propio y privado— es un
pensamiento que cambia y que este cambio es un desarrollo que no abandona nada
en el camino, que no otorga la preponderancia a Shekespeare o a Homero, ni a los
dibujos en la roca de los hombres paleolíticos de la cultura magdalena. Sabe
que este aparente desarrollo — refinamiento quizá, complicación ciertamente—,
no es, desde el punto de vista del artista, una mejora. Que no lo es siquiera
desde el punto de vista psicológico, o no al grado que imaginamos en primera
instancia. O quizá sólo lo sea en uno de sus extremos, si atendemos la
sofisticación de los aspectos económicos que lo generaron o de las herramientas
con que fue realizado. Pero la diferencia entre el presente y el pasado es que el
presente consciente es una inconsciencia del pasado en un sentido y en una
extensión que la misma inconciencia del pasado no puede mostrar.
Alguien dijo que “los escritores muertos nos resultan
lejanos porque sabemos mucho más que ellos”. Aunque habría que precisar que es gracias
a ellos, precisamente, que sabemos.
Soy consciente de una objeción usual a lo que es, sin
duda, parte de mi programa en este oficio de la poesía. La objeción es que la
doctrina requiere una ridícula cantidad
de erudición —y pedantería—, una demanda que puede ser rechazada apelando a las
vidas de los poetas de cualquier panteón. Puede ser afirmado incluso que
demasiado aprendizaje puede quitar brillo o pervertir la sensibilidad poética. Pese
a ello, nos mantenemos en la creencia de que un poeta debería saber todo lo
posible, sin entorpecer su receptividad, ni su ocio indispensable. No es
deseable confinar el conocimiento, para su examen, a cualquier cosa que pueda ser
mostrada como un desarrollo útil, a las galerías de pintura, o a los todavía
más pretenciosos usos de la publicidad. Si alguien quiere absorber
conocimiento, entonces debe esforzarse muchos años por él. Shakespeare adquirió más conocimiento
histórico esencial de Plutarco, que el que muchos hombres podrían obtener de
todo el Museo Británico. Debemos insistir en que el poeta debe desarrollar,
procurarse la conciencia del pasado y en que debería continuar desarrollándola
a lo largo de su carrera.
Lo que ocurre es un continuo triunfo sobre sí mismo, un
dejar de ser para convertirse en algo más valioso. El progreso de un artista es
un continuo auto sacrificio, una continua extinción de la personalidad.
Ahí permanece hasta comprender este proceso de
despersonalización y su relación con el sentido de la tradición. Es en esta
despersonalización, podría decirse, que
el arte se aproxima a la ciencia. Por consiguiente, los invito a considerar,
como una sugestiva analogía, el fenómeno que ocurre cuando un trocito de una
fina hoja de platino es introducido en una cámara que contiene oxígeno y
dióxido de sulfuro.
II
La crítica honesta y los juicios realizados con
sensibilidad, están dirigidos no sobre el poeta, sino sobre la poesía. Si
atendemos a las exclamaciones confusas de los críticos en el periódico, y el
rumor de la repetición popular que le sigue, escucharemos nombres de poetas en
gran cantidad. Pero si buscamos no los que nos dice una autoridad sino el
disfrute de la poesía, y nos lanzamos a la búsqueda del poema, probablemente lo
encontraremos. He tratado de resaltar la importancia de la relación del poema
con otros poemas de otros autores, y sugerido la concepción de la poesía como un
sistema viviente conformado por toda la poesía que ha sido escrita. El otro
aspecto de esta Teoría impersonal de la
poesía es la relación del poema con su autor. Y sugiero por analogía, que
la mente del poeta maduro difiere da la del inmaduro no en una evaluación de la
personalidad, no porque sea necesariamente más interesante, o porque tenga más
que decir, sino más bien por ser un médium más finamente acabado, en el que
sentimientos especiales y muy variados, tienen la libertad de combinarse de
nuevas maneras.
La analogía es la del catalizador. Cuando los dos
gases previamente mencionados son mezclados en presencia de un filamento de platino,
estos forman ácido sulfúrico. Esta combinación tiene lugar sólo cuando el
platino se halla presente; no obstante, el ácido así obtenido no contiene
rastros de platino; y el platino mismo, al parecer, no resulta afectado; ha
permanecido inerte, neutral y sin cambio. La mente del poeta es un filamento de
platino. Puede operar parcial o exclusivamente sobre la experiencia del hombre
mismo, pero entre más perfecto sea el artista, más lejos estará, dentro de él,
el hombre que sufre y la mente creadora; más perfectamente digerirá y
transmutará las pasiones que le sirven de materia prima.
La experiencia, se darán cuenta, los elementos que
entran en contacto con el catalizador que los transforma, son de dos tipos:
emociones y sentimientos. El efecto de una obra artística sobre la persona que
la disfruta es una experiencia diferente en su tipo de cualquier otra. Este
puede ser extraído de una emoción, o
puede ser una combinación de varias; varios sentimientos, heredados por el
escritor en palabras precisas, o en frases o imágenes, pueden ser agregados
para formar parte del trabajo final. La gran poesía, también, puede ser hecha
sin el uso directo de ninguna emoción precisa, estar compuesta únicamente de
sentimientos. El Canto XV del Inferno
(Brunetto Latini) es un trabajo sobre la emoción evidente generada por la
situación; pero el efecto, considerado único como en cualquier obra de arte, es
obtenido a través de una considerable complejidad del detalle. El último
cuarteto ofrece una imagen, un sentimiento relacionado con una imagen, la cual
viene implícita, no es un desarrollo de los elementos que lo preceden, sino que
estaba probablemente en suspenso en la mente del poeta hasta que la combinación
adecuada surge para integrarse a él. La mente del poeta es de hecho un
receptáculo para medir y almacenar innumerables sentimientos, frases, imágenes,
las cuales permanecen ahí hasta que se hacen presentes todas las partículas que
pueden unirse para formar un nuevo compuesto, una nueva imagen.
Si ustedes comparan varios pasajes representativos de
la mejor poesía, verán qué grande es la variedad de tipos de combinaciones, y
como todos los criterios semi éticos de sublimidad fallan completamente. Así, lo
que cuenta, no es la grandeza, la intensidad de las emociones, sus elementos,
sino la intensidad del proceso artístico y, por decirlo de algún modo, la presión
bajo la que ocurre la fusión. El episodio de Paolo y Francesca emplea una
emoción definida, pero aunque pueda darse esa impresión, la intensidad de la
poesía es algo completamente diferente a la intensidad de la pretendida experiencia.
Ésta no es más intensa ni va más lejos, que el Canto XXVI, el viaje de Ulises,
que no depende directamente de una emoción. Es posible una gran variedad en el
proceso de la transmutación de la emoción: el asesinato de Agamenón o la agonía
de Otelo nos ofrecen un efecto artístico aparentemente más cercano a un posible
modelo original que las escenas de Dante.
En el Agamenón, la emoción artística se acerca a la
emoción de un espectador real; en Otelo a la emoción del mismo protagonista.
Pero la diferencia entre arte y los hechos reales siempre es absoluta. La
combinación que da forma al asesinato de Agamenón es probablemente tan compleja
como la del viaje de Ulises. En ambos casos ha ocurrido una fusión de
elementos. La oda de Keats contiene un número de sentimientos que nada tienen
que ver con el ruiseñor, pero que el ruiseñor ha permitido reunir, quizá, al
menos en parte, a causa de su hermoso nombre y reputación.
El punto de vista que nos esforzamos en atacar, está
quizá relacionado con la teoría metafísica de la unidad substancial del alma;
lo que yo pienso es que el poeta no tiene una personalidad que expresar, sino
un médium en particular, el cual es sólo un médium y no una personalidad, en el
que las impresiones y las experiencias se combinan de maneras peculiares e
inesperadas. Impresiones y experiencias que son importantes no para que el
artista posea un lugar en la poesía, sino para que aquellos que se vuelven
importantes en la poesía puedan jugar una parte sin importancia entre los
hombres
Quiero comentar un pasaje que es lo suficientemente
desconocido como para ser observado con una nueva emoción a la luz —o a la oscuridad—
de las observaciones anteriores.
Me parece ahora que podría reprenderme a mí mismo
Por adorar su belleza aunque su muerte
Deba ser vengada de una manera nada usual.
¿Desperdicia en ti, el gusano de seda, su labor
amarilla?
¿En vano se afana para ti?
¿Se venden los señoríos para satisfacer los deseos de
las damas
Por el pobre beneficio de un minuto enervante?
¿Por qué tu admirador equivoca los caminos
Y arriesga su vida en labios de los jueces?
¿Para llevar tal cosa al extremo, en honor a ella,
Desdeña hombres y caballo y pisotea sus valores?
En este pasaje (como es evidente si se toma en su
contexto) hay una combinación de emociones positivas y negativas: una intensa
atracción hacia la belleza y una igualmente intensa fascinación por la fealdad,
la cual es contrastada con aquella y con las cosas que destruye. Este balance
de emociones en contraste en la situación dramática, está bien descrita en el
discurso, pero la situación sola no basta para llenarlo. Esto es, por decirlo
de alguna manera, la emoción estructural que ofrece el drama. Pero el efecto de
conjunto, el tono dominante se debe al hecho de que hay un buen número de
sentimientos que sobrevuelan, que poseen una afinidad con esta emoción cuyo
significado no es evidente, combinados con ella para darnos una emoción nueva
en el arte.
No es por sus emociones personales, las emociones
provocadas por determinados eventos de su vida, que el poeta es, de alguna
manera, notable o interesante. Sus emociones particulares pueden ser simples, o
crudas o irrelevantes. Pero la emoción en su poesía debe ser compleja, aunque no
con la complejidad de las emociones de la gente que tienen en la vida emociones
muy complejas e inusuales. Un error de hecho, de excentricidad en esta materia,
es buscar nuevas emociones humanas para expresar; es en esta búsqueda de
novedad en el lugar equivocado que se descubre lo perverso. El trabajo de un
poeta no consiste en encontrar emociones nuevas, sino en emplear las ordinarias
elevándolas hasta la poesía, para expresar sentimientos que no son, de hecho,
emociones. Las emociones que él nunca ha experimentado le serán tan útiles como
aquellas que le resultan familiares. Así, debemos creer que una “emoción
recogida en medio de la calma”, es una fórmula inexacta. Ya que no es ni
emoción, ni ha sido recogida, sin distorsión del significado, tranquilamente. Es
una concentración, y algo nuevo que resulta de esta concentración, de un gran
número de experiencias, las cuales, el hombre práctico y activo, no considerará
en absoluto como experiencias; es una concentración que no sucede de manera
consciente o deliberada. Esas experiencias no son recogidas ni seleccionadas,
sino que se unen en una atmósfera que resulta tranquila sólo en la medida que
resulta de una atención pasiva respecto al evento que la provoca. Por supuesto
que no todo consiste en esto. Existe un gran consenso en que la escritura de la
poesía debe consiente y deliberada. De hecho, el mal poeta es usualmente
inconsciente cuando no debiera serlo, y consciente donde debiera ser
inconsciente. Ambos errores tienden a hacerlo personal. La poesía no es un
remolino de, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad
sino su neutralización. Por supuesto, sólo aquellos que poseen personalidad y
emociones propias, saben lo que significa escapar de ellas.
La mente es, sin duda, algo más divino y por lo
tanto no se ve afectada.
Aristóteles
Este ensayo se propone detenerse en la frontera de la
metafísica o el misticismo, limitándonos a nosotros mismos a ese tipo de
conclusiones prácticas que pueden ser utilizadas por una persona responsable e
interesada en la poesía. Es siempre aplaudible centrar nuestro interés en la
poesía y no en el poeta, ya que esto conduciría a una estimación más justa de
la poesía actual, tanto de la buena como de la mala. Hay mucha gente que
aprecia la emoción sincera en los versos; y un número menor que puede apreciar la
excelencia técnica. Pero muy pocos saben cuándo ocurre una expresión de emoción significativa, emoción que posee
su propia vida en el poema y no en la historia del poeta. La emoción que provoca
el arte es impersonal. Y el poeta no puede alcanzar esta despersonalización sin
someterse completamente al trabajo que debe ser realizado. No es probable que
sepa lo que debe hacerse a menos que viva en algo que no es únicamente
presente, sino que posee ciertos elementos del pasado; a menos que sea
consciente, no de lo que está muerto, sino de lo que continúa vivo de éste.
▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁
CÉSAR ANGUIANO. Es autor de siete novelas, tres de ellas publicadas. Ganador de dos concursos de cuentos y uno internacional de poesía: Concurso de poesía "Jaime Gil de Biedma" convocado por la Diputación de Segovia, España. Nació en Colima, Colima, en 1966.
CÉSAR ANGUIANO. Es autor de siete novelas, tres de ellas publicadas. Ganador de dos concursos de cuentos y uno internacional de poesía: Concurso de poesía "Jaime Gil de Biedma" convocado por la Diputación de Segovia, España. Nació en Colima, Colima, en 1966.
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