He de confesar que mi economía me ha permitido ser cazadora de libros en bibliotecas, más que en librerías. No niego que disfruto las librerías, especialmente las de viejo, donde uno puede perderse horas entre polvo, caca de ratón, hongos y demás, sin creer nunca en enfermedades o alergias y encontrar, con singular alegría, ese autor o título que creía perdido. Incluso en las librerías de nuevo, he encontrado en oferta a autores entrañables como Almudena Grandes a veinte o treinta pesos. Pero el placer es mayor en las bibliotecas, porque sé que saldré de ahí con al menos un ejemplar y con mi dinero intacto. Y cuando digo bibliotecas hablo tanto de las públicas, municipales, estatales, etc., como de las particulares de amigos de la lectura que no han tenido miedo en abrirme sus puertas y compartir sus ejemplares conmigo. Y bueno, para los que conocen el dicho, he sido la tonta que regresa los libros que le prestan, excepto los de teatro, como bien sabe mi amigo Nacho, a quien todavía le debo uno.
Como hija de familia numerosa, primero, viciosa de los viajes, después, y finalmente, madre de tres engendros, no ha sido difícil decidir en qué se va el dinero de la quincena; aunque conozco el dolor de encontrar Al este del Edén de John Steinbeck en su idioma original y no poder poseerlo porque el precio representa la comida de la semana. El llanto es momentáneo, de esos tipo berrinche, ya que el placer de leerlo lo tuve semanas antes en la biblioteca Vasconcelos, una de las más cómodas que conozco. Claro que ahí, a mis conocidos ladrones de libros les sería muy difícil llevarse alguno. Lo digo porque estuve tentada, la novela bien vale la pena, sobre todo porque no es un título que consigas fácil en cualquier lado. Encuentras siempre Las uvas de la ira o La perla. Incluso Tortilla flat o A un dios desconocido (en concurrida librería de Torreón), pero nunca mi favorita.
Admiro a esas personas amantes de los libros, que cada fin de semana estrenan ejemplar. Pero como amante de la lectura, más que poseerlos, he llegado a la solución de pedirlos prestados en esto lugares creados para seres como yo.
Desde muy chica, la biblioteca de Lerdo, que se encontraba en la Plazuela, era el lugar mágico en donde pasar las tardes de niña nerda rara, (díganme que lector infantil no sufrió estoicamente de bullying). No recuerdo si en ese entonces existía el famoso préstamo a domicilio, pero el lugar estaba a una cuadra de mi casa, era un pueblo tranquilo donde una niña podía vagar sin mayor problema.
Existe otra biblioteca importante en mis primeros años, “la de mi tío Juan”. Una biblioteca de película, al menos para mí en aquel tiempo, porque los libros estaban acomodados en elegantes libreros de madera (aún lo están), de esos que llegan casi hasta el techo y ocupan toda la pared del cuarto destinado a ser la biblioteca de la casa. ¡Vaya! Un cuarto completo, como biblioteca de una casa que siempre estaba llena de niños era todo un mundo.
En casa de mis papás había un librero con nuestras enciclopedias, algunas novelas, poesía, filosofía. Reconozco que la variedad era interesante. Pero lo mejor, era la biblioteca secreta. En el cuarto de herramientas de mi papá, un cuarto enorme y peligroso, por la cantidad de clavos, virutas y fierros oxidados, al que accedías cruzando el patio trasero y cuya puerta de madera, para la niña flaca que fui, era difícil de empujar. Pero valía la pena cruzar el patio, luchar con la puerta y cuidar que las arañas no te acobardaran o que el polvo no te delatara. Había dos libros bellamente ilustrados, en ese entonces no supe que eran de Gustave Doré (Estrasburgo, 1832). Me atraparon primero “los dibujitos” y luego las historias de La divina comedia y Las mil y una noches. Ya ahorita deben pensar “ah, que pedante, una niña leyendo La divina comedia”, pues obviamente no comprendía mucho de lo leído, y por supuesto, que las ilustraciones eran lo que me mantenía hipnotizada. Las mil y una noches era inquietante en su erotismo, no apto para mi edad o la de mi hermano dos años menor, que me descubrió y luego me acompañó. Eran libros hermosos, que se perdieron, supongo, cuando nos fuimos a vivir a Minatitlán.
Hace poco un amigo decía que quienes fuimos niños en Minatitlán en los 80, adquirimos cierta cultura porque las únicas señales de televisión que captábamos eran el 11 del Politécnico y el 22. Y yo agregaría las visitas de “el señor enciclopedia”.
En esa ciudad petrolera, sin biblioteca conocida, ni siquiera en la secundaria, la aventura de la lectura se convirtió en “ahí viene el hombre de los libros”. ¡Qué lector nacido antes de los noventa no recuerda esas emocionantes visitas de los agentes viajeros vendedores de enciclopedias! Llegaban y se les ofrecía agua mientras desplegaban sus folletos aquí y allá, ofreciendo los planes de financiamiento (a los que solo ponía atención mi padre, pues era el que finalmente pagaría) y mostrando los “maravillosos libros de regalo en la compra de tal o cual enciclopedia”. Yo sabía que mi padre era un lector frustrado (por falta de tiempo) y en esos días la economía familiar estaba yendo de cómoda a “parecemos ricos”, así que siempre se firmaba contrato y venían los días de esperar las cajas con los “tesoros del saber y grandes aprendizajes para los niños”.
TERESA MUÑOZ. Actriz con formación teatral desde 1986 con Rogelio Luévano, Nora Mannek, Jorge Méndez, Jorge Castillo, entre otros. Trabajó con Abraham Oceransky en 1994 en gira por el Estado de Veracruz con La maravillosa historia de Chiquito Pingüica. Diversas puestas en escena, comerciales y cortometrajes de 1986 a la fecha. Directora de la Escuela de Escritores de la Laguna, de agosto de 2004 a diciembre 2014. Lic. en Idiomas, con especialidad como intérprete traductor. (Centro Universitario Angloamericano de Torreón). Profesora de diversas materias: literatura, gramática, traducción, interpretación, inglés y francés. Escritora y directora de monólogos teatrales. Coordinadora de Literatura y Artes Escénicas de la Biblioteca José Santos Valdés de Gómez Palacio, Dgo.
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