Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue!
Poe
Mi enfermedad –voy a llamarla
así–, una ridícula obsesión que me ha perseguido durante dos décadas, finca sus
raíces en los episodios que marcaron el final de mi niñez. No hay en esta
experiencia nada sorprendente, pero no he podido dejarla atrás. Tal vez si la cuento
me libere, por fin, de su influjo.
Todo
comenzó una tarde de abril en que Salem llegó a casa con un ojo menos. La
herida recién abierta supuraba sangre negruzca. Antes de que pudiera aplicarle
un poco de yodo huyó despavorido hacia el monte. Volvió una semana después,
cuando sus lesiones habían cicatrizado. No se me ocurrió pensar, entonces, en lo
extraordinario que resultaba que no se hubiese desangrado. El hilo de pelambre
blanco que rodeaba su cuello, haciendo contraste con el resto de pelaje negro,
se había difuminado bajo aquel líquido pastoso que no paraba de manar desde la
órbita vacía. Su cuerpo entero revelaba signos de una contienda: Orejas
desgarradas, lomo a medio pelar, garras astilladas.
Habrá peleado con otro gato del
vecindario, pensé; apenas la noche anterior había escuchado, en la azotea,
aquellos singulares maullidos que siglos atrás les valieron a los de su especie
para ser considerados compañeros del Demonio –de mi afición a leer este tipo de
cosas, precisamente, se me había ocurrido su nombre–; también era posible que
lo hubiese lastimado el viejo Heriberto, uno de esos hombres que encuentran en
los animales un blanco para sus odios. Ya, en más de una ocasión, le había
visto arrojarle piedras o chorros de agua por pasearse en la orilla de su
barda, una especie de muralla medieval coronada con restos de botellas rotas,
artilugio que ahuyentaba a los intrusos, a todos, menos a los amantes de los
bordes peligrosos.
Era
fácil caer en la superstición: yo solo tenía doce años y acababa de leer, en un
pequeño libro, que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano.
Se trataba de una edición de bolsillo de no más de setenta páginas, con una
portada caricaturesca, de mal gusto, en la que destacaban unas letras carmesí.
Lo había comprado en una librería donde igual encontraba chicles Adams,
cartulinas de colores y manuales para la crianza de conejos. No podría ser de
otra forma en un pueblo pequeño. ¿Cómo no asociar la figura de Salem a la de
Plutón?
Hijo de
una gata montés, el carácter de Salem nunca había sido demasiado alegre:
desconfiado, huraño, propenso a ocultarse en el tapanco, ágil cazador de ratas
y serpientes. Cinco años atrás había nacido en el patio de la casa de mis
padres; fue el más grande de una camada de cuatro gatitos, de los cuales –quizá
debido a alguna enfermedad congénita– solo él sobrevivió. Era un cachorro
flacucho, de ojos saltones; su pelo erizado y negro le daba la apariencia de
una tarántula que bajo el Sol adquiría tonalidades marrones. Con el paso del
tiempo fue trocando su apariencia arácnida por la de un animal fornido y
majestuoso. Conmigo –nada más conmigo– era
amigable, aunque no abandonaba esa suspicacia que lo volvía el más silencioso
de los felinos. Compañero ideal para una niña solitaria que se entretenía
escribiendo cuentos de terror y dibujando monstruos.
Tenía mi
gato debilidad por las ventanas, podía pasarse horas solazándose, bañado por
rayos de sol –la luz crepuscular le devolvía al pelaje su colorido de la
infancia–, mirando el paisaje como si esperara algún suceso que rompiera
nuestra monotonía. Echado sobre su vientre, con la cabeza erguida, se me
figuraba una esfinge de cobre.
A partir
del suceso en que perdiera el órgano ocular, Salem se llenó de hábitos
extravagantes como no los he visto en otro gato. Se escondía por los rincones
de la casa, anticipando mi paso, y cuando me iba acercando daba un salto: me
mordía furioso, se aferraba a mis piernas rasgándome la piel hasta que lo
tomaba en brazos. Desde el fondo de su único ojo brotaba algo que yo no sabía
descifrar, una especie de súplica o un reclamo. Amigo, lo siento, le murmuraba,
no puedo devolverte la luz, pero no parecía escucharme.
Ciertas madrugadas alcanzaba a
ver por mi ventana su sombra saltando sobre la cornisa; en su cara, el destello
de un fósforo a punto de extinguirse. Me dormía con esa imagen en la cabeza,
sumergiéndome en sueños verdaderamente ridículos que tenía la mala suerte de
recordar al pie de la letra. Por ejemplo, una vez soñé que Salem había
aprendido a hablar como nosotros; caminaba en dos piernas como un hombre y me
increpaba, qué feo escribes, Marisol, qué poca imaginación, solo hablas de
gatos y de cosas aburridas, ¿así quién va a leer tus cuentos?
Pero la
mayor excentricidad de mi gato no consistía en hacer crítica literaria en mis
sueños, sino en arrojarse contra las ventanas cerradas, una y otra vez, como si
deseara atravesarlas. Cierta mañana rompió el vidrio de un ventanal y pasó en
medio del boquete rasgándose el hocico. Fue una verdadera calamidad limpiar la
sanguaza revuelta con pelos; por más que restregaba con el cepillo no lograba
desprenderla del suelo. Juraría que, veinte años después, aún puedo ver esa
mancha en el azulejo.
Reparé,
de pronto, en que mi gato había perdido el ojo luego de que comencé a
leer los relatos de Edgar Allan Poe. Y, como ya dije, era supersticiosa.
Iniciaba el mes de junio; para entonces había encargado a la librería local
otros volúmenes del bostoniano –don Manolito, el dueño del negocio, cuyos ojos
en mucho me recordaban a los de un buitre, salía cada dos meses a surtirse de
mercancía a la ciudad para medio llenar sus polvorientos estantes.
Aunque
no me lo explicaba cabalmente –porque en realidad no había ninguna
explicación–, aquel librito de portada caricaturesca era el culpable de la
desgracia ocurrida a mi amigo. Regresé a sus páginas. Lo escudriñé como a un
mapa. En algún lugar, entre las siete salas orgiásticas del príncipe Próspero,
los cascabeles del gorro de Fortunato y el corazón del viejo que galopaba hacia
el Infierno, debía estar la respuesta al acertijo, pero ¿de qué acertijo se
trataba? En esas condiciones ni míster Dupin habría sido capaz de ayudarme.
Poco a
poco, a manera de las heroínas de mi amado Edgar, comencé a languidecer. Perdí
el interés en la escuela (que habrá que decir, nunca tuve demasiado), apenas
comía una que otra cosa durante las últimas horas del día y, por las noches, caía
en un sueño pesado y profundo del que me costaba trabajo salir.
Tuve la
sensación de que un invisible gato de Cheshire me hacía caminar en círculos
dentro de un bosque, o bien, podría ser el conejillo de indias de algún Schrödinger
afanado
en comprobar que yo existía y no existía a la vez. Entonces lo supe con
certeza, no cabía duda, ¡yo era un personaje! Era protagonista de un cuento de
Poe, o, más bien, de un cuento que él había olvidado escribir. Pero en mi vida
no había nada terrorífico. Mi familia era de lo más trivial; mi casa con apenas
tres recámaras, una cocina y un modesto patio, en nada se parecía a la mansión
Usher, sus ventanas más que parecer ojos vacíos semejaban bolsas de grasa ocasionadas
por el insomnio. ¡Y qué decir sobre las mujeres!, no, ninguna Ligeia de amplia
y pálida frente entretenida con libros antiguos, apenas una madre de gafas
enormes gustosa de podar la hierba del jardín y una hermana, estudiante de
leyes, con algo de celulitis en los muslos. No había criptas donde descansaran
muchachas de dientes blanquísimos, ni escarabajos que señalaran tesoros, ni
oblongas cajas que llevasen consigo el peso del amor.
Para mediados de julio Salem
había adquirido un aspecto verdaderamente horrendo: enflaquecido hasta los
huesos; su herida había vuelto a abrirse y segregaba una pus verduzca.
Llegadas
las vacaciones, sin la obligación cotidiana de ir a la escuela, mi carácter
taciturno se acentuó; me la pasaba ora leyendo las Narraciones, ora acariciándole el lomo al gato. Cosas de la pubertad,
dijo mi padre, ya se le pasará en cuanto se reanuden las clases. Mi madre, en
cambio, temió que fuera el principio de alguna enfermedad nerviosa, así le
había pasado a la tía Esperanza que, hasta la fecha, ve cabalgar al Diablo
cuando hay Luna llena. En los noventa del siglo pasado aún no se ponía de moda
ir con el psicólogo, al menos no en mi pueblo, así que fui blanco de todo tipo
de artilugios caseros para devolverme el alma al cuerpo, desde limpias con
albahaca hasta curaciones de espanto. Finalmente acabé en el consultorio del
médico local con una cataplasma en la frente y una prescripción de reposo; nada
de emociones fuertes ni actividades bruscas. Mi piel era un lienzo amarillento
envolviendo treinta y cinco kilos de carne con hueso. Si al menos vieras un
poco la televisión, me amonestaba mi madre; ¿por qué no convives con otras
niñas?, me reclamaba mi padre. Todo esto es culpa de tus libros ¡y de ese
pinche gato!
Salem se
había convertido en una molestia para la familia, vagaba de un lado a otro, con
pasos lentos, ocultándose en los rincones y lanzando pequeños gemidos como alma
en pena. Ya no quería croquetas ni leche, no se alimentaba de nada que no
tuviera que matar. Con frecuencia amanecían en la puerta de la casa trozos
sanguinolentos de ratas o pájaros masacrados con una saña inaudita.
Un buen día, mi padre, sin darme
explicaciones, metió a Salem en una caja y lo echó a la cajuela de su Datsun.
Una hora después regresó sin caja y sin gato. No hice preguntas. A mi pesar,
sentí alivio. Esa noche me fui a la cama con una felicidad culposa, por fin
dormiría a pierna suelta, sin oír rasguños en mi cabecera y sin ver el fósforo
de su ojo extinguiéndose entre las sombras. Pero por más que lo esperé, el
sueño no llegó, los primeros rayos del Sol atraparon mis párpados como a dos
insectos en una telaraña. Las siguientes noches fueron peores, el sueño llegaba
a ratos, con tanta pesadez que al despertar me encontraba más extenuada que
antes de dormir. Me acostumbré a las pesadillas y nunca recuperé por completo
el apetito. El libro que tantas calamidades y placeres me había acarreado
terminó en un desván, junto a una tetera vieja y un par de ángeles de escayola.
Todavía,
ahora, me aferro a aquellos episodios que inauguraron mi pubertad como si a
fuerza de darles vueltas pudiera, al fin, desterrarlos. Solamente era una niña,
¿cómo iba a impedir que mi padre se llevara al gato? Nunca le pregunté siquiera
por su destino.
Algunas
noches sueño que he vuelto a la casa de mis padres. Salem está allí, recostado
en la cabecera de mi cama, se levanta y, como lo hizo tantas veces en las
tardes de mi infancia, viene a echarse sobre mi regazo, mientras me observa
fijamente con sus dos ojos intactos.
MARISOL VERA GUERRA. Es licenciada en psicología. Editora, escritora y dibujante. Escribe poesía, cuento, novela, ensayo y dramaturgia. Ha publicado seis libros individuales de poesía: Imágenes de la fertilidad, proyecto becado y editado por el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, La muchacha cola de zorro (BVEdiciones), Gasterópodo (Ediciones El Humo), Canciones de espinas (Ediciones Poetazos), Nunca tuve la vocación de Ana Karenina (La Regia Cartonera), Crónica del silencio (Letras de pasto verde) y Tiempo sin orillas (Voces de Barlovento). Incluida en el Ensayo panorámico de la literatura en Tamaulipas (ITCA, 2015) y La luna e i serpenti (Progetto 7Lune, 2014), antología de landai hispanoamericano. Durante 7 años fue columnista del periódico La Razón, de Tampico. Ha publicado cuento, ensayo y poesía en diversas revistas, entre ellas La linterna mágica, revista independiente; Punto de partida, de la UNAM y Armas y Letras, de la UANL. Algunos de sus guiones han sido montados en Tampico, donde perteneció al colectivo Estigia Teatro. Ha participado con obra visual y poética en las exposiciones de arte latinoamericano promovidas por Progetto 7Lune, en Venecia y Milán. Ha desarrollado Visibilizar: autorretratos que exploran la relación entre el cuerpo, el yo y la maternidad.
2 Comentarios
Te atrapa desde el primer momento. Todo el que haya tenido la suerte de leer a Poe verá pasar sus cuentos como una película de fondo a esta historia. Me gustaría saber que pasó después. Saludos.
ResponderEliminarGracias, Benito, por tu retroalimentación. A mí también me gustaría saberlo, ja, ja, ja.
EliminarRecordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.