LITORAL Escribir poesía y ser maestra, las dos pasiones de Dolores Castro | Redacción Bitácora de vuelos



Camina lento y apoyada en una andadera, sus manos tiemblan y su oído ha perdido la agudeza de la juventud, pero a los 96 años, Dolores Castro sigue más viva que nunca, con una lucidez envidiable y una memoria intacta, llena de recuerdos de una época plagada de cambios sociales, políticos y, desde luego, culturales; desde su agitada infancia, que transcurrió entre Aguascalientes, Zacatecas y la Ciudad de México, hasta sus años escolares; su encuentro con la poesía y los poetas de su generación, y la consolidación de una trayectoria que combinó con la locución, la docencia y la maternidad.
       Es una mujer plena en todos los sentidos, afable y generosa, que tiene fresco el pasado, pero que no piensa mucho en el futuro, pues prefiere seguir sembrando en el presente, donde concentra toda su energía, la que le permite aún recibir en su domicilio, allá por el rumbo de Lomas de Sotelo, a algunos talleristas con quienes desde hace años se reúne los últimos jueves de cada mes, así como atender algunas entrevistas en las que evoca sus raíces literarias.
       Hija de un padre liberal y de una madre muy católica, Castro nació el 12 de abril de 1923 en Aguascalientes, y pasó seis años en Zacatecas antes de mudarse a la capital mexicana donde selló su destino, primero en condiciones precarias en una casa de Santa María La Ribera y luego en la zona de Las Lomas, desde donde recuerda haber hecho largas caminatas sobre la hierba para ir a la escuela y mojarse bajo la lluvia, un espectáculo que aún le parece maravilloso.
       Creció en una casa llena de libros, muchos de los cuales heredó de su padre y aún llenan las paredes de su hogar, aunque, a decir verdad, agrega, su papá no era muy feminista que digamos y cuando le dijo que quería seguirse preparando y escribir, fue él el primero en protestar, pues “decía que las mujeres éramos muy cursis para escribir, y en general para la vida”.
       Eso no desanimó a Castro, quien contó a Litoral cómo, inspirada por Sor Juana Inés de la Cruz, buscó desde entonces convertirse en una mujer libre para pensar y actuar, ideas que compartía con Rosario Castellanos, a quien conoció en 1939, cuando tenía 16 y su amiga 14, ambas cursaban el tercero de secundaria y las unía su gusto por leer y escribir, además de su origen en familias de costumbres antiguas, en una época en que la mujer era limitada a la cocina y la crianza.
       “Cuando le dije a mi papá que quería estudiar Literatura, me dijo: cómo no, y cocina o repostería, o ¿por qué no te pones a hacer esos cuadritos que pintan las monjas de un barco que se va? Le dije bueno, pues voy a estudiar Leyes y me dijo que no iba a poder y yo estudié Leyes y Literatura a la vez”, recuerda orgullosa, como quien sabe que ganó su primera batalla.
       La Facultad de Leyes, explica sonriendo, era como estar en medio de una especie de orangutanes, por ejemplo, cuando llegué por primera vez, como pasaba con cualquier mujer, comenzaron a aullar como lobos para que a una le diera miedo y no entrara, “y yo dije cómo, yo tengo que demostrarle a mi papá que sí puedo, y con todo y los aullidos entré y me quedé, pese a que con frecuencia decían los compañeros, las mujeres a la cocina, y yo pues me resistía”.
       Castellanos se había matriculado en Leyes con ella, pero no duró ni un mes cuando un antiguo profesor la hizo entrar en razón de que su camino estaba en Letras, y Castro la siguió, estudiando ambas carreras de manera simultánea, y aunque una tifoidea estuvo a punto de hacerla claudicar al tercer año, su padre y su amor propio la sostuvieron para concluir la carrera, de lo cual, por supuesto, no se arrepiente.
       Sus manos llenas de arrugas no dejan de temblar, pero su voz, al inicio intermitente y poco clara, alcanza la nitidez y también la calidez de quien, desde un viejo reposet ha comenzado el viaje a su memoria. Entonces todo fluye, recuerdos conectan con palabras y la charla se vuelve ligera, salpicada de risas, anécdotas y recuerdos, incluso íntimos, porque así es Dolores, generosa con quien la escucha.





OBRA, REFLEJO DE LA MEMORIA Y GOZO POR LA VIDA

Su primer texto publicado data de 1947, un poema que les dio a Efrén Hernández y Marco Antonio Millán para la revista Antológica América, en las postrimerías de una década marcada por la lucha feminista, donde el referente nacional era Concha Urquiza y el internacional Simone de Beauvoir, donde las mujeres habrán de ganar su derecho a votar, aunque todavía no el de ser votadas. En ese marco, Dolores Castro se vuelca a la poesía.
       La lee, la estudia y la escribe basada en las experiencias de su vida: ideas, sensaciones, emociones y anhelos de su existencia; por ejemplo, expone, hubo un momento en que entendió que lo liberal de su padre y lo católica de su madre, cualidades que curiosamente en la práctica se invertían, siempre tenían algo valioso que aportar en su formación, que sus eternas discusiones finalmente le servían hasta para dudar y fijar una postura que le permitió definirse como una católica, apostólica y romana, pero siempre pensante.
       “Yo recuerdo muy bien toda esa parte de mi vida, de todo eso tengo un recuerdo muy grato y es que la memoria, sin duda, es la base de la poesía, una memoria muy selectiva, pero qué memoria no lo es”, afirma Castro, quien reconoce que quizá hoy, de vieja, pueda olvidar dónde deja sus anteojos, pero de su vida se acuerda muy bien, porque buena memoria sí ha tenido.
       Por ejemplo, señala, su primera publicación fue El corazón transfigurado y lo publicó Efrén Hernández en 1949. “Es un libro en el que yo traté de seguir una forma clásica de escribir poesía, les gustó mucho, aunque a mí no tanto, porque se me hace así, como muy engolado, no sé; sin embargo, es el que más publicaciones ha tenido, porque hasta le han hecho libros bilingües”, comenta tras precisar que luego de ese volumen dejó de publicar, porque no tenía para invertir en publicar, como sí lo hizo Castellanos.
       Fue entonces que se hicieron muy amigas de Hernández (1904-1958), pero también de Javier Peñaloza (1921-1977), Alejandro Avilés (1915-2005), Octavio Novaro (1910-1991), Honorato Ignacio Magaloni (1898-1974) y Roberto Cabral del Hoyo (1913-1999), con quienes conformaron el llamado grupo de Los ocho poetas, y se reunían para crear su obra e intercambiar opiniones.
       Era una época fecunda, aunque precaria, al grado de que, en alguna situación de apremio, sus hermanas y ella se las tenían que ingeniar para convertir periódicos y botellas en una suculenta comida. “Creo que el no tener mucho dinero, no tener dinero en exceso, es una educación muy buena para cualquier familia, nosotras éramos cinco en mi casa, puras mujeres”, comenta la autora de textos como Algo le duele al aire.
       No obstante su falta de recursos, continúa, en los años 50 viajó con Rosario Castellanos a España, donde estuvo becada haciendo estudios de Estilística e Historia del Arte, cuando la estilística, que es el estudio del estilo y más particularmente de lo que hace que un estilo valga la pena, tenía un lugar muy especial, porque tenía que ver con el uso de las palabras, la elección de las más necesarias o significativas, lo cual le interesó sobre manera pues está convencida de que la palabra es lo que ha hecho al hombre, la comunicación por la palabra, primero oral y luego escrita.
       Fue un viaje lleno de experiencias que les sirvió mucho en su proceso de maduración como personas y escritoras; como mujeres que aprendieron a no rasgarse las vestiduras bajo la etiqueta de feministas, y que siempre tuvieron claro que trabajar les daría la libertad.
       Así que se empleó como jefa de redacción de la revista América, también en editorial Novaro, como correctora de estilo y en Radio Femenina, donde tenía que hacer de todo, desde los anuncios hasta los programas. Al poco tiempo dejó la corrección porque, reconoce, ni siquiera le gustaba, pero siguió escribiendo.
       “Entonces -señala- escribía lo que estaba en mi memoria, aquello que consideraba que valía la pena, porque tenía que ver con el gozo de disfrutar la vida. Cada vez me convenzo más de que lo que sueña una, cuando se es escritor de poesía, es en una vida que valga la pena según los valores, es decir, que sea como para que las personas amen más la vida, en vez de la muerte, porque la muerte llega, pero por qué estarla buscando; no me gusta ni en la literatura, naturalmente uno sabe que la vida tiene sus momentos, que es terrible la muerte de alguien que uno ama, o la transformación tremenda de todo alrededor, a mí sí me duele mucho lo que está pasando.
       “Yo tengo 96 años, pero aún disfruto, me parece que es un don extraordinario, por eso no entiendo cuando veo todo eso que ocurre ahora, ni los miles de muertos a nivel mundial; me da tristeza, trato de entender y lo que veo es que a nosotros nos gustaba la música y teníamos otra manera de disfrutar la vida, el arte, la gente; hoy, la música se convirtió en ruido, la gente ya no disfruta de una conversación por estar pegado al teléfono. Hay una especie de interrupción de lo que es disfrutable, no sólo del arte, aunque el arte también es vida, lo que sucede en estos casos -lamenta- es el atarantamiento, el poco disfrute de la vida, lo que crea la violencia”.
       El último libro publicado por Castro es El huésped, un volumen que habla un poco de estas emociones porque ahora que se cayó, se rompió un hueso, dejó de caminar, tuvo que ser operada y apenas empieza a volver a caminar, aprecia más la vida. “Sé que me voy a morir pronto, y puede ser que a la mera hora me dé miedo, pero ahorita no”, agrega optimista, aunque reconoce que el tiempo hace estragos no sólo en su salud, sino en su ánimo, porque, a veces, se despierta de noche con poemas en la cabeza y ya le es prácticamente imposible escribir; “me llega el poema completito, pero me digo, por qué me tengo que levantar, si tengo frío, si ya estoy viejita”.


MATERNIDAD, SABIDURIA Y SENSIBILIDAD

Y una viejita muy plena, porque se ha realizado como poeta, como maestra y también como mamá, porque siempre pensó en la maternidad como una condición femenina asociada con la sabiduría y la sensibilidad. “Desde antes de casarme yo tenía ganas de un niño, no sin casarme, porque qué culpa tenía el niño de no tener siquiera papa”, bromea divertida, quien tuvo siete hijos, cinco hombres y dos mujeres.
       Es algo de lo que nunca se ha arrepentido y cree que lo hizo bien, pues “mis hijos son buenas personas, les pude proporcionar la manera de que estudiaran. Mi hijo mayor, Javier, trabajó en la SEP desde muy chico y estudió lo que pudo, periodismo; fue periodista de la televisión y tuvo buen empleo en Chihuahua, le gustaba mucho leer y escribía”.
       Después, cuenta con orgullo, está Ignacio, que a los 18 años ya era ayudante de profesor en una escuela de altos estudios que hay en los límites del Estado de México y esta ciudad. A la fecha ha sido director y ahora se mantiene como el segundo de a bordo de esa institución. Sigue Eduardo, quien es rector de la UAM y también ha sido inteligente, ha trabajado porque haya televisión a distancia para los estudiantes. Luego, Gustavo, quien está en Chiapas, tiene a su cargo la edición de libros para la Universidad de México, vive feliz ahí; Alejandro también estudió una carrera universitaria, no se tituló porque ya no tuvo ganas.
       De mis hijas, añade con la misma complacencia, Dolores es maestra de Educación a Distancia en una universidad, y la más chica, vive feliz en el matrimonio, porque ella no quiso estudiar, bueno estudió periodismo, pero se casó antes y no ejerce, así que sí, observa, “sí estoy satisfecha, aunque me hubiera gustado hacer más. Yo tuve dos vocaciones fundamentales, una, la de escribir poesía, y la otra, la de ser maestra, di clases y talleres en casi todos los estados, excepto Sonora, porque cuando me invitaron estaban a 40 grados…”.
       Y es que dar clases le encanta, de hecho, apunta orgullosa, todavía conserva dos talleres, uno en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García y el otro en su casa: “…vamos a cumplir 20 años de reunirnos”, siguiendo un poco el espíritu de aquel grupo de Los ocho poetas que, bajo la tutela de Alfonso Méndez Plancarte, se veía hace muchos años cada semana para compartir sus sueños poéticos. Hoy sólo queda ella para mantenerlos vivos en la memoria de nuevas generaciones y en la formación de nuevos poetas que, como ella misma, hacen de la lírica su manera de ver el mundo y transitarlo.


Yo recuerdo muy bien toda esa parte de mi vida, de todo eso tengo un recuerdo muy grato y es que la memoria, sin duda, es la base de la poesía, una memoria muy selectiva, pero qué memoria no lo es. (Castro)

Fuente: Notimex

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