CLUB DE LECTURA La tierra de Miguel Hernández | Ignacio Ballester Pardo


Después de la serie Cata literaria, en la que, a modo de bitácora, ofrecíamos un menú literario, como Enrique Serna en el reciente número de Letras Libres, este semestre daremos cuenta de las referencias que componen el Club de lectura de la Seu Universitària de Calp (Alicante, España). Será un modo de tratar la literatura en diferentes lenguas como el español, el valenciano o el inglés; así como de abrir el debate en torno a obras clásicas y recientes.
            Si terminábamos con la garbera de recetas hernandianas, es lógico que empecemos hablando de la tierra que nos ocupa, que es la de Miguel Hernández (Orihuela, 1910 – Alicante, 1942). La especialista en su proceso de escritura que es Carmen Alemany Bay abrió este mes las actividades de la nueva sede universitaria de la localidad alicantina destacando cuatro ciclos poéticos:

1) La naturaleza: 1930-1934. Publicación de su primer libro poético, Perito en lunas (1933).
2) El amor: 1934-1936. Publicación de El rayo que no cesa (1936), libros preparatorios: El silbo vulnerado o Imagen de tu huella.
3) La historia: 1936-1939. Se centraliza en dos libros: Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1939).
4) La destrucción de la historia: 1939-1942. Escritura del cuaderno del Cancionero y romancero de ausencias.

Alemany hizo su tesis doctoral sobre Hernández. Manejó cientos de manuscritos, algunos de los cuales están presentes en el archivo de la Diputación de Jaén, a dos años de que se cumplan ochenta de la muerte del poeta y su obra pase a ser de dominio público.
Cuatro eran también los periodos que planteaba Alberto Cousté un par de años después de la muerte de Franco, en 1977:

a) periodo culterano o gongorino, de 1930 a 1933.
b) periodo clásico, de 1933 a 1936.
c) poesía de combate, 1936-1939.
d) depuración y adelgazamiento de forma, de 1938 hasta su muerte.

En cualquier caso, las cuatro divisiones de sus doce años de escritura nos hacen pensar en la tierra como símbolo que parte de la naturaleza (Alemany) y combina tanto la influencia de Góngora, metros clásicos y castellanos (Cousté) como el compromiso de un poeta que defendió los ideales del bando republicano durante una Guerra Civil española (1936-1939) que adelantó la muerte de una de las figuras más importantes de la historia de la literatura, también presente en México.
            Si hacemos una selección de los poemas más vinculados con el espacio del que es oriundo, a partir del bosquejo que hemos señalado anteriormente, la tierra se liga con la muerte en una de las elegías más bellas que se han escrito. La víscera se cuadra en un canto al conterráneo de quien Hernández empezaba a separarse por sus diferencias ideológicas, Ramón Sijé. Lo dionsíaco y lo apolíneo, en ese orden, se terminan dando la mano. Recordemos el principio y demás pasajes del famoso poema que cierra El rayo que no cesa:

(En Orihuela, su pueblo y el
mío, se me ha muerto como el
rayo Ramón Sijé, con quien
tanto quería.)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

[...]

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

[...]

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

(10 de enero de 1936)

Uno de los escasos poemas fechados muestra la calentura del momento. Al enterarse del fin trágico de su compañero, el poeta alude a la superficie que da nombre al planeta para simbolizar el trabajo en ella, en la naturaleza, y al rito de enterrar para el descanso eterno. Si Octavio Paz prologó Poesía en movimiento aludiendo a los elementos naturales del budismo como taxonomía de cierta lírica (Pacheco sería el agua; Bonifaz Nuño, el fuego), sin duda Miguel Hernández se vincula con la tierra que palpita cual calaca: «Quiero escarbar la tierra con los dientes, / quiero apartar la tierra parte a parte / a dentelladas secas y calientes». Lo será todo; y nada. Por un lado, no perdona a la tierra, al país que está a punto de alzarse de manera fratricida («no perdono a la tierra ni a la nada»), ni al vacío que queda como oxímoron de todo:
            En sus primeros años, son múltiples las referencias a la «tierra vinícola» y taurina, así como a la Guardia Civil que lo detendrá entre fronteras. Así lo muestra en la previa de la batalla, antes de Viento del pueblo: «y sales a una tierra bajo la cual existen / yacimientos de cuernos, toreros y tricornios». A este de libro de 1937 pertenece la «Elegía (a Federico García Lorca, poeta)», en la que la rabia del lamento anterior da paso a la impotencia: «Como si paseara con tu sombra, / paseo con la mía / por una tierra que el silencio alfombra, / que el ciprés apetece más sombría». Sin embargo, la poesía y la defensa de la tierra que habitamos y terminaremos ocupando dan todavía la posibilidad de verbalizar el dolor y la injusticia.
            Seguidamente, «Sentado sobre los muertos» incide en esa imagen: «Que mi voz suba a los montes / y baje a la tierra y truene, / eso pide mi garganta / desde ahora y desde siempre». En cualquiera de sus fases de escritura, la poética mantiene la reivindicación de un espacio horizontal que conecta el cielo con la tierra engendrando paulatinamente el fuego:

Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.

La tierra es lo único que queda. Así se refiere en «Vientos del pueblo me llevan»: «valencianos de alegría / y castellanos de alma, / labrados como la tierra / y airosos como las alas». A diferencia del fuego que se apaga, del aire que se frena y del agua que se seca, la tierra da cabida al resto de elementos. Es el principio y el fin del imperativo «Recoged esta voz» y la base de «Aceituneros».
Y es el estribillo de la «Carta» de El hombre acecha:

Naciones de la tierra, patrias del mar, hermanos
del mundo y de la nada:
habitantes perdidos y lejanos,
más que del corazón, de la mirada.

La patria se configura con los pies en la tierra, al pie del cañón de «Madre España», cuyo arranque está «Abrazado a tu cuerpo como el tronco a la tierra», en dos hemistiquios heptasílabos que imbrican el alejandrino; como el primer verso citado en la cursiva anterior. Así continúan diversas estrofas del poema de la madre, patria:

Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas
donde desembocando se unen todas las sangres:
donde todos los huesos caídos se levantan:
madre.

Decir madre es decir tierra que me ha parido;
es decir a los muertos: hermanos, levantarse;
es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo
sangre.

[...]

Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.
Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.
Con más fuerza que antes volverás a parirme,
madre.

[...]

Una fotografía y un pedazo de tierra,
una carta y un monte son a veces iguales.
Hoy eres tú la hierba que crece sobre todo,
madre.

Familia de esta tierra que nos funde en la luz,
los más oscuros muertos pugnan por levantarse,
fundirse con nosotros y salvar la primera
madre.

La tierra engendra y es engendrada. De manera deductiva, el símbolo agreste que dibujaba el paisaje del cabrero, va dando forma al nicho de quienes ya no están, se vincula con el amor y termina siendo la base sobre la que el poeta moldea su obra. En sus últimos libros la poesía política atribuye a dicho elemento el poder, el motivo, el móvil: «Que tierra nuestra quieren. / Que tierra les daremos».
            En Cancionero y romancero de ausencias, efectivamente, los ritmos enfáticos y las pautas italianas, clásicas, dan lugar a una oralidad que mengua. La tierra se come el sonido, en la trinchera o en la cárcel; así los pensamientos y el hambre resuenan:

Si te perdiera...
Si te encontrara
bajo la tierra...

Bajo la tierra
del cuerpo mío,
siempre sedienta.

La fertilidad de la madre, patria, y del hijo que engendra, cual semilla, hacen de la tierra cuna y nicho para el retoño. La sed tras las lágrimas riega la necesidad de otros elementos como es el agua: «La flor nunca cumple un año, / y lo cumple bajo tierra».
            Alemany señala que los paréntesis de este último cuaderno servían para explicar el tema, en ocasiones abstracto, a quienes por vez primera lo leían en Orihuela. «(El último rincón)» alude a su esposa, Josefina Manresa, antecedente del segundo hijo que sobrevivió con el memorable bulbo subterráneo y comestible. Así termina: «Después del amor, la tierra. / Después de la tierra, nadie»; y así empieza «(Después del amor)»: «No pudimos ser. La tierra / no pudo tanto. No somos»; concluyendo con un final inverso al anterior: «Después del amor la tierra. / Después de la tierra, todo». La tierra lo es todo. Y, por tanto, también nada.
            Finalmente, el tercero de los lamentos que se vinculan con la tierra de Miguel Hernández tiene el nombre de «A mi hijo», y cuenta con estrofas como esta en la que la soledad, la tristeza y la desazón muestran su cara oculta:

Hoy, que es un día como bajo la tierra, oscuro,
como bajo la tierra, lluvioso, despoblado,
con la humedad sin sol de mi cuerpo futuro,
como bajo la tierra quiero haberte enterrado.

En el cementerio de Alicante descansan los restos del poeta. Su obra ve la luz con la lectura, con el sano debate que nos recuerda que la tierra no sería tal sin el agua. Todo y nada son términos relativos. La tierra de Miguel Hernández es Orihuela, pero también esa preparatoria en la que todavía recitan sus versos, cerca del exilio, valga la paradoja, al que no pudo llegar.

  
IGNACIO BALLESTER PARDO (Villena, Alicante, 1990). Es doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Alicante, con una tesis sobre poesía mexicana que dirige Carmen Alemany Bay. Es miembro del Centro de Estudios Literarios Iberoamericanos Mario Benedetti y del Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea. Con Alejandro Higashi coordina el número 23 de la revista América sin Nombre (2018), dedicado a la «Madurez de la joven poesía mexicana». Es autor del libro La dimensión cívica en la poesía mexicana contemporánea: herencia, tradición y renovación en la obra de Vicente Quirarte (Tirant lo Blanch / Universidad Autónoma del Estado de México, 2019). Cada domingo comparte sus líneas de investigación en el blog Poesía mexicana contemporánea.

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