[Ha llegado un nuevo año y con él se cierra una década en la historia de la humanidad. No cesa el avance de las nuevas tecnologías, el desarrollo de la comunicación a través de las redes sociales, ni tampoco los distintos forcejeos políticos que azotan al mundo. Pero la voracidad del llamado progreso no ha podido darle fin a uno de los pilares fundamentales de la sensibilidad humana: los libros. En el año 1995 la maestra Carmen Arriaga Soto, fundadora de la Escuela Alexander Bain (hoy extinta), le pidió a José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014) la autorización para publicar el texto La lectura como placer, en el cual reflexiona lo que para él ha significado y significa el acto de leer. Gracias a la generosidad del poeta, éste fue publicado en forma de plaquette para conmemorar el 40 aniversario de la escuela de Arriaga Soto y constó de un pequeño tiraje de 2,500 ejemplares. Para que este raro pero fantástico texto de Pacheco no quede sepultado en el olvido, a continuación lo reproducimos en su totalidad].
LA LECTURA COMO
PLACER
José Emilio Pacheco
I
“La literatura”, dice Katherine Anne Porter, “es una de las pocas
felicidades del mundo”. Reivindicaba así el derecho de leer como un espacio de
goce que debe estar al alcance de todo ser humano por voluntad propia, en modo
alguno como algo impuesto u obligatorio. Leer con la naturalidad con que
respiramos y hablamos. Leer como una parte indispensable de la vida, como un
medio para vivirla de la mejor manera posible.
Unos cuantos años han transcurrido
entre el derrumbe del muro de Berlín y las inexpresables tragedias de Bosnia y
Ruanda. Ya este breve periodo también puede caber entre un título de Dickens y
otro de Balzac: Grandes esperanzas y Las ilusiones perdidas.
Por vez primera desde que se inventó la idea del progreso y la edad de oro se
situó ya en un pasado inmemorable sino en un porvenir al alcance de la razón y
el esfuerzo humano, sentimos que nos estamos quedando sin futuro: el mañana,
tememos, será necesariamente peor que este presente asediado por nuestras
lamentaciones.
Abrir el periódico, encender el
televisor, escuchar la radio producen cada día la sensación de que en todas
partes se ha roto el pacto social, volvemos al estado de naturaleza, recaemos
en la barbarie. Algunos, como Leonardo Sciascia, atribuyen todo esto a la
erosión de la palabra escrita.
II
Un mundo sin lectura es un orbe en que el otro sólo puede aparecer como
el enemigo. No sé quién es, qué piensa, cuáles son sus razones. Sobre todo, no
tengo palabras para dialogar con él. Por lo tanto sólo puedo percibirlo como
amenaza.
El futuro dejaría de serlo si
pudiéramos predecirlo. La historia reciente ha desmentido a todos los profetas,
lo mismo a quienes aseguraron el apocalipsis que a los que vaticinaron un porvenir
de fraternidad, libertad y prosperidad para el planeta entero. Aprendamos la
lección de la arrogancia vencida y seamos humildes. No puedo hablar de lo que
vendrá y lo ignoro, sólo me es posible referirme a este presente que se me
escapa y mientras me ocupo de él se vuelve parte del insaciable pasado.
III
Al tratar el tema es imposible rehuir el verse en el papel de alguien
que hace un siglo, en noviembre de 1894, se hubiera presentado en público a
intentar la defensa de la diligencia y el barco de vela frente a sus
aniquiladores: el ferrocarril y el trasatlántico. Y sin embargo está en la
naturaleza del progreso el devorar a sus propios hijos. Hoy nadie que pueda
pagarse el avión se sube a un tren, los trasatlánticos fueron desplazados por
el jet y sólo se emplean para cruceros. De cualquier modo nada
se pierde y todo se transforma. Lo que desaparece de la vida cotidiana
—tranvías, fuentes de sodas con mostradores de mármol, la mainstreet tradicional,
la granja no tecnologizada— reaparece como Disneylandia, como la nostalgia de
lo que no vivimos y nunca fue nuestro. La idealización del pasado ocupa el
lugar de la memoria. Esperemos que dentro de veinte años no haya un parque
temático dedicado a los libros.
IV
No es posible hablar de estos temas sin plantearse la siniestra duda:
defender hoy el libro y la lectura, ¿no equivale a negar la realidad abrumadora
y hacer el elogio de la diligencia y el barco de vela? ¿No significa ponerse
con los brazos abiertos en medio de las vías sólo para ser arrasado por la
locomotora del progreso?
La mínima honradez exige poner las
cartas sobre la mesa y presentar mis credenciales. Soy un producto de la
imprenta y un adicto a la letra. No pretendo hablar a nombre de nadie sino de
mí mismo. Cuando empecé a escribir me enseñaron que el yo era odioso; lo
elegante y lo educador resultaba emplear siempre el nosotros. En el
fondo de esta regla de buena conducta literaria estaba la ilusión de que
existía una comunidad de personas ilustradas o que aspiraban a serlo. Compartían
un vocabulario y un código y unas cuantas ideas generales en torno a lo que en
este terreno era el bien común.
Ahora lo arrogante y muchas veces
intolerable es hablar en primera persona del plural. Antes de decir nosotros,
me objetarán con qué derecho me concedo la pretensión de opinar a nombre de
quienes no son yo. Es decir, el resto de la humanidad que incluye entre muchos
otros millones a los angloamericanos, las mujeres, los jóvenes, las multitudes
de todas partes que no han tenido acceso a los libros.
V
Así pues, no miento cuando digo que deseo para todos los habitantes de
este siglo y el próximo los beneficios y los placeres que yo mismo he
obtenido de los libros y la lectura.
Tampoco falto a la verdad si afirmo
que desde la perspectiva más estrecha y egoísta no me pasaría nada en caso de
que a partir de hoy no volviera a publicarse jamás una página impresa.
De lo ya acumulado es tan abundante
lo que me falta por leer que, aun en el caso más optimista, cuanto me queda de
vida no me alcanzará para hacerlo. Como todo escritor, quisiera pensar que mis
mejores libros aún están por delante. De todos modos ya he hecho lo que he
podido y aun si no hubiera nadie para imprimir mis textos los seguiría
escribiendo para mí solo. Siempre he estado de acuerdo con quienes suponen que
la actividad literaria lleva su recompensa en su ejercicio.
Al decir lo anterior me siento en
ilustre compañía. Hace noventa años Henry Adams también pensó que ante el
desarrollo tecnológico, tan adelantado a nuestro desenvolvimiento espiritual e
intelectual, no quedaban en el mundo entero más de cien personas capaces de
apreciar el arte y el pensamiento, y estos pocos bastaban para constituir un
público que justificaba sus esfuerzos.
Racionalmente sabemos que los
temores del año 2000 y el peso del nuevo milenio son convenciones que no
existen en otras culturas ni en otros calendarios como el hebreo, el chino y el
musulmán. Sus días y sus años tienen otras fechas más antiguas o más nuevas,
pero siempre menos aterradores.
De nuestros sentimientos nada puede
apartar los colores del sol poniente. El sistema de sonido anuncia que es
hora de irse. Van a cerrar el edificio que fue nuestro. Al salir a la
intemperie seremos extranjeros en el mundo nuevo, sobrevivientes de otro siglo
al que se culpará de todo. Con el mismo desdén con que nos referimos a los
decimonónicos, la gente nueva que poblará el siglo XXI nos llamará vigesémicos.
VI
Debo equilibrar el tono sombrío de mis palabras anteriores con otra
comprobación. Si cuando empecé a escribir, hace más de 35 años, hubiera tenido
el honor de dirigirme a ustedes, mis dudas y temores hubiesen resultado muy
semejantes o quizás aun más pesimistas. Parecía un suicidio embarcarse en una
labor condenada a la extinción bajo lo que Walter Benjamin llamó la tempestad
del progreso. Para 1970, me decían, ya no habrá libros, los diarios y las
revistas se habrán extinguido, no quedará sobre la tierra un solo lector.
Un mínimo repaso de lo escrito y
publicado en las décadas que nos separan de aquellas profecías muestra cómo se
equivocaron quienes auguraban la muerte de la lectura y el fin de la letra
impresa. Esta aclaración intenta poner las cosas en perspectiva, en modo alguno
negar lo que sucede y apartar la vista de los problemas.
Nunca, en ninguna época de la
historia, se ha escrito y publicado tanto como ahora. Tampoco nunca hemos sido
tantos seres humanos ni se ha abusado a tal extremo de los recursos tan
limitados del planeta que nos sustenta. Una consecuencia inevitable de la
explosión demográfica es la explosión bibliográfica que paradójicamente se
diría la mayor amenaza contra el porvenir de la lectura. Sucede algo parecido a
lo que ocurre con la televisión: disponer de 500 canales significa condenarse a
no ver realmente ninguno. Entre tantas otras cosas, nuestra era es el tiempo de
la desatención. Pasamos por todo sin detenernos en nada. El exceso de
información sustituye al saber y lo deteriora. Me alarma y me duele lo que
sucede en Sarajevo. Si me piden que explique por qué ocurre encontraría graves
dificultades para dilucidarlo. No tengo antecedentes, carezco de perspectiva.
Soy como los relojes digitales en que sólo aparece el instante como si no fuera
parte de un proceso que viene del pasado y avanza hacia el futuro.
VII
Para la mayor parte de quienes leemos, los libros son la literatura.
Basta visitar la librería de un centro comercial o pasearse por una feria del
libro para darnos cuenta de que la narrativa, la poesía, el ensayo y el drama
constituyen apenas un sector muy reducido del universo bibliográfico, casi una
isla en el océano de manuales de autosuperación o de computación, dietas,
horóscopos, guías para la sexualidad o para invertir en la bolsa de valores.
Sin embargo todos —libros, nolibros
e ilegibros— tienen algo en común: están escritos, bien o mal pero están
escritos. Mi hipótesis de trabajo sería que, contra lo que escuchamos a toda
hora, el texto en sí mismo no está amenazado. Al contrario, jamás ha tenido la
difusión y la omnipresencia de que goza ahora. Esos 500 canales de televisión
difunden textos. También los propagan las estaciones de radio y los billones de
discos compactos que se están escuchando en este momento. Quizá la historia de
la literatura en todas las lenguas contenga menos palabras que las aparecidas
sólo el día de hoy en las pantallas de quienes se hallan suscritos a la
internet. Nos envuelve la telaraña de los textos que ya han perdido el sustento
tradicional del papel.
El papel como lo conocemos tiene
menos de siglo y medio. Hacia 1860 empezó a elaborarse a partir de la pulpa de
madera. Pese a todos los esfuerzos de reciclaje, estremece pensar en las
hectáreas de bosque consumidas por las ediciones dominicales de los periódicos
–que son en cerca de un ochenta por ciento de anuncios– y lo que es aún más
horrible, aterra recordar que nuestras tentativas literarias también han
exigido la desaparición de muchos árboles indispensables para
nuestra supervivencia como especie. Para mitigar cualquier
sentimiento de culpa, recordemos que el papel de imprimir es nada si se compara
con las cantidades de celulosa invertidas en servilletas, clínex, rollos
higiénicos, envolturas.
VIII
En el curso de los ochenta el mundo orgánico se pobló con una nueva
flora y fauna inorgánica que hoy es parte de nuestro entorno. Computadoras,
impresoras y fotocopiadoras personales, faxes, módems, antenas parabólicas,
videocaseteras y videocámaras, discos compactos, aparatos de sonido,
audiolibros, teléfonos celulares. Todo tan nuevo e inesperado como debe de
haber sido para la generación de Henry Adams el cable submarino, la luz
eléctrica, el teléfono, el fonógrafo, el cinematógrafo, el ferrocarril
subterráneo o los rayos x.
Contra las profecías lanzadas veinte
años atrás por Marshall McLuhan, que después de todo no era un enemigo de los
libros sino un profesor de literatura, se creyó que procesadoras e impresoras
conciliaban la galaxia de Gutenberg con los medios electrónicos.
Por vez primera en la historia, sin mayor entrenamiento técnico y sin
movernos del escritorio, ustedes y yo podemos producir en pocas horas un libro,
digamos de aforismos o de haikús, desde la redacción hasta la impresión y
enviarla gratuitamente a los cien últimos lectores de los que hablaba Henry
Adams.
IX
Así pues, no hay nada que temer: la literatura y la poesía pueden
sobrevivir a despecho de todas las exigencias comerciales, los tabloides
televisivos e impresos, las películas sangrientas sobre asesinatos en serie.
Como en las artes marciales, las artes de la palabra han tomado su fuerza
precisamente del impulso enemigo. Para el ámbito de los negocios y la política
jamás ha sido tan importante escribir bien. La claridad, la economía y la
precisión de un párrafo enviado en un fax pueden y deben equivaler a media hora
de conversación telefónica.
Si las palabras tienen hoy una
dimensión nunca soñada y la importancia de saber escribir la reivindican aun y
sobre todo las grandes corporaciones que manejan el mundo, ¿de qué nos
lamentamos? Al quejarnos, ¿no defendemos un privilegio inalcanzable para la
inmensa mayoría que habita este planeta?
Después de todo, la poesía, la
narrativa y el drama son anteriores en muchos siglos a la invención de la
imprenta. El libro que durante un breve tiempo fue su vehículo puede desaparecer
y la literatura seguirá prosperando porque es parte de la humanidad y la
acompañará hasta el final.
X
La gente no lee, decimos una y otra vez. No lee pero emplea muchas horas
de su vida envuelta en un mar de historias que salen de una máquina electrónica
de narrar. Contempla imágenes pero al hacerlo también escucha textos sin los
cuales el relato en imágenes se vuelve incomprensible. No un sabio chino de la
dinastía Tang sino un publicista neoyorquino de los veinte dijo, para aplicarlo
a su oficio, “una imagen vale más que mil palabras”. Si alguien lo cree al pie
de la letra vamos a rogarle que nos cuente una película vista en un avión sin
ponerse los audífonos o hablada en una lengua extranjera exhibida sin
subtítulos. Por supuesto, no tengo nada contra las imágenes: soy un ávido
consumidor de ellas. Pero creo que sólo dicen más cuando las mil palabras nos
han dado un contexto. Una de las fotografías realmente dramáticas de la
revolución mexicana es aquella de la soldadera asomada al estribo de un vagón
que mira con ojos desesperados un horizonte para nosotros fuera de cuadro. Si
las palabras no nos han proporcionado al menos una vaga idea de lo que fue esa
revolución y del papel que las mujeres desempeñaron en ella, si no sabemos lo
que significa el término “soldadera”, la imagen puede resultar tan muda como
una página en alfabeto cirílico o un ideograma oriental para quienes
desconocemos el código.
La gente, insistimos, se ha olvidado
de la poesía, la poesía en que encarna el idioma y lo mantiene en circulación
para que no se estanque y se pudra. Sin embargo esa misma gente vive, e incluso
camina, escuchando canciones. Sus letras constituyen poemas buenos o malos,
están escritas en versos rimados o ritmados, los primeros recursos mnemotécnicos
de cada idioma, sus armas iniciales para volverse memorable. Nunca antes de la
electrónica las manifestaciones rítmicas del lenguaje tuvieron una ubicuidad
comparable.
En los países más desarrollados del
mundo o en el nuestro donde la mayor parte de la población vive bajo el umbral
de la miseria, se considera un gran éxito que un libro de sus mayores poetas,
los más estudiados, celebrados y difundidos, venda más de mil ejemplares. No
obstante, una lectura pública de poemas suele congregar a miles de
espectadores. Diez mil personas, casi todas jóvenes, asisten a un teatro para
escuchar y aplaudir a los poetas y muchas veces pedirles que repitan un número
como si fueran cantantes de ópera o de rock. En el vestíbulo, casas editoras
grandes y pequeñas ofrecen en venta los libros y folletos en donde están
impresos los mismos poemas que leídos —muchas veces sin arte ni gracia— por sus
autores causaron tanto entusiasmo. Se creería, en un cálculo muy pesimista, que
al menos el uno por ciento de los asistentes se llevará a casa un libro. Es
decir, al terminar la ceremonia, se venderán los consabidos mil ejemplares. No
es así: se compran quince o veinte a lo sumo.
XI
Vuelo a mi principio y al comienzo del siglo. ¿No tendré que aceptar
ante el lector de estas reflexiones que soy el sobreviviente de un pasado
abolido, el vestigio de otra época, incapaz de admitir, porque no conviene a
sus intereses, que la literatura ha vuelto a sus orígenes orales, a la oralidad
en que vivió por muchos más siglos de los que dependió de la imprenta? ¿No
sonaré como el barbero de 1910 que ante la aparición de la hoja de afeitar
y la rasuradora eléctrica insistía en que nada cumplirá sus funciones con la
eficacia de la navaja libre? ¿Cómo el periodista del otro fin de siglo, habituado
a mojar la pluma en el tintero y a ver que sus artículos se compusieran letra
por letra, que frente al linotipo capaz de producir renglones en lingotes de
plomo creyó muerto el arte tipográfico y al ver la máquina Remington la juzgó
una mecanización enemiga del pensamiento claro y la buena prosa?
Sin miedo al anacronismo ni a la
opción por las causas perdidas, quiero proponer no tanto una defensa sino un
elogio del libro y la lectura. Si toda la ética se resume en la frase “No hagas
a los demás lo que no quieras para ti mismo”, a nadie le hace daño mi
propuesta: Haz cuanto esté a tu alcance para que los demás obtengan el placer
que los libros te han dado día tras día durante más de medio siglo.
Ezra Pound habló en un poema de lo
que serían los Estados Unidos si los clásicos tuvieran más circulación. Pienso
por mi parte en lo que México sería si los mexicanos tuvieran en el campo
literario el cinco por ciento de la sabiduría técnica y la información
histórica que poseen acerca del futbol.
Sin duda el desnivel se debe a que
el futbol es un espectáculo de masas y un gran negocio y la literatura no,
excepto para uno entre cada mil escritores. Ni siquiera vale la pena comparar
el dinero invertido en una y otra actividad o los espacios que los periódicos,
la radio y la televisión dedican a las artes frente a las secciones consagradas
a los deportes que han dejado de serlo para transformarse en variantes de la
guerra.
Aprovechemos otra vez la fuerza del
contario. Pensemos en la estrategia futbolística aplicada a la lectura. Nunca
es tarde para empezar, pero todo se facilita si el hábito comienza en los
primeros años. Se dice que quien ha adquirido desde muy temprano la alegría de
leer puede tener la certeza de que nunca será completamente desdichado. No es
lo mismo aprender naturalmente nuestra lengua materna que asistir a horas fijas
a un laboratorio de lenguas y presentar exámenes.
XII
Recurro de nuevo al “yo” antes odioso y ahora indispensable. Leo y
escribo porque tuve la fortuna, en un lugar tan dolorosamente injusto como es
México, de nacer en una familia que tenía si no grandes recursos al menos los
suficientes para comprar libros. Como es natural, no empecé leyéndolos. Primero
desarrollé el gusto, innato en todos nosotros, por escuchar historias y luego
quise imaginármelas a partir de la letra impresa.
Por obra de ese azar que hace de
cada persona un ser único que no existió antes ni se repetirá, me tocó
pertenecer a la última generación de la radio y a la primera de la televisión.
La radio de entonces era lo que es hoy el televisor: un manantial de relatos.
Ni la oralidad ni las imágenes me apartaron de la lectura. He visto miles de
películas, escuchado discos también por millares. Son incontables los cómics,
las revistas y los periódicos que he tenido bajo mis ojos. A pesar de ello no
he pasado un solo día sin un libro en mis manos.
XIII
No creo, pues, que los medios sean necesariamente enemigos. La
televisión ha estimulado a algunos a cometer crímenes y a otros a ir a la
biblioteca o a la librería para leer acerca de lo que han visto.
Mi buena suerte, la misma que deseo
para todos, fue tener abuelos, padres y profesores que nunca me impusieron la
lectura como una obligación o como una carga sino justamente como un placer. La
palabra “placer” se ha vuelto sospechosa y en este caso tendería a despertar
resonancias del consentimiento e indisciplina. Se trató en realidad de lo
contrario. Desde que a los cinco años aprendí a leer de corrido, me compraban
un libro, cada semana. No podía obtener otro hasta que demostraba haberlo leído
y entendido. Por fortuna no hubo nada en mí de niño prodigio. El aprendizaje de
la lectura fue lento y gradual. Comencé por lo más sencillo y tardé mucho en
llegar a los que llamamos libros “serios”, como si los otros no lo fueran
también.
XIV
Quizá la prudente ración del libro por semana contribuyó a que no me
canse de admirar la obra maestra de la tecnología que es en sí mismo el libro
como objeto: una cajita en que se guardan páginas luminosas e inertes. Puedo
llevarlo a todas partes y no necesita baterías. Es frágil y resistente. El
fuego, el agua y los insectos pueden destruirlo, pero está a prueba de averías
y descomposturas internas.
Si en vez de emplear la electricidad
lo activo con la imaginación, las hojas que llamé inertes y en donde líneas
negras se acumulan sobre papel blanco se transforman también en un escenario de
colores, un gran teatro del mundo, una máquina de contar historias, una nave
que me permite salir del acuario donde me confinan todas mis limitaciones
personales, sociales y temporales; me lleva a todos los sitios y todas las
épocas; toca como en un walkman interior la música encerrada;
me permite, como en el soneto de Quevedo, entrar en conversación con los
difuntos y escuchar con los ojos a los muertos.
La imagen del acuario no me parece
inválida. Nací en una fecha y en un lugar determinados. Moriré no sé cuándo
pero también en un sitio preciso. No me pertenece lo que hubo antes ni lo que
habrá después ni lo que sucede en los infinitos ámbitos en que no estoy, no he
estado ni estaré nunca. No soy sino un grano de arena infinitesimal dentro del
otro grano de arena al que llamamos el planeta Tierra. Sin embargo, gracias a
la lectura, el universo entero está potencialmente a mi alcance.
Se objetará con razón que lo mismo
sucede si enciendo la pantalla de mi computadora o de mi televisor. En la
primera el disco óptico y el hipertexto me conceden la maravilla hasta hace
poco inaccesible de tener al mismo tiempo el cuarteto de Mozart, la información
sobre su vida y su música y las imágenes en color de la Viena del siglo XVIII.
En la segunda pantalla el satélite me lleva desde el escenario de los hechos el
genocidio de hoy, el asesinato político o el accidente con cien muertos.
Mientras voy de mi casa a mi trabajo puedo escuchar cuentos de Borges o poemas
de Octavio Paz incomparablemente bien leídos por grandes actrices y actores.
Todo esto es prodigioso y cuando nos
quejamos de los tiempos que nos tocaron olvidamos injustamente estos
beneficios, desconocidos y aun impensables para quienes nos antecedieron en la
tierra. Nuestra justificada crítica del progreso tiene un límite muy sencillo:
pensar en lo que era la vida humana cuando no existía la anestesia.
XV
Lo que me extraña es que en la era de la privatización hemos expropiado
la intimidad. No hay relación tan íntima como la que dos personas, dos
desconocidos casi siempre, pueden establecer por medio de la palabra escrita.
Sólo así decidimos lo que nunca diríamos cara a cara y en voz alta y mucho
menos ante cámaras y micrófonos. Esta inconcebible cercanía se pierde en
cualquier otro medio que no sea la página.
Los prodigios del cine, la
televisión y el video me presentan un espectáculo. Ocurren por definición fuera
de mí. Parte de su inconsciente encanto es la impunidad que me
garantizan: esto, supongo, nunca me pasará. Los otros funcionan
como pararrayos en que se descargan los males de la vida. Por tanto me
encuentro a salvo de la tempestad. Si algo me desagrada cambio de canal. Me
quedan otros 499 para escoger. En cambio la lectura hace que las cosas sucedan
dentro de mí. Por un instante yo soy el otro. La distancia queda abolida. Puedo
entender la experiencia ajena porque momentáneamente la he vuelto propia.
Si esto ocurre con la narrativa, el proceso de la lectura poética es más
complejo y por tanto exige más atención y concentración. Hago mías las palabras
de otra persona, me las digo con esa voz interior que nadie conoce, pues no se
parece a las que escuchan mis semejantes ni a la que recogen las grabaciones.
Si no leo, me faltan las palabras,
mi propia lengua se vuelve un idioma extranjero y hallo enormes dificultades
para pensar. Nada sabemos del siglo que ya está aquí. Sólo podemos intuir que,
si desaparecen los libros y la lectura como hasta hoy los conocimos o si, como
podría ser más probable, quedan en manos de una minoría que a partir de ellos
ejercerá sin límites su poder, el mundo se volverá un lugar mucho más siniestro
de lo que es ahora.
La única predicción segura es la más
obvia: el porvenir no será como lo imaginamos. Ni la violencia ni la
devastación de los recursos naturales pueden continuar. Para eliminarlas es
indispensable reducir la distancia entre quienes disponemos tanto de libros
como de procesadoras e hipertextos y quienes no tienen ni siquiera un mendrugo
que llevarse a la boca. Ellos poseen tanto derecho como nosotros a alimentar
sus cuerpos y sus mentes. Si el sufrimiento lleva a la violencia que se
autorreproduce en una espiral sin fin, esperemos en este crepúsculo del siglo
que con la generalización del placer de la lectura a la cual tanto pueden
contribuir los nuevos medios, este mundo atroz también se convierta para todos
en un lugar habitable y hospitalario como ahora son para unos cuantos los
libros.
NTX/JEP/JC/VRP
NTX/JEP/JC/VRP
Foto del autor: Infobae
Fotos interiores: Imagen de Daniel Nebreda en Pixabay
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