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El brasileño Moacyr Scliar falleció hace casi una década, en febrero de
2011, a los 73 años de edad. Era uno de esos grandes narradores de habla
portuguesa, a la altura de prodigios como Eca de Queiroz (1845-1900) o Machado
de Assis (1839-1908).
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El pobre maestro de historia se convirtió, de pronto, en un popular
terapeuta de vidas pasadas.
“Cuando me entrevistan en la
televisión o en la radio —dice— declaro, con intención reticente, que
llegué a esto por azares del destino. En general el resultado es muy bueno,
pues se traduce en exclamaciones de admiración de los entrevistadores y del
público eventualmente presente. Destino es una palabra que gusta mucho a las
personas; la asocian a lo sobrenatural, a los astros, a las cosas que siempre
impresionan. Aprovechando el estremecimiento, me lanzo. Al principio con
estudiada dificultad, pero después con creciente entusiasmo, revelo que mi
profesión era originalmente otra: profesor de historia. Lo que nuevamente es
una sorpresa: en general me creen psicólogo o médico”.
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En un comienzo le gustaba enseñar, así que consiguió un empleo como
profesor en una escuela pública.
“El salario era bajo, la escuela
pobre y sin recursos, pero lo que más me fastidiaba era el hecho de que los
alumnos no tuvieran la menor disciplina. Para qué necesitamos saber de los
egipcios, preguntaban, de los faraones; esos tipos se murieron hace mucho
tiempo. Eran insoportables, ya les estaba cogiendo rabia y quería mandar todo a
la mierda. Sin embargo, antes de abandonar el colegio, decidí hacer un último
intento. Se me ocurrió hacer una obra en la cual cada alumno debía representar
un personaje histórico. Para mi sorpresa, el proyecto entusiasmó a la muchachada.
Era el tema de moda en la escuela: reyes, condes, generales, los alumnos no
hablaban de otra cosa. Los demás profesores, admirados, me felicitaban por la
idea. Y fue así que sucedió”.
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Luisito, que se había entregado de lleno a la tarea de ser un príncipe
cualquiera, cambió tan de súbito que la madre, preocupada, fue a reclamarle al
profesor el ogro en que había convertido a su adorado hijo. De ser un niño con
la cabeza gacha, los ojos bajos, retraído, encogido, pasó a tener aires de
príncipe.
“Con cautela —dice el profesor—,
le pregunté si se había percatado de ese cambio y a qué lo atribuía. De entrada
me respondió de forma arrogante (no necesitaba dar explicaciones, quién era yo,
un profesorcito mediocre), pero de pronto enseñó el juego. Sí, algo había
sucedido, algo extraordinario. Él no sólo estaba representando un papel; estaba
viviendo una existencia diferente. Había vuelto al pasado, y al hacerlo
descubrió que en realidad había sido no un príncipe, como modestamente había
supuesto, sino un rey, un rey poderoso y cruel, de aquellos monarcas que no
dudan en mandar a matar a sus enemigos”.
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Luisito le contó con detalle una de sus ejecuciones, “realizada en el
gran patio del castillo real y presenciada por una multitud. Me describió cómo
el verdugo había puesto el pescuezo del condenado en el cepo, cómo lo había
decapitado con un golpe de hacha, la sangre chorreando sobre las personas que
estaban enfrente”.
El profesor quedó impresionado.
“No sabía ni qué pensar —indica—,
pero en seguida me di cuenta de las maravillosas posibilidades que el caso del
chico me proporcionaba. Se abría frente a mí un nuevo camino: me descubría como
terapeuta de vidas pasadas”.
En este nuevo proceso profesional
fue que conoció a la muchacha cuya prodigiosa historia nos cuenta en La
mujer que escribió la Biblia (Alfaguara).
Es el libro que en 2001, diez años antes de su
muerte, publicara Moacyr Scliar, sobresaliente y cautivo narrador brasileño,
con el relato, de un humor incontrolable, de la más que probable primera
feminista de que se tenga memoria en los anales de la historia: en los tiempos
de la hermosa reina de Saba.
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La novela trata de la mujer más fea que se haya aposentado en la tierra.
La vez que se percató de ello, al arrebatarle un espejo a su hermana (que había
sacado quién sabe de dónde, pues no tenían uno solo en casa, quizás para no
desengañar a la joven), no daba crédito a lo que sus ojos miraban. Tenía,
apenas, 18 años.
“La farsa no podía sostenerse
más —dice la mujer—. Una vez enfrentada con la realidad, no podría escapar
de ella. ¡Ah!, si pudiera volver el tiempo atrás. ¿Por qué me miré en ese
espejo?, me preguntaba, golpeándome el pecho con incontenible furia; ¿por qué
cedí a la maldita curiosidad, a la maldita vanidad? ¿Por qué Jehová no me
arrancó de la mano aquel revelador y funesto objeto?”
Eran inútiles sus recriminaciones.
“Ya nada podía hacerse. Me había
visto al espejo y ya: jamás olvidaría lo que había visto. Pero necesitaba, si
no un consuelo, por lo menos una explicación. Tenía que saber la razón por la
cual me había correspondido a mí semejante porción de fealdad. Al configurar mi
rostro, la naturaleza no podía haber procedido en vano. Aquello era seguramente
el castigo de un pecado, de un crimen”.
Hizo revisión de su pasado. Nada.
Había sido una chica normal, relajienta como todas, pero hasta ahí.
Sin embargo, poco tiempo tuvo para
sus cavilaciones. Un emisario del gran rey Salomón se presentó a su hogar para
reclamarla: de acuerdo con la tradición y la ley, el padre se veía obligado a
ceder a la hija mayor como esposa del rey para consolidar la alianza entre la
casa real y la tribu dirigida por el progenitor.
No había otro remedio. La muchacha
se martirizó con la petición:
“¿Y si el rey me rechaza? ¿Si me
manda de regreso diciendo: no quiero feas, esta mujer no es una esposa, es una
provocación, no recibo cascajo en prenda de alianza? Esa sí que sería una
situación difícil. Rey o no, mi padre no podría aceptar la devolución, que
inevitablemente se consideraría como una ofensa o, lo que es peor, una burla; a
fin de cuentas, como su hija, yo era un producto suyo, del patriarca”.
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No obstante, tenía una virtud —que no lo era en su tiempo—: sabía
leer y escribir, tarea entonces exclusiva de los hombres, que le fuera
administrada por el escriba de su padre, a escondidas del patrón, por supuesto
(cuando el hombre se enteró de este desacato, demasiado tardíamente, se alteró
con la primogénita: “Se lo dije a tu madre: ésa no es labor de mujeres, la
labor de las mujeres es otra, en la cama. Ni siquiera yo, que soy jefe, sé leer
y escribir. ¿Por qué tenías que meterte a letrada? No te bastaba tu fealdad,
¿tenías que navegar con bandera de inteligente?”).
La mujer se agregaba como una más de
las 700 esposas y 300 concubinas que ya poseía Salomón. Una más, pero la más
fea de todas, razón suficiente para que Salomón pospusiera indefinidamente su
obligación marital, la cual hacía arder de impaciencia a la letrada, que la
llevó incluso a planear un mitin en rebeldía por la incompetencia demostrada
por el rey ante su numerosa corte conyugal.
“¡Ya basta de que nos traten como
objetos sexuales! ¡Alto a la sumisión! ¡Alto a la opresión!”, clamaba la fea al
frente de las otras mujeres, por primera vez levantadas en protesta por el
abandono en que las tenía su amo y señor.
“¡Por una total igualdad de derechos
sexuales! ¡De ahora en adelante el rey tendrá que recibir a cada una de
nosotras!”, gritaba la fea.
Lo único que logró (ella, tan
enamorada de Salomón, como el otro millar de mujeres) fue que el rey la
entretuviera en una exclusiva misión: escribir la historia de su pueblo y su
Dios, que ella asumió con honda responsabilidad, libro que no terminaría, por
cierto, a causa de una inesperada tragedia (la “Biblia”, la había intitulado
ella por su significado etimológico griego: rollo de papiro, libr: La Biblia:
El Libro).
La fea, entonces, se sumergió en la
literatura con tal de ser favorecida en el lecho del amor.
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Los tiempos no han cambiado para los adinerados, por cierto.
Si bien Moacyr Scliar ya no está
para verlo, las feministas contemporáneas seguramente se enfadarían con su
feminista que escribiera la Biblia.
Por numerosos pruritos, incontables
escollos, indeterminadas costumbres, complejas disociaciones, paradójicas
fabulaciones, nuevos habilitados escozores…
Etcétera.
VÍCTOR ROURA. Posee una trayectoria de más de 40 años en el periodismo cultural. Fundador de importantes medios en el país, como Unomásuno y La Jornada, y creador de la sección cultural de El Financiero, así como de los periódicos culturales De Largo Aliento y La Digna Metáfora. Es autor de medio centenar de libros en los que ha explorado el ensayo, el cuento, la poesía, la narrativa e incluso la ilustración para hablar acerca de rock, erotismo, prensa y literatura (poética y narrativa, sin hacer a un lado las letras infantiles); se ha adentrado en la crónica de las perplejidades del medio escritural e informativo y demás jocosidades del ámbito en el que se ha desempeñado toda su vida. Subdirector cultural de Notimex.
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