I
¿Dónde dejamos la condenada lata? Él no lo
recuerda y yo juro que la vi por última vez encima de la pequeña mesa de la
cocina. ¿Dónde estará? ¿Se perdió en el ajetreo de las dos últimas dos semanas?
Para ser sincera, hemos perdido demasiado las últimas dos semanas, por lo que
perder una lata de atún no debería preocuparme; sin embargo, lo hace. Emilio
piensa igual. Tenemos que encontrar la lata o, de lo contrario, volver a salir
por otra. Ninguno de los dos quiere salir, faltaba más.
Emilio
no puede ocultar su cara de aturdimiento, ayer durmió más bien poco y hace una
semana que no descansa como debería. Temo por él, siento que esta situación le
ha causado profundas contradicciones que ni a mí, su novia de toda la vida, se
ha atrevido a contar. Igual, lo veo en su rostro. Teme por el futuro, teme por
su familia que se encuentra lejos, teme por él, por nosotros, por el futuro que
pudiera truncarse de la noche a la mañana.
-¿Encontraste
la lata?- me pregunta mientras sacude la cabeza
-Por
ningún lado ¿Quieres que salga por otra?
II
La cuarentena inició exactamente hace dos
semanas, pero la certeza de que una decisión así se tomaría apenas fue clara
una semana atrás de la medida. En tres semanas nos cambió la vida de una forma
impensada. Todos los comercios cerraron excepto algunos encargados de vender
víveres y uno que otro restaurante que sobrevive gracias a las entregas en
casa. Emilio fue el primero en ser enviado a casa. Su jefe temerario, pero
noble, decidió enviar al ochenta por ciento de sus trabajadores a sus hogares.
Un par de días después fue mi jefa quien decidió hacer lo mismo no sin antes
darme una recomendación: “Quédate en
casa, esa cosa nos va a joder hasta los tuétanos”
Apenas unos minutos luego
ya estaba en casa. Emilio me esperaba con su tradicional cara de saberlo todo y
de inmediato me empezó a contar las inquietantes noticias que llegaban del
mundo. China estaba en cuarentena, Estados Unidos rompía el récord de muertos y
Europa se embarcaba en una crisis que parecía no tener retorno. Nosotros, entre
tanto, hacíamos el café y nos mirábamos con cara de sorpresa. Nadie vio venir
el golpe y por ello éste dolió mucho más. El día siguiente al inició de la
cuarentena traté de cocinar las costillas de cerdo que tanto ama Emilio, pero
incluso en ese momento ya mostraba señas de desgaste y preocupación. Se pasó
esa primera semana pegado a su móvil relatándome noticias que encontraba en
internet. Yo simulé escucharlo muchas veces, pero en realidad no me importaba
mucho. El mundo se dirigía al desastre y ese era el único hecho que era
relevante. El resto, aunque suene terrible, es solo información.
Como al quinto o sexto
día de cuarentena tuvimos que hacer dos elecciones trascendentales. Primero,
teníamos que escoger quién iría por las compras dado que el Gobierno fue claro
al advertir que solo podría salir una persona por núcleo familiar. Yo no sé si
seamos familia, la verdad. Somos novios hace más de 10 años y vivimos juntos
hace dos, pero jamás hemos hablado de casarnos o tener hijos aunque suene
extraño. Lo segundo que debíamos resolver era la necesidad de crear reglas del
juego en casa. Nunca desde que vivíamos juntos habíamos tenido que pasar tanto
tiempo juntos y eso de por sí ya causaba suficiente malestar. Sumado a ello,
Doña Doris, la persona que limpiaba el apartamento todas las semanas no iba a
volver en un buen tiempo por lo que deberíamos repartir las tareas del hogar de
manera equitativa.
Frente al primer
inconveniente propuse una salida justa: nos alternaríamos las salidas cada
semana y yo sería quien iniciaría el ejercicio. Emilio aceptó de buena manera y
solo propuso pequeños cambios frente a los días. Frente al segundo
interrogante, sin embargo, el acuerdo no fue tan amistoso. Emilio pidió hacer
cualquier tarea excepto lavar los platos, cosa que odiaba desde siempre.
-¿Y entonces quién lava
los platos?- pregunté en esa ocasión
-Pues tú, ¿Quién más?
Sabes que lo odio con la vida. Los platos y en general las cosas de la cocina
están malditas, se multiplican así uses un solo implemento. Me desagrada eso.
-Sé que te desagrada,
pero a mí también. Podemos turnarnos igual que las salidas.
-No, no voy a lavar
platos en ningún momento. Yo lavo los baños y los pisos si quieres Mariana,
pero no me pongas en esas.
Acepté para evitar una
discusión mayor, aunque yo no quería un acuerdo de ese tipo. También odio lavar
los platos, odio que se multiplique la vajilla sucia, odio que Emilio haga lo
que quiera. Odio tener que adaptar la rutina a un escenario desconocido y
plagado de incertidumbre. Así fueron nuestros primeros días de cuarentena, nos
pasamos el tiempo tratando de adaptarnos a las nuevas rutinas. Hasta el cambio
más insignificante terminó pesándonos con el tiempo.
III
-Las latas de atún
están….
-Al
fondo en el costado derecho, en la sección de enlatados.
-Gracias,
muy amable.
-Con
gusto, bienvenida.
Ya sé
dónde está el atún, siempre lo he sabido, Emilio es adicto al atún y al o largo
de estos dos años he memorizado dónde encontrarlo en todos los expendios
cercanos a casa. Simplemente pregunto por costumbre, porque siempre lo he hecho
y la costumbre tiene un poder inimaginable sobre nosotros. Vivimos con base a
costumbres y son estas las que nos hacen los que somos. Está bien, volvamos al
atún.
Camino
los 15 metros del pasillo y miro a la derecha justo al fondo. Hay muchos
enlatados, fríjoles con tocino, arvejas, duraznos y hasta cebollitas. Allí
están, las latas llenas de atún. Son reconocibles por su color azul en la
etiqueta y su logo: un particular pez que salta del agua y se mete en una
cubeta, como si quisiera ser capturado. Tomo dos latas para evitar cualquier
enfrentamiento con Emilio y me dirijo de nuevo a la entrada. No lo había
notado, pero conmigo hay otras dos personas. Una mujer con un carro repleto de
comida y un hombre que escoge el pan con demasiado detenimiento. Nosotros tres
y los dos empleados de la caja tenemos tapabocas y guantes puestos, de lo contrario
ninguno podría salir.
Ese es
otro ritual que debimos establecer junto con Emilio. La primera semana de
aislamiento compramos varios pares de tapabocas y guantes a un precio
hilarante. Era terriblemente incómodo, el tapabocas no permitía respirar y
aumentaba la temperatura del rostro como los mil diablos. Los guantes
resultaban más cómodos, pero como todo lo nuevo, nos costó adaptarnos. Emilio
encontró una forma inadecuada y hasta irresponsable de sobrevivir al uso de
estos nuevos implementos. Se colocaba el tapabocas y los guantes con mucho
cuidado en la sala de estar, pero en cuanto salía de casa se desprendía a
medias del tapabocas y lo dejaba a la altura de la garganta, como esperando el
momento de enfrentar el virus uno contra uno para usarlo de manera adecuada. Él
creía que no me daba cuenta, pero solo era necesario echar un vistazo por la
ventana luego de su salida para ver su salto al vacío.
IV
La mujer del carro a
reventar me mira fijamente mientras llevo las latas de atún y con un gesto
parece estar sonriendo. No tengo cómo saberlo. Este maldito virus nos quitó las
rutinas, las costumbres, las formas de darle significado a nuestra propia vida,
pero también nos quitó los rostros. Salir a la calle es ver gente cuyos rasgos
no distinguimos y de los cuáles solo podemos supones su temperamento. Los
labios, los pómulos, la barbilla y la nariz han sido condenados al destierro, a
un exilio obligado y doloroso. La primera semana lo entendí a las malas. No
pude reconocer a mucha gente cercana y, por el contrario, sentía que los rasgos
que nos diferencian una vez ocultos, terminan haciéndonos tristemente iguales
¿Niños y abuelos con pedazos de tela en el rostro? El fin del mundo es ahora,
definitivamente.
Pero
bueno, siempre nos quedan los ojos. Los ojos representan los restos de la
esperanza. Poder vernos unos a otros me genera sosiego y eso a su vez me da la
fuerza necesaria para salir de esta situación. La mujer del carro tiene unos
ojos cálidos de un color café claro muy llamativo. Su mirada fija me recuerda a
mi madre, muerta hace unos años, y a mi hermana que vive en otro país hace un par
de meses. El hombre que ahora escoge el cereal y antes lo hacía con el pan, me
mira de reojo con unos ojos inexpresivos y oscuros que transmiten, sin embargo,
una sensación de calma en momentos desesperados. No me mira mucho, su atención
vuelve a centrarse en la granola y el cereal de frutas que le plantean una
encrucijada existencial. Me acerco a una de las cajas y el encargado me habla
de nuevo con dulzura y paciencia. Tiene unos ojos azules y trasparentes que me
hipnotizan, no debe ser la primera vez que le pasa, muchos clientes deben
quedarse mirándolo de la misma manera. Pasa las latas de atún por la máquina y
me pide una cantidad de dinero que ahora no preciso, pero que siempre está en
aumento. Sus ojos ahora parecen decirme “vuelva pronto y gracias por comprar
acá” y después dicen que las miradas no dicen nada.
Quiero
ver los únicos ojos que me faltan dentro de la tienda, la otra cajera. Tomo el
recibo impreso en un papel endeble, lo arrugo con fuerza y me acerco a la
basura que se encuentra justo al lado de la segunda caja. Logro verla a los
ojos, de nuevo cafés, pero es un café diferente. Tiene una marca, tal vez de
nacimiento, dentro del ojo izquierdo y su mirada transmite templanza, transmite
una lucha por sobrevivir que de seguro es común por estos días. Sonrío aunque
sé que no lo sabe y salgo despacio de la tienda. ¿Podré ver a más personas a
los ojos en mi camino a casa?
V
-¿Cómo te fue?- pregunta
mientras sube los pies a la mesa
-Todo
bien, creo que el atún está más caro
-Todo
está más caro, acabo de ver que el costo de vida está subiendo como espuma. Ya
nos llevó el putas.
-No
exageres. Vamos a salir de esta, a las malas, pero vamos a salir- respondo a
los gritos mientras dejo las latas de atún en la alacena.
-Solo
hace falta que tú o yo nos infectemos y hasta ahí llegamos, nada más que eso.
-Emilio,
deja de pensar así. Ya hay países que están saliendo de esta.
-Eso he
leído, la pregunta es si queremos salir, tal vez es así que termina todo y está
bien.
Veo sus
ojos, lo dice en serio. Antes los ojos de Emilio irradiaban vitalidad, ahora
solo proyectan una penumbra infinita. Se está dejando ganar por el encierro y
el malestar general, eso explicaría su falta de sueño y sus nuevas manías.
Siempre me gustaron los ojos de Emilio, pero ahora me producen miedo, me quitan
la esperanza.
Camino
despacio al dormitorio mientras Emilio sigue hablando. Se queja de la
situación, de las ayudas del gobierno que se perdieron en el camino y de los
mismos caminos que se perdieron para el gobierno. Trato de ignorarlo y miro el
móvil para ver alguna novedad. No lo llevo conmigo cuando salgo porque han
crecido los rumores de gente que aprovecha la soledad para robar y hasta matar.
Un mensaje de mi hermana diciendo que todo anda bien con ella y un par de
correos del trabajo. No me dan ganas de trabajar y ello ha llevado a que estos
correos se represen. A lo mejor Emilio tiene razón y el mundo acabe pronto.
Vuelvo a
la sala y veo que Emilio tiene una de las latas en las manos. No usa ningún
plato. Simplemente abrió la lata y come directamente con una cuchara. El aceite
le escurre de la barba que ha crecido increíblemente rápido en los últimos
días. Come rápido, lo disfruta y cada vez saca una porción mayor. No se
preocupa por limpiarse y continúa comiendo. El aceite cae en su ropa y en los
muebles, no le interesa y continúa como si jamás hubiera sentido el sabor del
pescado. Me pregunto si no habrá consumido también la lata extraviada, me
pregunto hasta cuándo tendré que estar encerrada con él.
CARLOS ANDRÉS RAMÍREZ GONZÁLEZ. Nacido en Bogotá, Colombia el 10 de junio de 1992. Profesional en Política y Relaciones Internacionales. Ha escrito y publicado varios cuentos manejando temáticas como el amor, la oscuridad del alma y los dilemas humanos. Twitter: @candresramirezg
Foto de Josh Hild en Pexels
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