In memoriam
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Ha muerto el grande Rubem Fonseca, 26 días antes de cumplir los 95 años
de edad. El brasileño nunca obtuvo el Nobel, acaso porque no viajaba por el
mundo como diplomático, aunque era lo de menos para los que conciben a la
literatura como un arte inmerso en la condición humana, no como un agente de
gracia económica.
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Cuenta don Rubem Fonseca que en el tiempo en que Epifanio, que luego
adoptaría el nombre de Augusto, trabajaba “en la compañía de aguas y drenajes
pensó abandonarlo todo para vivir de escribir. Pero Joao, un amigo que había
publicado un libro de poesía y otro de cuentos y estaba escribiendo una novela
de seiscientas páginas, le dijo que el verdadero escritor no debía vivir de lo
que escribía, eso era obsceno, no se podía servir al arte y a Mammon [divinidad
que representaba la riqueza en la época de los fenicios] al mismo tiempo; por
lo tanto, era mejor que Epifanio ganara el pan de cada día en la compañía de
aguas y drenajes, y escribiera por las noches. Su amigo estaba casado con una
mujer que sufría de los riñones, era padre de un hijo asmático, hospedaba a una
suegra débil mental, y aun así cumplía sus obligaciones con la
literatura”.
Augusto, que no se llamaba en realidad así, “volvía
a casa y no conseguía librarse de los problemas de la compañía de aguas y
drenajes; una ciudad grande gasta mucha agua y produce mucho excremento. Joao
decía que había que pagar un tributo por el ideal artístico: pobreza,
embriaguez, locura, escarnio de los tontos, agresión de los envidiosos,
incomprensión de los amigos, soledad, fracaso. Probó que tenía razón muriendo
de una enfermedad causada por el cansancio y por la tristeza, antes de acabar
su novela de seiscientas páginas, que la viuda arrojó a la basura junto con
otros papeles viejos”.
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Sin embargo, el fracaso de Joao no disminuyó el valor de Epifanio quien,
“al ganar un premio en una de las muchas loterías de la ciudad, renunció a la
compañía de aguas y drenajes para dedicarse al trabajo de escribir, y adoptó el
nombre de Augusto”.
Ahora, dice el brasileiro Fonseca, es escritor y
andarín: “Así, cuando no está escribiendo (o enseñando a leer a las putas),
camina por las calles. Día y noche, camina por las calles de Río de Janeiro.
Exactamente a las tres de la madrugada, al sonar en su Casio Melody de
pulsera Mit dem Paukenschlag, de Haydn, Augusto vuelve
de sus caminatas al departamento vacío donde vive, y se sienta, después de dar
la comida a los ratones, frente a una pequeña mesa ocupada casi enteramente por
el enorme cuaderno de hojas rayadas en el que escribe su libro, bajo la gran
claraboya, por donde entra un poco de luz de la calle, mezclada con luz lunar
cuando las noches son de luna llena”.
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Augusto ya sabe el título de su libro: El arte de caminar por
las calles de Río de Janeiro, para lo cual se ha propuesto recorrer, palmo
a palmo, cada esquina, cada barrio, cada rincón de dicha urbe: “En sus andanzas
por el centro de la ciudad, desde que comenzó a escribir el libro, Augusto mira
con atención todo lo que puede ser visto: fachadas, tejados, puertas, ventanas,
carteles pegados en las paredes, letreros comerciales luminosos o no, hoyos en
la banqueta, botes de basura, el suelo que pisa, pajaritos bebiendo agua en los
charcos, vehículos y, principalmente, personas”. Por ejemplo, “el otro día
entró por primera vez al cinetemplo del pastor Raimundo —dice Fonseca—. Encontró el cinetemplo por casualidad, el médico del instituto le
había dicho que un problema en la mancha de su retina exigía tratamiento con
vitamina E combinada con selenio y lo remitió imprecisamente a una farmacia que
preparaba esa sustancia, en la calle Senador Dantas, en algún lugar cerca de
Alcindo Guanabara”.
Después de comprar el medicamento, pasó delante de
la puerta del cine, leyó el pequeño cartel que decía “Iglesia de Jesús Salvador
de las Almas” y entró sin saber por qué. Todas las mañanas, de las 8 a las 11,
todos los días de la semana, el cine es ocupado como templo divino. “A partir
de las dos de la tarde exhibe películas pornográficas. Por la noche, después de
la última función, el gerente guarda los carteles con mujeres desnudas y frases
publicitarias indecorosas en un depósito al lado del sanitario. Para el pastor
de la iglesia, Raimundo, y también para los fieles (unas cuarenta personas, en
su mayoría mujeres viejas y jóvenes con problemas de salud), la programación
habitual del cine no tiene importancia, todas las películas son pecaminosas de
cualquier manera; y ningún creyente de esa iglesia va jamás al cine, por
prohibición expresa del obispo, ni siquiera para ver la vida de Cristo en
Semana Santa”.
En el momento en que el pastor Raimundo coloca
delante de la pantalla del cine una vela —“en realidad una
lámpara eléctrica en un pedestal que imita un cirio”—, el local se vuelve un templo consagrado a Jesús. Ese día, el pastor
fija su atención en el hombre de anteojos oscuros, sin una oreja (mordida en el
arrebato pasional por una mujer), que se halla al fondo del cine, mientras dice
“hermanos míos, quien esté con Jesús levante las manos”, y todos los fieles las
levantan, las manos, menos el andarín Augusto.
El pastor percibe, “muy perturbado, que Augusto
permanece inmóvil, como una estatua, con los ojos escondidos por los lentes
oscuros. ‘Levanten las manos’, repite emocionado, y algunos fieles responden
irguiéndose en la punta de los pies y extendiendo aún más los brazos a lo alto.
Pero el hombre sin oreja no se mueve”.
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Y eso le traerá funestas consecuencias al pobre pastor. Después que
Augusto se apareció en el templo, por esa su meticulosidad para averiguar todo
sobre Río, el pastor Raimundo “empezó a sufrir de insomnio, a tener dolores de
cabeza y a emitir gases intestinales de olor mefítico que le queman el culo al
ser expelidos”. El pastor tendrá la obsesión, desde entonces, de que el Demonio
ha entrado a su iglesia, representado en el perfil de Epifanio, y no cesará en
darle fin a esa presencia maligna que ya ha empezado a desbaratar su
vida.
Todo esto, por supuesto, a espaldas de Augusto, que
ignora la fatal influencia que ha ejercido, involuntariamente, en el afligido
pastor. Augusto no quiere que su libro sea un mapa turístico de Río de Janeiro,
sino algo más profundo. Por eso se involucra con la gente, se mete donde no lo
llaman, busca por donde no debe, ha organizado a un número considerable de
prostitutas para que aprendan a leer y defenderse de la vida, camina y
camina.
“Son las once de la noche y él está en la calle
Treze de Maio. Además de andar, enseña a las prostitutas a leer y a hablar de
manera correcta. La televisión y la música pop han corrompido el vocabulario de
los ciudadanos, de las prostitutas principalmente. Es un problema que hay que
resolver. Tiene conciencia de que enseñar a las prostitutas a leer y hablar
correctamente en su departamento encima de la sombrerería puede ser para ellas
una forma de tortura. Así, les ofrece dinero para que oigan las lecciones, poco
dinero, bastante menos del que un cliente usual paga”.
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Pero no desiste.
Las busca en la calle, en las que encuentra,
además, un sinfín de contrariedades, mismas que le sirven, finalmente, para
armar su libro.
La otra noche halla a dos jóvenes que escriben con
espray un grafiti en las paredes del Teatro Municipal, que acaba de ser
pintado, que a la letra dice: “Los sádicos del Cachambi tiramos la calabasa del
Municipio Grafteros unidos jamás serán vensidos”.
Augusto lee la consigna.
“Eh —dice a los dos
jóvenes—, calabaza es con zeta, vencidos no es con s y falta una i en
grafiteros”, a lo que un joven, enmuinado, responde: “Pues entendiste lo que
queremos decir, ¿o no?, entonces jódete con tus reglitas de mierda”.
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No sabemos si el buen Augusto terminó de escribir su monumental obra. Lo
que sí sabemos es que don Rubem Fonseca, con su maestría acostumbrada, nos
cuenta esta interminable historia incluida en el volumen El arte de
caminar por las calles de Río y otras novelas cortas, que la Universidad
Nacional Autónoma de México editó en 2002 en un precioso libro coordinado por
Valquiria Wey.
Epifanio, como buen escritor, no vivió nunca
económicamente de lo que escribía.
¡Cuánta razón tenía Joao!
¡Y cuántas historias entrañables nos contó don
Rubem Fonseca en sus docenas de ejemplares libros!
Fotografía: El universal
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