La
historia que referiré habla sobre el particular encuentro con Irina Vasilyevna
en el Musée des beaux-arts, en la ciudad
de Burdeos. En aquella época, fui doctor emérito en el Liceo de Hombres de
Chillán, impartiendo clases de astronomía y latín. El instituto, según me
contaron, fue fundado en 1853. Mi vocación por las artes, en especial por la
poesía, me hicieron llegar a Burdeos tras ganar el certamen La porte des Poétes. El certamen
intentaba, al menos, proyectar un grupo de poetas que pertenecían a una
generación absolutamente disgregada y que se les quería dar un despegue. Yo,
ajeno a esas coordenadas, me postulé con un poemario que, según los críticos, proponía
un ingenio melancólico. Nada sé de la crítica literaria ni de su función
dominantemente aplicativa a los textos, de modo que opté por no incursionar en
esa disciplina, y dejar por omitido los análisis y valoraciones que hacían de
mi obra.
Aquella
mañana el clima era suave y cálido. Fue entonces cuando vi por primera vez a
Irina Vasilyevna en el Musée des
beaux-arts. Bastará decir que allí supe que Irina era una destacada pintora
y que en ese momento se exponía uno de sus célebres cuadros. Ella miraba con
ironía desde un balcón a los curiosos que se acercaban y emitían juicios sobre
su pintura.
No tardé
mucho en adivinar que era rusa. Me aproximé hasta ella e intenté explicarle que
me parecía que su cuadro acumulaba montañas de cachivaches, y que me hacía
recordar momentos del pasado. Sonrió y dijo:
—Es un
fenómeno que a los extranjeros les cuesta mucho entender.
La
escuchaba con atención. Luego, prosiguió diciendo:
—Hay
lugares sagrados para nosotros. Esos lugares, para mí, están en la pintura.
Quise
argumentar algo, pero enseguida habló a modo de síntesis:
—No
importa si pinto a un hombre tomando té o una chica fumando un cigarrillo. Mis
cuadros siempre hablan de la vida.
Esa
mañana también descubrí que las rusas lideran en lo que a belleza respecta.
Irina tenía el pelo lacio y largo, y parecía andar siempre con prisa. Era
esbelta y usaba abrigos ligeros. Supe también que le gustaba aprender idiomas y
las culturas de otros países. Su verdadera belleza aparecía en lo oscuro y
profundo de sus grandes ojos castaños, y en sus cejas decididamente marcadas. Tenía
la piel blanca como de porcelana. En ocasiones, se golpeaba la cara y yo la
observaba atónito.
—Es para
restablecer la circulación sanguínea —decía.
Esa mañana,
después de la exposición, quedamos en vernos para el sábado en el Port de la lune.
Llegó el
día y la tarde me devolvió a Vasilyevna más hermosa que nunca. Hablamos un poco
de la ciudad y de lo bien que nos asentaba el clima. Nunca dejaba de sonreír.
—Me conmueve
el acento con que ríes —le dije.
Ella
sorbió un trago de café y se abandonó a ese halago como considerando la
posibilidad de dar una confusa explicación.
—Me
marcharé el jueves a Moscú —dijo distraída, viendo qué expresión había en mi
rostro.
Esa
misma tarde caminamos por las afueras de la antigua ciudad, pero la sorprendí
de pronto entretenida.
—Miraba
las nubes que pasan —dijo, asestando esas palabras con cierto aire de
melancolía.
—Es
curioso —añadió—. Baudelaire amaba las nubes y se sentía un individuo que no
pertenecía a la tierra en que se encontraba.
—Los
románticos son hombres enigmáticos —le dije—. Su forma de querer y sentir nada
tiene que ver con el común de la gente.
—Sí —reprochó
Irina—. Por eso tienden a la evasión. Aman las nubes porque desde lo alto se
contempla mejor la soledad.
Hizo una
pausa y me tomó del brazo. Luego, prosiguió haciendo notar su conocimiento del
tema.
—Los
románticos son indiferentes a las convenciones humanas y a la vida social
—dijo.
—Tú
formas parte de ellos —añadí.
—Tal vez
—musitó Irina—. Amo a los románticos, atraen mi atención, amo aquello que aman
y que les resulta hermoso, incomprensible y destructivo.
Era ya
de noche y caminábamos tomados de las manos. Me pidió que la acompañase a tomar
el ómnibus. Respirarla era aspirar una emanación, diría, espiritual. Cuando nos
despedimos le dije que ella y su pintura eran como un aletazo de pájaros
silvestres.
Desde la
ventana del ómnibus la oí decir:
—No
entiendo la metáfora, pero intuyo que es un halago.
La miré
marcharse sonriendo.
A la
mañana siguiente volví a verla decidido a decirle que las rusas eran mujeres
imponderables, pero no me atreví a preguntarle si estaba sola. Evidentemente,
desde días anteriores, Irina había sospechado mi interés por ella. Era resuelta
como un ave.
La tarde
en que el tren de Irina zarpó para atracar en las frías estaciones de Moscú,
comenzó un vértigo irremediable para mí. Esa tarde la acompañé a la estación
donde tomaría el tren, pero nadie habló de encuentros posteriores. Más
melancólico que nunca, cabizbajo, hice maletas y volví a Chile una semana
después.
De
regreso en el Liceo de Hombres de Chillán, guardé a Irina como un precioso
recuerdo. En algunas noches, saltaba en mis sueños algunos de nuestros
encuentros donde yo la miraba largamente anonadado. Una noche, por ejemplo,
soñé que ella daba un paseo a solas cerca de una vieja estación con un vestido
de hermosos pliegues. Caminaba y miraba a las nubes, siempre las mismas nubes.
Por momentos me observaba y sonreía. Luego, el sueño se distorsionaba dejando
solo un aire difuso e inconexo. Otras noches, la soñaba en el Port de la lune bebiendo café a grandes
sorbos. A veces, en el ómnibus de camino al Liceo, la imaginaba en el jardín de
una pequeña casa. La recordaba en los antiguos
días felices como se recuerda un espléndido día en el bosque, o la puesta del
sol arremolinada en la playa. Otra noche, imposible de conciliar el sueño, la
definí en el rectángulo de la ventana. Pensé que tal vez sería una mujer de
veintiséis años y la suponía retocando un hermoso cuadro con pinceladas finas y
colores diversos.
Lo
último que supe de Irina Vasilyevna, fue en un diario local de Chile, que
exponía en el encabezado la muerte de una joven pintora rusa, de veintiséis
años, en la cúspide de su carrera. La nota decía que la joven mujer se
encontraba ensimismada mirando las nubes y repentinamente se arrojó a la fuerza
aplastante de un tren, dejando su cuerpo completamente despedazado.
Desde
entonces, esa misma tarde telefoneé al Liceo y renuncié a todas las asignaturas
del instituto. Me temblaba la voz y no pude contener el llanto.
Cerrando
los ojos pienso en la etapa final de nuestras vidas. En las tardes, camino
sombrío como un vagabundo por calles que me son ajenas. Recapitulo mi estancia
con Irina en Burdeos y siento una entrañable tristeza. En ocasiones, cuando la
sueño, aparece con ojos hambrientos e inadvertida como exhalando un sentimiento
parecido a la nostalgia.
A veces
me gusta recordar la tarde cuando nos despedimos en la antigua estación. Irina
me besó y no abrió enseguida los ojos, y sus mejillas eran de colores vivos.
—Has
llorado con decoro —me decía.
En ese
entonces yo miraba cómo los labios de Irina se atareaban hermosamente como
quien tararea una canción en voz baja.
ROGER ISRAEL ANCONA ORTEGA (Pomuch, Campeche. 1989) es narrador y poeta autodidacta. Estudió Literatura por la Universidad Autónoma de Campeche. Ha publicado poemas en el suplemento dominical Pleamar, del diario Crónica de Campeche. En 2015, recibió la beca INTERFAZ en la ciudad de Mérida. Ese mismo año, fue acreedor a una mención honorífica en el Primer Concurso Peninsular de Cuento y Poesía, del diario de Yucatán. En abril de 2020, en el marco de la XIV Edición del Festival Internacional de poesía “Palabra en el Mundo”, resultó seleccionado por la coordinación de Campeche. Actualmente es profesor de Literatura.
Imagen de Simon Steinberger en Pixabay
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