“POLONIO (...)
(A
OFELIA, entregándole un libro.)
Haz como que
lees en este libro
para que la
ocupación sirva de pretexto a tu soledad”
William Shakespeare, Hamlet, Acto III, Escena I
LA OBRA
Este
texto intenta hacer foco en una escena puntual de Hamlet, establecerla
como eje temático y, a su alrededor, construir una trama de sentido, una
constelación semántica. En el mejor de los mundos posibles, tal vez arroje
alguna nueva luz sobre ese personaje/figura icónica/héroe de la literatura
universal que es Hamlet. En el peor de los escenarios, habremos malgastado
apenas un par de páginas sumergidos en ese océano que es el universo
shakesperiano.
William
Shakespeare escribió la tragedia Hamlet
entre el 1601 y el 1602, cuando tenía 38 años. Comúnmente, se suele señalar que
el argumento provino de dos fuentes de inspiración. La fuente directa sería la
obra Amleth, de Francois de
Belleforest, autor francés del siglo XVI. En sus Historias
trágicas, Belleforest
cuenta la historia del príncipe danés Amleth y su venganza por el asesinato de
su padre, luego de que su tío tras matarlo se casara con su madre Geruthe. La
fuente indirecta sería la obra de la cual deriva la de Francois de Belleforest,
la Vita Amlethi (La vida de Amleth), fragmento de la
saga Gesta Danorum del cronista del
siglo XIII Saxo Grammaticus: esta crónica comparte los
rasgos de la locura fingida del príncipe y el matrimonio de su madre con el rey
usurpador.
Asimismo, otra fuente de inspiración (proveniente de
la propia vida del poeta) fue sin duda la historia de Hamneth, hijo de William
Shakespeare, muerto en 1596 a la edad de apenas 11 años. James Joyce, en su
novela archifamosa Ulises, señala
esta teoría poniéndola en boca del protagonista Leopoldo Bloom. Otra versión
bastante difundida propone también que Shakespeare se habría inspirado o basado
en una obra más antigua (y perdida) conocida como Ur-Hamlet: la autoría de esta obra se atribuye tanto al escritor
Thomas Kyd como al mismísimo Shakespeare.
EL LECTOR
El
parlamento al que me referiré es la escena dos del acto segundo.
Específicamente, el pasaje de la entrada Hamlet leyendo: esta es la acción
fundamental que nos ocupa. En resumidas palabras, Polonio informa al Rey y la
Reina acerca de la súbita locura de Hamlet, aparentemente por amor a su hija
Ofelia. Dato por demás significativo: la prueba que enarbola Polonio es una
carta de puño y letra de Hamlet para Ofelia, carta donde exhibe ostentosamente
su desvarío y en la cual hasta intenta escribir un poema. Es decir, la primera
prueba contundente de la locura de Hamlet es la palabra escrita, un texto: más
aún, un texto dentro de otro texto. A pesar de todo, los reyes aún dudan y
deciden ponerlo a prueba. Entonces es cuando ven llegar a Hamlet leyendo y la
Reina anuncia, cual un oráculo: “Pero ved al pobre infeliz aproximarse, leyendo
tristemente” (“But look, where sadly the poor wretch comes reading”). Y a
través de estas palabras reales, podemos percibir con claridad cómo el acto de
la lectura aparece relacionado directa e intencionadamente con la tristeza y la
infelicidad. Pero Hamlet va un paso más allá. Hamlet quiere fingirse loco y de
todos los objetos del universo elige uno solo, el que supone más emparentado
con la locura: un libro.
Ricardo Piglia en El último lector define la lectura como “un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio”. Y luego agrega: “la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física”. No es casual la aparición de esa palabra: dimensión. Hay una línea (histórica, cultural) que parece establecer un límite, una frontera, una cisura profunda entre la dimensión de la lectura y la dimensión de la realidad, entre el mundo común y compartido de los seres humanos y el universo solitario de quien está leyendo. El lector huye del mundo para leer o lee para huir del mundo. Así, lectura y realidad se contraponen, se contrapesan. Piglia postula que es Borges quien inventa al lector como héroe a partir del espacio que se abre entre la letra y la vida y concluye que ese lector “es uno de los personajes más memorables de la literatura contemporánea”. Ese lector que crea su propio universo, su propia realidad alternativa según va leyendo, es (por escandalosa antonomasia) el Quijote, pero también es Kafka, es Pierre Menard, es el propio Borges. Y es también (de un modo preciso y personalísimo) el Príncipe Hamlet.
Ricardo Piglia en El último lector define la lectura como “un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio”. Y luego agrega: “la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física”. No es casual la aparición de esa palabra: dimensión. Hay una línea (histórica, cultural) que parece establecer un límite, una frontera, una cisura profunda entre la dimensión de la lectura y la dimensión de la realidad, entre el mundo común y compartido de los seres humanos y el universo solitario de quien está leyendo. El lector huye del mundo para leer o lee para huir del mundo. Así, lectura y realidad se contraponen, se contrapesan. Piglia postula que es Borges quien inventa al lector como héroe a partir del espacio que se abre entre la letra y la vida y concluye que ese lector “es uno de los personajes más memorables de la literatura contemporánea”. Ese lector que crea su propio universo, su propia realidad alternativa según va leyendo, es (por escandalosa antonomasia) el Quijote, pero también es Kafka, es Pierre Menard, es el propio Borges. Y es también (de un modo preciso y personalísimo) el Príncipe Hamlet.
Ante
la pregunta obligada de Polonio (“¿Qué estáis leyendo, señor?”), Hamlet
responde agudamente: “Palabras, palabras, palabras...” Esta respuesta puede
leerse en ese estricto sentido irónico, pero también podemos interpretar que,
efectivamente, nadie lee libros ni grandes obras, sino que (apenas) vamos
leyendo palabras sueltas, construyendo esforzadamente, oración tras oración, el
sentido. En el ensayo citado, Piglia concluye que la versión contemporánea de
la pregunta “Qué es un lector” se instala en la escena del lector ante el
infinito y la proliferación: “no el lector que lee un libro sino el lector
perdido en una red de signos”. Más aún: “Podríamos decir que Hamlet vacila
porque se pierde en la vacilación de los signos. Se aleja, intenta alejarse, de
un mundo para entrar en otro”. Eduardo Rinesi también ha señalado en Política
y Tragedia: Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo: “El problema, en fin, de la
lucha que evidentemente libran, en el interior del alma atormentada del
príncipe Hamlet, dos sistemas diferentes y antagónicos, entre los cuales
nuestro héroe no se consigue decidir”.
Ahora,
el punto acaso fundamental. Hamlet no lee: finge leer, para aparentar locura.
La suya es una lectura paródica, es la parodia de la lectura. Un detalle no
menor en esta obra llena de juegos especulares es que, en la primera escena del
tercer acto, Polonio (al ver acercarse a Hamlet) le entrega un libro cualquiera
a su hija y le recomienda esto: “Haz como que lees en este libro para que la
ocupación sirva de pretexto a tu soledad”. Otra vez, el libro como medio para
un fin; otra vez, la parodia de la lectura. Eric Auerbach, en Mímesis. La
representación de la realidad en la literatura occidental, ha puesto
certeramente el foco (partiendo de una escena de Enrique IV) en esa marca de autor shakesperiana que consistía en la
“parodia de las tendencias, muy poderosas ya en tiempos de Shakespeare, hacia
la separación estricta entre lo elevado y lo cotidiano realista”. Y completa:
“Las tendencias de ese tipo estaban inspiradas en el modelo antiguo,
especialmente en Séneca, y fueron difundidas por los imitadores humanistas del
drama antiguo en Italia, Francia y la misma Inglaterra, pero aún no se habían
impuesto”.
Hamlet
está parado en un límite, una frontera y desde ese espacio lee e interpreta el
mundo. Aún más: lo recrea. Toma una obra preexistente y la reescribe, agrega
una escena para incorporarle un nuevo sentido. Confiesa, en las líneas finales
del acto que nos ocupa: “¡El drama es el lazo en que cogeré la conciencia del
rey!”. Un nuevo texto, palabras nuevas escritas por Hamlet e incorporadas a un
texto previo serán las que definirán los destinos de todos los personajes de la
obra. Hay más: Hamlet, asumido su papel de loco, cita constantemente, responde
con citas, su aparente locura lo transforma en una máquina intertextual. Actúa,
declama: en este segundo acto lo vemos ejecutar un papel teatral (el de Pirro),
vemos la actuación dentro de la actuación (lo que, en cierta forma, anuncia lo
que sucederá después: la obra dentro de la obra que encarga a los actores).
Hamlet
habita ya un mundo paródico, donde cada palabra y cada acto se resignifica en
un juego de espejos, se desplaza entre los diversos discursos (o mundos o
sistemas de signos). Dice Auerbach: “La locura semirreal o semifingida de
Hamlet se desencadena en todos los niveles del estilo, a veces dentro de una
misma escena y hasta de un mismo parlamento; salta del chiste espeso a lo lírico
o lo sublime, de lo irónicamente absurdo a la meditación oscura y profunda, del
escarnio despectivo de otros y de sí al patetismo justiciero y a la orgullosa
afirmación de sí mismo”. Lo que este texto quiere destacar es que esta locura
“semirreal o semifingida”, el príncipe Hamlet decide representarla con un libro
en la mano. La puerta, médium entre los mundos, es el libro. Dice Piglia: “El
libro es un objeto transicional, una superficie donde se desplazan las interpretaciones”.
Párrafo
aparte: una escena que ya forma parte de la mitografía literaria nacional
argentina es la que cuenta el propio Piglia en el primer volumen de sus
diarios. A los tres años de edad, intrigado por la escena constante de su
abuelo, sentado en un sillón y mirando fijamente un misterioso objeto
rectangular, decidió tomar uno de esos libros de la biblioteca y sentarse en el
umbral de su casa, simulando leer. Cuenta Piglia: “Vivíamos en una zona
tranquila, cerca de la estación de ferrocarril y cada media hora pasaban ante
nosotros los pasajeros que habían llegado en el tren de la capital. Y yo estaba
ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó
y me dijo que tenía el libro al revés”. La conclusión que propone Piglia es
asombrosa pero verosímil: “Pienso que debe haber sido Borges (…). En ese
entonces solía pasar los veranos en el Hotel Las Delicias porque ¿a
quién si no al viejo Borges se le puede ocurrir hacerle esa advertencia a un
chico de tres años”.
En
lo que refiere puntualmente a nuestra literatura nacional, tanto Borges como
Piglia han reflexionado y escrito recurrentemente sobre los diversos actos de
lectura (pertenecientes a sus propias biografías o determinados momentos de la
historia clásica y moderna) y dado sus propias interpretaciones de esos actos.
Asimismo, se han interesado en la obra de Shakespeare y específicamente en el
príncipe Hamlet: Piglia, en el citado ensayo El último lector, en el
apartado titulado “El caso Hamlet”; Borges, en el texto “Everything and nothing”,
perteneciente al libro El hacedor y el fantástico cuento “La memoria de
Shakespeare”, del volumen homónimo. Asimismo, “El Aleph” (probablemente el
cuento más célebre y celebrado de Borges) lleva como epígrafe un pasaje de Hamlet,
del mismo acto y la misma escena que trata el presente artículo.
El
escritor siciliano Leonardo Sciascia, en su novela El contexto,
escribió: “Un hecho es un saco vacío”. Un hecho es un saco vacío de sentido, se
entiende. Un hombre paseando con un libro en la mano es meramente un hecho,
apenas un saco vacío. William Shakespeare hace que ese hombre sea el príncipe
Hamlet, y hace que este personaje aparente leer para aparentar locura, logrando
así que ese acto se llene de significado. Cuatrocientos años después, nosotros,
lectores constantes, seguimos deconstruyendo e interpretando inagotablemente
esa escena.
EL ACTO
Aristóteles,
en la Física (II, 8, 199a16-18) escribió famosamente que el arte imita
(y completa) a la naturaleza. En el primer siglo cristiano, el filósofo latino
Lucio Anneo Séneca reformuló este concepto como axioma en su Epístola 65:
“Omnis ars naturae imitatio est” (“Todo arte es imitación de la naturaleza”).
Oscar Wilde la replicaría, dieciocho siglos después, sosteniendo en su obra La
decadencia de la mentira que “la naturaleza imita al arte”.
Así,
a través de este fugaz camino de citas, llegamos a eso que Harold Bloom propone
en Shakespeare: la invención de lo humano: “Shakespeare no copia lo
humano: lo crea”. Desde esta perspectiva, se nos hace más límpida esta otra
frase de Bloom en El canon occidental: “Shakespeare, tal como nos gusta
olvidar, en gran medida nos ha inventado”. Carlos Gamerro, en Harold Bloom y el
canon literario, hace eco de las palabras de Bloom y las profundiza: “Shakespeare
pone en escena formas de conciencia que no habitaban la realidad, y que
empiezan a habitarla después, a partir de sus obras”. Y concluye: “No es que
los personajes de Shakespeare sean válidos porque se parezcan a las personas de
carne y hueso: son las personas de carne y hueso las que adquieren sentido al
parecerse a los personajes de Shakespeare”.
Borges
escribió que cada escritor crea a sus precursores y que su obra modifica
sustancialmente nuestra concepción del pasado y (por ende) del futuro. Si
confrontamos esta imagen con la postura de Bloom de que Shakespeare nos ha
creado a nosotros, sus lectores, tendremos como resultado un vórtice ubicuo,
desde el cual mirar el universo y mirarnos a nosotros mismos, una suerte de Aleph shakespeariano. Desde esa
perspectiva, el mundo sería la obra de Shakespeare y todos nosotros
profesaríamos la misma bardolatría, como la denominó Juan Villoro.
Personalmente,
prefiero una versión parcial y menos altisonante. Creo que cada artista es
(parafraseando a Herman Hesse) el punto único, particularísimo, importante
siempre y singular, en el que se cruzan los fenómenos del mundo, sólo una vez
de aquel modo y nunca más. Y que, tal como lo expone Liliana Heker en Las
hermanas de Shakespeare (en el fragmento que oficia de epígrafe de este
opúsculo), cada artista tiene una
mirada peculiar, excéntrica y distorsionante del universo, que es capaz de
tomar un acto cualquiera y transformarlo de forma sustancial. Así, un artista
único e irrepetible (William Shakespeare) toma un acto cualquiera (leer un
libro) y lo transmuta milagrosamente en algo repulsivo, geométrico, paródico y
también bello (la locura).
Como
bien dice Eduardo Rinesi: “Lo que hace de Hamlet un clásico no es que durante
tanto tiempo no hayamos podido encontrar su verdad secreta, su cifra oculta,
sino que tanto tiempo después podamos continuar leyéndola (como todas las
épocas anteriores a la nuestra la leyeron) como una clave posible para pensar
los problemas de nuestro tiempo, interrogándola -e intentando
“explicarla”- con nuestros sistemas teóricos y filosóficos, con nuestras
mitologías y creencias, y que la obra resista altivamente -como lo viene
haciendo desde hace cuatro siglos- ese ejercicio”.
Y
eso es lo que viene a traernos Shakespeare una y otra vez, para nuestra
felicidad y asombro de lectores. Por eso leemos una y otra vez Hamlet,
para volver a verlo paseándose con su duda metafísica a lo largo y a lo ancho
de la obra: con un libro en la mano, aparentando leer, haciéndose el loco.
DIEGO RODRÍGUEZ REIS nació en La Boca (Buenos Aires). Es escritor y columnista de literatura en diversos medios digitales y radiales. Ha sido becado por la Fundación Antorchas (2002-2003) y por el Fondo Nacional de las Artes (2007). Ha publicado los libros El Charco Eterno (El Camarote Ediciones, 2009), Lo Levemente Ajeno (El Suri Porfiado Ediciones, 2013), Correspondencias Secretas (Ediciones Del Dock, 2015) y La Anchura y la Llanura (Ediciones Patagonia Escrita, 2018). Ha integrado, entre otras obras: Antología Federal de Poesía. Región Patagonia (Consejo Federal de Inversiones, 2014); Poesía Río Negro. Las Nuevas Generaciones (Fondo Editorial Rionegrino/ Universidad Nacional de Río Negro, 2015); COMOE. Seis Poetas en Neuquén (Ediciones De La Grieta, 2015); Plexocuentos. Narrativa y Gráfica de Argentina y Chile (Centro de Investigaciones Poéticas Casa Azul, Valparaíso, Chile, 2016); Breve Tratado del Viento Sur. Antología Poética de Patagonia Argentina (Escarabajo Editorial, Bogotá, Colombia, 2017); y Patagonia literaria VI. Antología de Poesía del Sur Argentino (INOLAS, Potsdam, Alemania, 2019). Ha dictado Talleres de Escritura Creativa y se ha desempeñado como jurado en diversos concursos. Actualmente vive en Villa La Angostura (Neuquén, Patagonia Argentina) donde dirige la revista de cultura “Rescate”.
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