Cuando se es lector con mucho tiempo por delante, como lo fui en la infancia y adolescencia, se tiende a devorar todo lo que se encuentra uno por ahí. Y creo que ya lo comenté en algún artículo previo, los libros gordos siempre son los primeros que llaman mi atención.
En las bibliotecas que
he frecuentado, mi vista y manos siempre se posan en esos libros voluminosos. Los
tomo, los hojeo, comienzo a leer y muchas veces los hago míos, no puedo parar y
tengo esa emoción que da el poder llenar el tiempo de lectura con algo que
parece nunca acabar.
Uno de esos autores cuya
obra leí casi completa durante mi adolescencia es Irving Wallace (Chicago,
1916). Me atrapaba desde el inicio y llegué a terminar algunas de sus novelas en
una o dos semanas, a pesar de la cantidad de páginas y con gran dolor, porque
acabarlas significaba deambular otra vez en bibliotecas buscando un nuevo amor.
Las novelas de Wallace
son en apariencia ligeras, con un toque picante, algo de historia sobre todo
norteamericana, mucha información literaria, y capaces de aplastarme por horas
en la sala, patio o recámara.
Lo interesante del
asunto es que además de la experiencia de la lectura siempre quedaba la
inquietud por saber cuánto de lo escrito era o no cierto. Wallace es un autor
que gusta jugar con hechos reales y hacer una mezcla con la ficción, como a lo
largo de la historia de la literatura muchos escritores, serios o no, lo han
practicado. Eso es inherente a las novelas, aunque no todas resultan
interesantes, algunas se transforman en pastiches aburridos, otras perduran en
el gusto del público año tras año.
A veces es difícil
perdonarle a alguien el ser uno de los autores más leídos del mundo, sobre todo
si dicho autor no guarda los rigores estéticos que se espera de un escritor
“serio”. Bueno, pues eso es Irving Wallace.
Otra cosa que marca mi
experiencia con él es el dato curioso de no recordar los nombres de sus personajes,
a decir verdad, no tiene ningún personaje entrañable para mí, alguno cuya
historia me haya acompañado, cuyo ejemplo quiera seguir o que tenga una
intimidad amada. Y no es porque no sea capaz de crear personajes sólidos, bien
definidos, con características físicas, emotivas y vitales, sino que en sus
novelas la trama se vuelve el actor principal.
Wallace es un autor de
fórmula igual que muchos otros a los que les va bien con las ventas de sus
libros: intriga, romance, sexo y un tema interesante, que puede ser desde un
documento misteriosamente revelador encontrado por azar o un estudio
sociológico del comportamiento sexual humano, o un libro tan obsceno que se
vuelve producto ilegal casi como las drogas, o una conjura contra el presidente
del momento, en fin, las tramas son infinitas.
Cabe decir que escribir
una novela entretenida, que perdure a pesar de los cambios históricos,
políticos y sociales, no es cualquier cosa. Pero Irving decidió que la única
manera de ser escritor era, por supuesto, sentándose a escribir, pero manejando
esa fórmula como parte intrínseca de su creación, y eso es lo que hace que la
literatura de Wallace sobreviva a pesar del tiempo.
TERESA MUÑOZ. Actriz con formación teatral desde 1986 con Rogelio Luévano, Nora Mannek, Jorge Méndez, Jorge Castillo, entre otros. Trabajó con Abraham Oceransky en 1994 en gira por el Estado de Veracruz con La maravillosa historia de Chiquito Pingüica. Diversas puestas en escena, comerciales y cortometrajes de 1986 a la fecha. Directora de la Escuela de Escritores de la Laguna, de agosto de 2004 a diciembre 2014. Lic. en Idiomas, con especialidad como intérprete traductor. (Centro Universitario Angloamericano de Torreón). Profesora de diversas materias: literatura, gramática, traducción, interpretación, inglés y francés. Escritora, directora de monólogos teatrales y autora del libro de cuentos El fin de la inocencia (Quintanilla Ediciones, 2020).
Fotografía: Revista Ojo
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