23 de marzo de 1973
Cuando tengo que quedarme a comer en el centro, a veces me meto en un restaurante en donde hacen muy bien las quesadillas sincronizadas.
Pues allí estaba, sentado en un taburete de la barra, esperando mi quesadilla y observando al mozo —tiene unas manitas negras, chiquitas, que le sirven para todo: ¿que le piden una jericaya?, voltea la copa y se echa la jericaya en la mano antes de ponerla en el plato, ¿que le piden una orden de papaya?, mete la mano en el recipiente de la papaya y saca los cubitos, ¿que son tres tortas para llevar?, mete la mano en el tazón de los encurtidos y saca un puño de chilitos—. Pues estaba yo observando esto, cuando de la cocina que está al fondo del local salió una mesera con dos sopas caldosas y vino derecho a donde estaba el dueño del restaurante, que estaba en la barra junto a mí, haciendo montoncitos de veintes.
—Don Fernando —dijo la mesera— que ya está tronando el piso de junto a la estufa.
Por un momento, don Fernando no hizo más que abrir la boca. Después dijo:
—Pero, ¿cómo que está tronando el piso de junto a la estufa?
Yo aproveché la confusión que vino después para irme a comer en otro lado. Pero al salir iba pensando que, francamente, aquí en México hay gente que sabe dar las malas noticias.
Una mañana hace muchos años, cuando estaba yo en el rancho, llegaron dos medieros envueltos en cobijas y se pararon afuera del portón de la casa. Cuando salí a ver qué querían me dieron una de las peores noticias que me han dado en mi vida.
—Dice el Juan Márquez que ya se cayó al pozo la pelotita.
La «pelotita» era el cabezal de la flecha… Bueno, una parte muy importante de la bomba, sin la cual no podíamos regar.
Conseguir una refacción nos llevaba quince días, lo cual hubiera significado perder la cosecha. Recuperar la «pelotita» —o intentarlo cuando menos— quería decir bucear en agua fangosa de tres metros de profundidad, tentalear el limo del fondo y discernir por tacto entre la «pelotita» y los esqueletos de las ratas. Hicimos las dos cosas: primero buceamos, no encontramos nada y después esperamos los quince días y se perdió la cosecha.
Bueno, pues toda esta catástrofe fue puesta en una nuez por el mediero, que me anunció:
—Dice el Juan Márquez que ya se cayó al pozo la pelotita.
Otro sistema de dar malas noticias consiste en no darlas. Es también muy usado en el Bajío. Por ejemplo si alguien llega de un largo viaje, no se le dice luego luego que ya se murió su mujer. Al recibirlo en la terminal hay que dejarlo que crea que su mujer no está allí porque se quedó en la casa; una vez en la sala de la casa, hay que dejarlo que crea que está en la cocina. Cuando ya se llegó al corral de atrás y no hay más dónde buscar, el marido —que no ha preguntado por su mujer antes porque no sería correcto— no tiene más remedio que preguntar:
—¿Y dónde está Atanasia?
Entonces, el más viejo y el más allegado de los que fueron a recibirlo, contesta:
—¿Atanasia? Ah, pues ya falleció.
Un tercer procedimiento que he tenido oportunidad de estudiar en carne propia, porque era el empleado por una sirvienta que tuve, consistía en recubrir la mala noticia en forma de una pregunta que tenía por respuesta fatal la mala noticia propiamente dicha. Por ejemplo, en vez de decirme: «señor, se está cayendo el techo», me preguntaba:
—¿Por qué será que el techo se ve así como abombado, y con muchas como rajaditas así como una telaraña?
O bien:
—¿Por qué será que el canario no se mueve? Mírelo, tiene ya tres días que está nomás acostado en su jaula y ni canta ni nada.
Texto tomado del libro Instrucciones para vivir en México. Selección de artículos publicados en Excélsior (1969-1976). Booket, 2007.
JORGE IBARGÜENGOITIA (Guanajuato, 1928 - Mejorada del Campo, 1983). Escritor y periodista mexicano, considerado uno de los más agudos e irónicos de la literatura hispanoamericana y un crítico mordaz de la realidad social y política de su país. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y fue becario del Centro Mexicano de Escritores y de las fundaciones Rockefeller, Fairfield y Guggenheim. Su obra abarca novelas, cuentos, piezas teatrales, artículos periodísticos y relatos infantiles. Su primera novela, Los relámpagos de agosto (1965), una demoledora sátira de la Revolución mexicana, lo hizo merecedor del Premio Casa de las Américas. A ésta seguirían Maten al león (1969), Estas ruinas que ves (1974), Las muertas (1977), Dos crímenes (1979) y Los pasos de López (1982; editada en España un año antes bajo el título Los conspiradores), en las que echó mano del costumbrismo para convertirlo en la base de historias irónicas y sarcásticas. En el terreno del cuento publicó La ley de Herodes (1976). Entre sus piezas teatrales destacan Susana y los jóvenes (1954), Clotilde en su casa (1955) y El atentado (1963). Murió trágicamente en un accidente aéreo.
0 Comentarios
Recordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.