La tumba de mi madre está al lado de la de una chica, María, que murió en 1950 a los veintiocho años. En la fotografía se ve a María sonriente, con la cabeza ligeramente ladeada y los dedos de una mano apoyados con delicadeza en una mejilla. Una pose que seguramente le sugirió el fotógrafo. Siempre me ha gustado pensar que era el retrato destinado a un novio lejano, aunque nunca sabré la verdad.
Jamás he visto flores frescas en su tumba, sólo e invariablemente las mismas flores de plástico que han resistido a todas las intemperies y se han teñido de un indefinido gris polvoriento, tallo incluido, de manera que siempre compro un par más para ella en la floristería. Quizá todos los parientes de María hayan muerto o vivan lejos, aunque da igual, a estas alturas la considero ya un poco de la familia.
Sobre sus tumbas se erige un ciprés gigantesco. Sus ramas, de un verde oscuro, se alzan varios metros hacia lo alto. Es precioso, solemne, y eso me encanta. Lo más hermoso, sin embargo, es que María esté cerca de mi madre. No sé por qué, no creo que los muertos puedan verse o hacer nada por el estilo, pero sé que mi madre se habría parado delante de la tumba de esa chica y se habría preguntado quién era, de qué murió.
Mi abuela y yo vamos al cementerio todos los domingos sin decirnos palabra. Cada una desempeña sus tareas en silencio: ella va por el agua y tira las flores secas, yo arreglo las frescas y barro bajo la lápida.
Cuando era pequeña e iba al cementerio con mi madre para saludar a mi abuelo, como decía ella, todo era distinto. Hablábamos sin parar y mirábamos las estatuas de las tumbas más antiguas. Contemplábamos los altos cipreses recortados contra el azul del cielo y el gran pino con forma de paraguas que se elevaba por encima del muro que separa el camposanto del huerto de los frailes. La visita no era triste y morir parecía algo tan dulce como las flores, como la sonrisa de esas estatuas que tanto nos gustaban. Por entonces el cementerio era un lugar menos solitario, y yo creía que los muertos eran felices y que ninguno sufría la soledad, que sólo eran invisibles e incluso se divertían.
Hoy, que es ella la invisible, busco siempre el camino más largo de salida e intento descubrir algo nuevo en ese tiempo inmóvil.
De María me gusta pensar que tal vez fue una chica alegre, al igual que mi madre, y que, como a ella, le gustaban las cosas sencillas y el cine o, mejor aún, el cinematógrafo.
A veces me las imagino paseando en silencio: mi madre se pasa de vez en cuando una mano por el cabello oscuro y María se lleva los dedos a los labios, con la mirada atónita por la vida perdida.
Texto tomado del libro La lluvia en tu habitación, de Paola Predicatori.
Editorial: Salamandra, 2012.
PAOLA PREDICATORI. Nació en 1967 en Senigallia, en la región de Las Marcas, y vive en Milán. Licenciada en Filología Italiana, gran parte de su vida profesional ha transcurrido en el mundo editorial. Es una apasionada lectora de literatura juvenil y novelas de formación. En 2012 debutó con La lluvia en tu habitación, que ha cosechado el aplauso del público y la crítica en Italia y cuyos derechos se han vendido en ocho países.
Foto de Alan Cabello en Pexels
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