Era uno de los números principales del Parque Rodó. Estaba a unas cuadras de la rambla y en las tardes de invierno se podía ver al enorme sol brillando con desesperación a través del viento y al menjunje de aguas marrones y cremosa espuma amarillenta arremolinándose y creando olas que avanzaban unas sobre las otras —como si fuera una carrera— para terminar estrelladas en la orilla. La playa Ramírez era pequeña, una media luna encerrada entre las piedras y los muros de la rambla. En verano era un plato y siempre estaba llena de bañistas; el resto del año se podían ver pescadores sentados en las piedras y personas corriendo y haciendo ejercicios en la arena.
Era primavera en Montevideo. El parque verde, frente al de atracciones, estaba repleto: familias de picnic, solitarios recostados sobre el pasto fumando, parejas caminando de la mano, un batallón de niños correteando, improvisados partidos de futbol por todas partes. Al fondo, sobre la rambla, unos pocos valientes pedaleaban de frente al incansable viento, cabizbajos, horizontales a la bicicleta, adentrándose en el aire frío con obstinación.
Lucas y su abuelo caminaron hasta la boletería después de estacionar el auto. Pagaron sus tickets, se acomodaron en la fila y esperaron. El ir al Tren Fantasma era casi una iniciación. Lucas le había pedido a su abuelo que lo llevara. Este lo había recogido un rato antes, en su casa, y habían hecho el viaje en silencio. Lucas había ido sentado en el asiento del acompañante, sintiendo el sol caliente en el pecho y parte de la cara, observando a su abuelo de reojo. Manejaba con las dos manos sobre el volante y era extremadamente cauteloso en las esquinas; tenía siempre un asomo de sonrisa, la cabeza ligeramente levantada, un aire simbólico de estatua o busto en la cara. Sus orejas eran enormes, y hacía sufrir al auto con el embriague. Lucas no sabía esto, pero le daba ansiedad en la barriga ir todo el camino escuchando el motor forzado, como si estuviera a punto de derretirse o de reventar.
Finalmente les llegó el turno. El operador les indicó el primer carro para que se acomodaran. Su abuelo pasó primero y se sentó a la derecha. El operador — un tipo vestido de paisano, con cara de pocos amigos — bajó bruscamente la barra de seguridad y el abuelo se tomó de ella usando las dos manos. Estaba tenso; los nudillos se le pusieron blancos y la sonrisa nerviosa. Esperó mirando fijo al frente, donde se veía el oscuro inicio del túnel. Iba vestido con formalidad: grueso sobretodo marrón sobre un prolijo buzo de lana, pantalón de vestir y zapatos negros recién lustrados A Lucas le pareció gracioso que se hubiera vestido así para el Tren Fantasma, pero trató de no mirarlo mucho para que no se diera cuenta. Además, no quería que su abuelo advirtiera que él sabía que le daba un poco de miedo estar allí.
Cuando los carros estuvieron llenos (unos seis en total) el trencito empezó a moverse. En un instante dejaron la luz atrás — que desapareció en una curva abrupta — y en una completa oscuridad empezaron a escuchar ruidos de puertas mal engrasadas y risas diabólicas, la clase de miedos y sustos que esperaban agazapados un poco más adelante.
De pronto el trencito aceleró; luego se detuvo; luego volvió a la carga; se prendieron luces rojas y amarillas; los monstruos saltaron sobre los carros y se detuvieron justo antes de tocarlos, quedando clavados en el aire con una vibración estática. Se redujo la velocidad; algunos fantasmas pasaron volando sobre las cabezas. Volvieron a acelerar. Cada cambio era de sopetón, torpe, metálico, les sacudía los dientes; ahora las criaturas llegaban de todas partes, unas volando — haciendo que los niños gritaran y los padres rieran y agacharan las cabezas —, otras abalanzándose sobre los carros desde los lados, con un aparecer bruto y robótico; las mismas paredes cavernosas parecían esconder un nuevo monstruo en cada curva. No había descanso, cuando una criatura desaparecía otra tomaba enseguida su lugar; a veces eran dos, una de cada lado; todo amalgamado con un sonido ambiente de horror: brujas chillando, carcajadas macabras, puertas oxidadas abriéndose, otras que se cerraban con un estallido… Y las luces de colores, hechas con papel celofán, precarias como el juego de flashes y la máquina de humo que dos por tres largaba un chorro tan espeso que dejaba a todos tosiendo por igual.
Cerca del final el túnel se iluminó de repente. Lucas había estado todo el rato sacudiéndose como un muñeco, tratando de que el miedo no lo dominara, y lo primero que hizo cuando vio todo tan claro fue mirar a su lado. Su abuelo no lo notó. Aun se tomaba con fuerza de la barra; aun sonreía, pero como si el susto le hubiera estancado aquella expresión. Apretaba la boca con ganas; casi no parpadeaba. A veces intentaba estirar la sonrisa, ablandarla un poco, como si quisiera disimularse él mismo el espanto que llevaba encima. A Lucas le dio un poco de vergüenza verlo así, como si sin querer hubiera sido testigo de algún secreto que no venía a cuento. Quiso abrazarlo para que supiera que no estaba mal tener miedo. Pero no pudo moverse, y reconoció en él la misma barra de metal que su abuelo llevaba alrededor del pecho.
El recorrido del trencito terminó en el mismo punto de donde habían partido. El operador levantó las seguridades de cada carro y todos fueron saliendo. Comentaban cada susto que habían tenido, reían de las reacciones de unos y de otros; los niños se veían adrenalínicos, pasados de revoluciones, gritando los nombres de otros juegos a los que planeaban subirse; los padres sonreían satisfechos, asentían felices, accediendo a los pedidos de los infantes.
Lucas saltó del carro y esperó de pie a un lado a que su abuelo saliera. No era alguien ágil, y el operador tuvo que ayudarlo. Luego caminaron de regreso al auto. Al fondo, el enorme sol naranja casi tocaba el agua y lanzaba luz volcánica y enceguecedora sobre las cabezas de la multitud que abarrotaba el parque. Colas interminables frente a los vendedores de churros y de panchos, otras iguales para subirse al resto de los juegos. El viento se había enfriado y soplaba cortante desde el agua embravecida. Lucas no recordaba una sola vez que fuera a la rambla y no soplara aquel viento insoportable, que las aguas no estuviera agitadas y convulsas y marrones como el chocolate.
Dentro
del auto sintieron enseguida el cambio de temperatura. Se quitaron las bufandas
y se desabrocharon los abrigos. El alboroto de la calle y el zumbido del viento
desaparecieron de repente y los dos se encontraron en un silencio calmo y
abrazador. El abuelo puso la llave en el encendido. Luego se detuvo y miró a su
nieto:
–
¿Se divirtió?
– Sí,
abuelo, estuvo buenísimo – le dijo Lucas. Y enseguida agregó dubitativo: –
¿Querés jugar un poquito al fútbol cuando lleguemos?
– Vamos a ver, vamos a ver… – dijo el abuelo encendiendo el auto. Aun sonreía, y después de acomodarse los gruesos lentes puso primera y con las dos manos en el volante fue soltando dolorosamente el embriague hasta que el auto se movió. Lucas lo miró de reojo, analizando su concentración a la hora de manejar, la forma en la que inclinaba el cuerpo sobre el volante como si hubiera perdido algo del otro lado del parabrisas y tratara de encontrarlo desde allí.
El sol desapreció apenas se alejaron de la rambla. Descubrieron que las luces de la calle estaban todas prendidas y de repente sintieron frío. La melancolía — tan constante en Montevideo como el olor a mar — se prendió de las cosas y cayó de golpe sobre el auto, enraizándose dentro.
Hicieron el viaje en silencio, viendo pasar por la ventana a un Montevideo recién encendido. Lucas fue todo el camino sintiéndose vagamente triste. Tenía el presentimiento que su abuelo le diría que estaba muy cansado para jugar al fútbol.
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