CUENTO No sé qué opine usted | Federico Cendejas Corzo

No sabía si contarle esto, doctor, pero finalmente pensé que sería bueno, que tal que si se lo digo, se me cura una de las muchas heridas que traigo dentro.

A veces cuando hablo con usted siento que le hablo al techo, porque literalmente eso estoy haciendo, aquí acostado en su diván, pero de todos modos vengo y le pago la hora para que me escuche usted y así me sane yo solito. No me malentienda, creo que sí me ayuda, eso de decir las cosas como le vengan a uno a la cabeza es una especie de liberación, ¿o no?

En fin, lo que le voy a decir pasó hace mucho tiempo y nunca se lo he dicho a nadie, a nadie, nadie, porque pensaba que no me había pasado, que me lo había imaginado o que ese día andaba yo confundido, pero ahora, 15 años después de aquel día veo que no, que el engañado y robado fui yo, que fui medio tonto, que era un adolescente de 16 años, inocente, al que le quitaron algo ese día.

Y no se asuste, doctor, no está tan grave, aunque sí duele un poquito, como una piedrita que se mete en el zapato e incomoda al caminar, porque no es que no se pueda caminar con ella, sí se puede, pero es molesto, incluso a veces ya ni se siente tanto, las personas se acostumbran a estar con ella, pero a lo mejor cuando le diga será como cuando se logra uno deshacer de la piedrita del zapato, ¿no cree?

Le cuento pues, cuando era yo adolescente, me gustaban los deportes, jugaba voléibol y aún no sabía muy bien nada de mi vida, o sea, me refiero a que a esa edad la identidad apenas se está formando y las personas experimentan todo por primera vez: las fiestas, enamorarse, salir; y las hormonas andan a todo lo que dan. Déjeme decirle que yo era un niño muy tranquilo y claro que sentía todo el alboroto interno, pero nunca me dejé llevar por las emociones desvocadas, al contrario era y, quizás sigo siendo, reservado.

Fue durante uno de los entrenamientos de voléibol que conocí al soldadito, era un muchacho bastante más grande que yo, seguramente tendría unos 22 años en aquella época, y lo peor es que ni de su nombre me acuerdo bien, ¿Francisco, Fernando, Fabricio?, me acuerdo de que tenía un apellido raro, de origen italiano, pero no, tampoco lo recuerdo.

De lo que sí me acuerdo muy bien es de su aspecto: era muy atlético, usaba casquete corto de un negro azabeche brillante y su piel era de un blanco pálido fantasmal.  Estaba en el colegio militar estudiando una ingeniería e iba a jugar voléibol los fines de semana a donde yo entranaba también.

Me contaba sus aventuras en la milicia y medio me caía bien, pero no crea que mucho: amigos, lo que se dice amigos, no éramos. A veces platicábamos mientras nos sentábamos a tomar agua en los descansos.

Yo notaba que me observaba mucho, pero no le daba importancia como a casi nada en esos momentos. Obviamente en aquel tiempo no estaba yo seguro si me gustaban los hombres o las mujeres, o los dos, digo, medio lo sospechaba, además, eso sí, yo siempre fui diferente a los demás, pero ese no es el punto, el descubrimiento vendría después, ese sí, ya se lo conté.

El asunto es que un día al terminar el entrenamiento, el soldadito me dijo que si lo acompañaba a dar una vuelta por el parque. Porque déjeme decirle, doctor, que las canchas donde entrenábamos están en un parque muy grandote, ahí se practican varios deportes y hay quioscos de comida, juegos infantiles y muchas áreas verdes, es un lugar muy agradable, de hecho.

Fuimos, entonces, a dar la vuelta y me empezó a contar que estaba por graduarse y que lo iban a mandar al norte del país, que ya no vendría más a entrenar y que, seguramente, ya no nos íbamos a ver y quería despedirse de mí. Yo, francamente me sorprendí porque, como le digo, no éramos amigos, incluso me puse muy incómodo porque había algo en su mirada y en sus gestos que me ponía nervioso, pero bueno, intenté tomarlo con calma, al fin, no había pasado nada extraño, aún.

Le dije que le deseaba lo mejor, que tuviera mucho éxito allá en la frontera y lo felicité por su próxima graduación. Él me dijo que estaba contento, que me iba a extrañar y me dijo también que si me podía tomar una foto. Yo, por supuesto, me puse mucho más incómodo todavía, y medio desconcertado le dije que sí. Sacó su celular, que en pleno 2006, no era como los de ahora, ¿verdad?, y le puso una camarita que se le tenía que conectar. Con un gesto medio sugestivo me quitó la gorra que traía yo puesta y me peinó con los dedos, yo me quedé helado, de veras, cuando hizo eso, me dijo que sonriera y no sé de dónde saqué yo la mentada sonrisa y ‘click’ sacó la foto.

Después de eso los nervios se empezaron a transformar en angustia, aunque yo en mi mente decía: “Cálmate, cálmate, aquí no ha pasado nada”. Acto seguido me dijo que ya se tenía qué ir, eso me alivió un poco, sabe, pero aún faltaba algo.

Primero me ofreció una pastilla de menta que le acepté y después me dijo que tenía algo para mí, que era una cosa que me quería dar para que me acordara de él siempre, y vaya que lo logró, el muy astuto. Me dijo que estirara la mano y cerrara los ojos y ahí voy de estúpido a hacerle caso, ¿sabe usted que hizo, doctor?, me plantó un beso en la boca de los buenos, apretadito y todo, no sabe usted el susto o la sorpresa o lo que haya sido. Debo haber abierto los ojos mucho más de lo habitual, me quedé absolutamente sin palabras, estaba yo como petrificado, nunca me esperé que fuera a hacer una cosa así. Apenas le alcancé a decir, con las pocas fuerzas que junté en mi interior quién sabe cómo: “¿Qué fue eso?”, así temblando, titubeando. Él, al ver mi reacción, me dijo que era un chiste, una broma inocente, que me riera, ja, ja, ja, no sé si fue el colmo del cinismo o si se arrepintió después de haberlo hecho y quiso enmendarlo más o menos.

Yo no alcanzaba a reaccionar, de verdad, digo, nunca he sido de ese tipo de personas que tienen reacciones muy rápidas ante situaciones poco usuales, pero bueno, creo que alcancé a esbozar una sonrisa forzada y con eso se despidió de mí agitando la mano: “Bueno, ya me voy, no me olvides” y me dejó ahí, solo a medio parque con la impresión más grande de mi vida.

Ahora pienso: cómo no lo le di un buen golpe en ese momento, por andarle robando a la gente lo que no le quieren dar por voluntad propia. Ya ve doctor, ya me ganó la risa contándole esto. Las cosas pasaron como pasaron y pues ni modo, no se pueden cambiar.

Logró lo que quería el canijo, mire usted, me olvidé de su nombre, pero no de él, ni de ese día.

Nunca más lo volví a ver, y tampoco quisiera volver a verlo, ahora a la distancia y habiéndolo dicho, quizás él no sea tan ruin, pero eso no le quita lo que me provocó ese día. No sabe, me sentía mal, violentado, dolido y ni siquiera sé muy bien por qué, a lo mejor usted me lo dice después.

Así que, mi primer beso con un hombre, no fue el que le había contado con el muchacho aquel de la preparatoria, no, me lo arrebató el soldado voleibolista y se lo quedó para siempre.

Ya sé, ya sé, es un simple beso, además no era en estricto sentido el primero, pues ya había besado mujeres, pero digamos que sí fue anómalo en todo lo demás. No sé qué opine usted, ver las cosas en perspectiva a veces nos permite llegar a conocer más profundamente el asunto.

Lo que ahora hasta risa me provocó, ese día me dejó muy mal. No sabe, regresé a la cancha de voléibol donde había dejado mis cosas y uno de los compañeros me preguntó que qué me había pasado, que me veía mal, yo le dije que no se preocupara, que todo bien y mire usted, tomé la experiencia, la puse en la maleta de entrenamiento y me la guardé durante 15 años. Todo el tiempo que tuvo que pasar para que lo pudiera decir, me sorprendo, claro, ahora soy mucho más libre y me quiero y me acepto como soy, imagínese tantas cosas que la gente no cuenta nunca y se van a la tumba a estar calladas para siempre.

Qué bueno que me animé a decirlo, creo que me siento mejor, ya le contaré la próxima semana si se me fue la piedrita del zapato.

Ahora sólo me quedan muchas preguntas rondando mi mente: ¿Por qué el soldadito se atrevió a hacer algo así, será que veía en mí algo que yo todavía no veía?, ¿su intención fue mala, quería lastimarme, fue egoísta y sólo pensó en sí mismo? y más importante aún, ¿por qué me afectó tanto? Al final de cuentas fue sólo un beso, y ni siquiera fue uno bello o placentero, quizás fueron las circunstancias, hoy en día, francamente no lo sé.

Las cosas por las que tiene que pasar uno, ¿verdad?, digo para conocerse mejor, para ser quien uno es realmente. Tal vez ni siquiera tenga que ver con mi identidad o mi orientación sexual, eso ya lo trae uno, ya lo decía Freud, ¿no?, de eso usted sabe más, claro. Quizás esa vivencia sólo era el presagio de lo que vendría después o tal vez fue una simple y mera casualidad, quién sabe.

¿Usted qué opina, doctor, cree que exagero o exageré guardando esto tantos años? Ya sé que no me va a decir porque así no funciona el psicoanálisis, ¿o sí? En fin, me voy levantando, creo que, por hoy, se me acabó el tiempo.

Foto de Pixabay en Pexels

FEDERICO CENDEJAS CORZO. Colaborador en diversos medios escritos electrónicos e impresos como las revistas Etcétera y Pálido punto de luz. Profesor a nivel medio superior y superior, actualmente catedrático en el CUIH y el CUMP. Doctorante en Humanidades (en el área de Literatura) en la Universidad Autónoma Metropolitana (Iztapalapa). Maestro en Literatura Mexicana Contemporánea por la Universidad Autónoma Metropolitana (Azcapotzalco). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Licenciado en Comunicación por la Universidad Anáhuac


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