La casa era de un color verde fuerte, como el del estanque situado en la parte de atrás y las hierbas que crecían a su antojo alrededor de este. Nadie se explicaba cómo a alguien se le podía haber ocurrido pintarla de ese color. Ni por qué no se le daba una capa de barniz a la madera con la que estaba construida. Las paredes aparecían resquebrajadas por todas partes, castigadas por la inclemencia de la intensa lluvia que siempre azotaba aquel pueblo donde nunca ocurría nada. El portón de entrada, de hierro oxidado, permanecía siempre cerrado, invitando a no entrar. Y un árbol enfermo se retorcía a su lado, proyectando sobre este su triste silueta.
Aquel caserón se encontraba tan deteriorado como su dueña, esa anciana que salía una vez a la semana a comprar al supermercado unas latas de comida para unos gatos que nadie había visto, pero que siempre nombraba. Mucho se hablaba de aquella mujer de espalda encorvada y misteriosa mirada, de la que no se sabía cómo ni cuándo había llegado a aquel lugar. Se contaba que sus ojos de color esmeralda estaban malditos. Si te miraba, te hundirías en las aguas del estanque como muchos otros niños tiempo atrás. Se decía que los gatos hacían aquelarres con ella; que el demonio poseía sus cuerpos. Y que en la casa se hallaban frasquitos y tarros con todo tipo de vísceras que coleccionaba en sus rituales, después de recoger a los niños muertos del estanque y ofrecerlos a Satanás.
Los chicos del pueblo solían merodear por allí. Les gustaba incordiar a la vieja. A veces le tiraban piedras o entraban en aquel terreno asilvestrado que a ella le gustaba llamar jardín. Esta los perseguía, les gritaba y les arrojaba también todo tipo de objetos. Y esa era la parte de la aventura más fascinante y que les animaba a repetir la escena una vez tras otra. Sin embargo, llegó un momento en que los insultos de la mujer, su rostro cansado y enrojecido y sus torpes movimientos al correr tras ellos ya no les producían un hormigueo en el estómago. Y así fue como el aburrimiento y mucho tiempo libre hizo que, a los dos jóvenes más atrevidos del pueblo, Chico Uno y Chico Dos, se les ocurriera una idea muy divertida. Al menos para ellos. Entrarían en la casa y la explorarían por la noche, cuando estuviera todo en silencio y la mujer durmiera. No sería difícil. La vieja solía cerrar con llave la puerta de la entrada, si bien no era muy precavida: guardaba una copia debajo de una maceta, por si la perdía. Y saltar el portón de la entrada era bastante fácil. Una vez dentro, echarían un vistazo rápido, no más. Mirarían la cocina. ¿Guardaría allí los frascos con los restos de los niños o en la despensa? ¿Tendría pociones malolientes con sapos para volar con una escoba? E irían al salón.
¿Habría dibujada allí una estrella con un círculo para sus rituales? ¿Velas encendidas para invocar al diablo? Después explorarían la parte de atrás, donde se situaba el estanque. ¿Descansarían allí todavía los cuerpos de los infantes hundidos? ¿Escucharían los gritos de auxilio de sus espíritus atormentados desde el limbo? Como punto final, regresarían a la casa e irían al dormitorio. Allí ejecutarían la obra maestra del plan: meterían una rata muerta y bien gorda en la cama de la mujer. Solo de imaginarla tumbada a oscuras y sacudiendo los brazos de un lado a otro intentando quitarse al animal se morían de la risa.
No obstante, tenían que ser precavidos: quizás la anciana no estuviera descansando sino haciendo alguno de sus aquelarres, pues es algo bastante apropiado para hacer a esas horas. Y habría que tener cuidado con los gatos que nadie había visto, pues podrían estar acompañándola en sus prácticas de brujería. Estos eran Satanás en el cuerpo de un animal, no hay que olvidarlo. ¿Y si les saltaban y los atacaban? Descartar esa posibilidad no era ningún disparate. ¿Y si se llevaban un crucifijo? ¿O una ristra de ajos? Si servían para luchar contra los vampiros valdrían para luchar contra Lucifer y otros demonios, ¿no? Muchos y grandes eran los riesgos.
Chico Uno y Chico Dos se citaron a las once de la noche en la plaza mayor. No costó mucho fingir una fatiga repentina para acostarse temprano, recibir un beso de la mamá preocupada y escapar por la ventana de la habitación cuando la casa permanecía ya a oscuras.
Una vez se encontraron, emprendieron la marcha. En las calles solitarias solo se escuchaba el eco de sus pasos. Apenas pronunciaron palabra: las manos escondidas en los bolsillos, el paso apresurado, el corazón latiendo cada vez más deprisa. Unas nubes negras parecían anunciar una tormenta.
Caminaron durante casi media hora hasta llegar a aquel caserón cuyo verde se había convertido de repente en un gris rodeado de sombras y que les recibió como si fuera a engullirlos. El portón y el árbol eran de repente más grandes, las hierbas más altas, y un viento comenzó a soplar queriendo reírse de ellos. La luna iluminaba aquel espectáculo bañándolo de un halo pálido plateado.
Treparon el portal de la entrada. Su tacto frío y áspero les lastimó las manos. Una vez dentro, escucharon un movimiento repentino en las ramas del árbol. Los chicos se quedaron quietos y contuvieron el aliento. Esperaron. Las hojas se sacudieron de nuevo y un pájaro negro salió volando de la copa de este. Solo era eso. Respiraron. La casa se hallaba a unos veinte metros. Ahora tenían que sortear la maleza y el barro hasta llegar allí, pero ya conocían el terreno y en seguida alcanzaron la puerta de entrada, pese a los arañazos que se dibujaron en sus piernas. Debajo del buzón se adivinaba la maceta donde se guardaba la llave. Con gran cuidado la levantaron y la cogieron. Aunque era grande y pesada, abrió la puerta sin ningún problema. Chic, clac. Ya estaban allí. Chico Uno y Chico Dos se miraron. Les brillaban los ojos y su pulso era más acelerado.
La entrada era amplia y tenía un espejo grande con un marco con ornamentos de madera verdes. Unas manchas lo salpicaban y se hallaba partido por varios lados. Una estantería con varias muñecas de porcelana descansaba en un lateral. Miraban fijamente al vacío, con una sonrisa burlona y siniestra. Un escalofrío les recorrió la espalda.
Los chicos avanzaron por el pasillo. Intentaron no hacer ruido: primero colocaban la punta del pie derecho sobre la superficie de madera del suelo. Si esta no se quejaba, hacían descansar el resto de la planta del pie. Después hacían lo mismo con el pie izquierdo. Pero era inevitable que se escucharan pequeños crujidos. ¿Cómo podían sonar tan fuerte? La mujer se podía despertar en cualquier momento. Se quitaron los zapatos y ensayaron la técnica varias veces, hasta conseguir que apenas se les escuchara. Pese a que los rasguños de las piernas y manos les escocían, y los pies se les quedaron fríos, ellos solo sentían el palpitar del corazón.
Se dejaron guiar por el resplandor de la luna que se colaba por las ventanas. Todo recto, se situaba el salón, en penumbra. Se podía adivinar, sin embargo, el torso de un piano de cola, y varios muebles cubiertos con sábanas, que se erigirían como fantasmas de todas formas y tamaños. En una mesita descubrieron un cuaderno cubierto de polvo. ¿Eran dibujos? ¿Escritos? Quizás era allí donde la mujer planeaba sus aquelarres, anotando a cuantos niños sacrificaba, sugirió Chico Uno. Y Chico Dos asintió, convencido. Las agujas de un reloj de pie iban a marcar la medianoche, aunque parecían haber estado en esa posición toda la vida. Unas gotas estallaron contra las ventanas.
Decidieron ir a la cocina. Un fregadero desvencijado acumulaba una pila de latas de comida de gato abiertas y varios platos vacíos, pero no se veía rastro de ningún animal. Una cocinilla ennegrecida albergaba cazuelas sucias y unos trapos viejos colgaban de un gancho oxidado. Poco limpia era la señora, pensaron. Al acercarse, notaron el crujir de varias cucarachas bajo sus pies y decidieron dar por terminada la exploración allí. Un olor fétido se desprendía de la despensa. Los chicos se dirigieron allí, conteniendo la respiración. Allí se encontraban numerosas conservas. ¿Eran eso carne, vísceras o restos de niños? Lo último, aseguró Chico Uno. ¿No se asemejaban esas formas alargadas a dedos de pies? Chico Dos susurró que sí. Salieron tapándose la nariz.
El viento comenzó a golpear las puertas. Los marcos de las ventanas emitieron fuertes quejidos. Los chicos decidieron, no obstante, salir afuera a ver el estanque. Para ello, debían atravesar la puerta trasera situada al lado del comedor. Se cubrieron la cabeza con las manos y esquivaron como pudieron las gotas que cada vez eran más gruesas.
Un único caminito de piedra llevaba hasta allí. Se resbalaron un par de veces. Allí vislumbraron el estanque. Capas de musgo recubrían las baldosas que lo rodeaban y algas verdosas se mezclaban con el agua de lluvia estancada quizás desde hacía meses. Al asomarse a este, un frío se apoderó de sus cuerpos. Bajo el testigo mudo y pálido de la luna, reconocieron cantidades ingentes de pelos flotando: melenas enteras mezcladas con las algas. Chico Uno sugirió que quizás eran restos de plantas alargadas y finas y no pelos. Chico Dos lo miró con el estómago encogido y respondió que eso debía de ser. Echaron a correr, deshaciendo el camino de piedra.
Justo en ese momento, rompió a llover con gran fuerza. Chico Uno y Chico Dos llegaron a la casa completamente mojados. Nada más entrar, escucharon unos lloros de bebé. Procedían de una habitación escondida detrás de la escalera. Los chicos se acercaron. Allí se encontraba una cuna. No obstante, dentro no se veía ningún bebé. Los llantos seguían oyéndose, cada vez más fuertes, metiéndoseles en los oídos, perforándolos, haciéndoles daño. Y la cuna empezó a mecerse. Primero, lentamente, después, con balanceos enérgicos, sacudiéndose con violencia. Los jóvenes abandonaron la habitación a toda prisa y se refugiaron en el comedor. El corazón se les salía por la boca. Quizás la sorpresa de la rata y la visita al dormitorio la podrían dejar para otra vez, dijo Chico Uno. Y a Chico Dos le pareció bien.
En estas, la tormenta alcanzó su punto álgido. El viento abrió las ventanas del comedor en par en par y su silbido se coló por todos los rincones, al igual que el agua, que mojó el suelo y todos los muebles. La tapa del piano de cola se levantó y una melodía frenética se desprendió de unas teclas que no se movían empujadas por nadie. Los jóvenes se escondieron debajo de la mesa. El cuaderno que estaba en la mesilla se abrió y algunos dibujos se desprendieron. Chico Uno recogió uno del suelo y se volvió pálido: ¿qué hacía una lápida con sus iniciales y las de Chico Dos y la fecha de sus muertes, que eran ese mismo día, dibujadas en esta? Sintió que perdía el equilibrio y Chico Dos lo sujetó con fuerza para que no se desplomara.
Los truenos no paraban de sonar. De repente, vieron un gato. Les miraba fijamente, sus pupilas eran verdosas. Y más allá, una legión de muñecas, que al acto reconocieron como las de la entrada. Estas los observaban en silencio, mientras se aproximaban a ellos con pasos cortos y muy despacio. Gusanos enormes salían de sus bocas, de sus orejas, discurrían por el pelo…
Entonces oyeron unos pasos en las escaleras. Toc, toc, toc. Lentos, si bien decididos, que se detuvieron en la puerta del comedor. Allí, en la oscuridad, resplandecían unos ojos verdes, la mirada dura. Era la anciana: su piel era también de ese color. Y de su cuerpo se desprendían larvas blancas y carnosas. Reía a carcajadas. Los niños se miraron y se quedaron petrificados: también unas lombrices gordas los cubrían enteros ahora, mordiendo sus brazos, sus piernas, sus pies… La mujer reía y reía cada vez más histérica. Los chicos chillaron, unidos en un fuerte abrazo.
El día siguiente amaneció en la más absoluta calma. Nadie recordaba tanta tranquilidad tras semejante temporal, uno de los más potentes en los últimos años, que se recordara. Sin embargo, el pueblo se tiñó de indignación y luto al tener noticia de la desaparición de las dos criaturas más buenas e inocentes que se conocía en aquel lugar.
La gente lloró, indignada, pues jamás había pasado algo así en ese pueblo tan pacífico y tranquilo. Y clamó que se hiciera justicia, que encontraran al secuestrador que los pudiera haber retenido. Se sospechaba de un hombre de casi dos metros, corpulento y huraño, pues así se dice que son los secuestradores de niños. La señora que iba a comprar al mercado todos los días juró haber visto un hombre de esas características cerca de la casa de los chicos unos días antes. Confesó que desconfió de él, a pesar de lo cual no dijo nada porque ella no juzgaba a la gente así de primeras, sin más. La señora que hacía la cola con ella asintió y dijo que la noche anterior le había parecido ver a ese señor con dos niños paseando a altas horas de la noche. A otra vecina no solo le pareció, sino que lo corroboró.
Nadie mencionó a la vieja. Ni se fijó que sacó dos bolsas grandes de basura aquella noche, ni el olor pestilente que desprendía la casa aquellos días, ni las dos piedras con dos iniciales que colocó al lado del estanque. No era ese el momento para pensar en estúpidos chismes y juzgar las extravagancias de una pobre mujer.
Pasó el tiempo y la tranquilidad volvió a
instalarse en aquel pueblo en el cual nunca pasaba nada. El secuestrador de dos
metros nunca apareció y se dio el caso por cerrado. Al cabo de un tiempo más,
cuando ya el recuerdo de las cándidas almas desaparecidas comenzaba a borrarse
de la memoria colectiva, nuevos chicos fueron al jardín a molestar a la
anciana. Ella les respondía tirando piedras. Es entonces cuando se empezó a
decir que la abuela de la casa verde tenía poderes para convocar espíritus y
que hablaba con extraterrestres. Eso sí, esta vez no mencionaron ni a los gatos
ni al estanque.
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