El dueño del fracaso (El Desvelo Ediciones, 2019) es un libro de poesía de Ramón Bascuñana (Alicante, 1963). La conciencia de la inevitable desazón que causa y mitiga escribir cobra en este libro la solidez lírica que se dejaba entrever en obras anteriores suyas como El humo de los versos (2016).
Por ese otro poemario de hace ya casi un lustro conocí a Bascuñana. Fue gracias a Letras de Contestania, que organizó una presentación en Ravi Café, con la extraordinaria Alba Ceres. Dicho momento fue el más luminoso. Me quedé con su voz, aunque ya lo seguía por La Galla Ciencia y demás publicaciones de quien recibió el Premio Nacional Miguel Hernández en 1997.
Prácticamente, desde entonces, cada uno de sus libros ha merecido un reconocimiento. En el caso de El dueño del fracaso, nada menos que el Premio Internacional de Poesía Gerado Diego 2018. He ahí la paradoja: una reflexión sobre lo que es el fracaso, qué lo provoca y qué causa (verbo) funciona como hilo conductor de un título que se debe al poeta y músico comprometido Ángel Petisme: «No escupas contra el cielo, sé dueño de tu fracaso» (7), presente junto a Antonio Rodríguez Jiménez y Pedro Alberto Cruz Sánchez en los epígrafes iniciales; técnica, la de homenaje, intertextualidad, que se sucederá a lo largo de las 74 páginas.
En tres partes se organizan los cincuenta poemas —número que me recuerda al que integra con audacia y lucidez su peculiar Cincuenta por ciento (2014)—, breves, con título, libres, que no en verso libre, siempre respetando el ritmo, prevaleciendo endecasílabos y alejandrinos: «Ángulo muerto», «El tiempo desbocado» y «Grado cero de tristeza». Cual narrativa, subsiste al final y ante todo el sujeto lírico.
Irredento, Ramón Bascuñana ofrece una declaración de intenciones desde el primer poema, «El milagro I» (11). Ese hecho inexplicable es la escritura, en consonancia con otro poeta alicantino como Joaquín Juan Penalva y su poemario Todas las batallas perdidas (2019). Asir la idea parece ser el objetivo. Para ello no es necesario demasiadas palabras, ni una retórica grandilocuente, artificiosa, impuesta e impostora; sino una certeza de los valores de la subsistencia. Opuesto al poema perfecto, pero no como antipoema (en el sentido parriano), la rutina y la monotonía pueden inspirar el que para mí es uno de sus mejores, «24 horas»: por la naturalidad con la que expresa un sentimiento común, compartido, desde la soledad y singularidad de su voz. Recuerdo que lo leyó en el Encuentro de Poesía de l´Alfàs del Pi.
Y es que en el papel habla con endecasílabos (que obedecen a una hondura mayor que al número de sílabas). El tono coloquial hace encajar aparentemente sin esfuerzo el acento sáfico (en sexta sílaba) con el equilibrio cadencial de una sintaxis ajena a estructuras forzadas. La enunciación se mantiene hasta la reiteración, arte del vacío con el que termina por ejemplo el poema destacado anteriormente: «Aceptas que mañana no será diferente, / aunque te asusta un poco / lo poco que te importa esta rutina» (63). El yo lírico se disgrega, se atisba porque desaparece; estudiado por Vicente Luis Mora a propósito del autor que nos ocupa en El sujeto boscoso: tipologías subjetivas de la poesía española contemporánea entre el espejo y la notredad (1978-2015) (2016).
A diferencia de otros libros, el verso, como decíamos, actualiza en El dueño del fracaso los metros clásicos, dando pie a una posible musicalización de lo individual a lo social, a la manera de Petisme; se intuye en «Me gusta» (34), dedicado «A Carmen Juan Romero y Sara J. Trigueros», o «Todo está lleno y vivo de su nada» (38-39), pues este es el último de «Los motivos del poeta»: «Ser canto es mi manera de estar vivo» (51). Tras la génesis, de la vida, de la literatura, después de paseos y cuidados y horas muertas deviene la escritura, de la mano de todas las lecturas que anualmente (a 14 de febrero ya son 34) nos comparte el autor en las redes. El canto (al unísono y rodado) resuena, como eco interior que conecta con cualquiera.
La «automoribundia del deseo» (65) cernudiano se baña hasta el último poema, «Donde duermen los muertos que sostienen la vida» (74), «A Óscar Navarro Gosálbez y Raúl Medina». Entre todos los actos que conforman al personaje que crea y va desarrollando Bascuñana, seguramente autobiográfico, descuella la natación por parecerse al ejercicio de escribir, pensar y oxigenar el verso que fluye y se reconoce consigo. He ahí la penúltima estrofa de «Natación»: «En el agua mi tiempo se transforma, adquiere una verdad inexistente. / Siento la libertad de ser yo mismo» (67). Como Cristina Rivera Garza, la alberca o la piscina son espacios y tiempos para quien escribe tras leer.
La ligazón con demás poetas es inherente al de Orihuela. Es, no obstante, menos explícita que, pongamos por caso, Celia Corral Cañas, también en endecasílabos. Este Premio Literario del Gobierno de Cantabria reivindica una tradición que se sostiene por lo clásico y lo coloquial. E incluso repiensa el concepto de pertenencia, al final de «Árbol»: «Y en ese desamparo reconozco mi patria» (37). Son estos algunos versos que me gustaría volver a escuchar, en voz alta, en la suya; ya que la nostalgia contrasta, pese a la desidia moral, con atisbos de esperanza en su oficio, en un quehacer casi diario.
Observar la naturaleza es volver a Aristófanes. Darle la cadencia, el leitmotiv de otras latitudes, como la de Fernando Fernández. Logra vencer de este modo el desafío temporal. Y así, «Aspirar al silencio», tema de Carne para el perro #0 (2016) y los augurios de 6 seis 6 (2018). Continúa entonces la veta existencial que auguraba Ángel Luis Prieto de Paula cuando todavía Ramón Bascuñana era inédito. Y a propósito del prólogo que el primero hace sobre el segundo para Donde nunca ya nadie (2007): «en ese hiato profundísimo entre literatura y sociedad literaria se expresa, al cabo, la sustancia de su abatimiento: la poesía, su verdadera patria, ha de ser defendida de los mercaderes que profanan su templo y de la formalización a que la someten los intereses espurios» (14).
Celebro que Bascuñana siga defendiendo la poesía sin perder las derrotas. Contrario a la sublimación (en sus dos acepciones) el verso pasa del humo, de la abstracción, a la fuerza de la deposición (con ambos sentidos), tangible, concreta, en la forma, o mejor, en el tono tradicionalmente culto de lo escatológico: lo último (ἔσχατος) y lo que sobra (σκατός) conforman una poética del pesimismo, que en sí, ya es una victoria.
0 Comentarios
Recordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.