El silencio se ha apoderado del mundo, de mi mundo, de mi absurdo imperio. Reina la quietud, camina un fantasma vagabundo por el techo, ahí va otro suspiro que se ha escapado por la ventana. Soy el polvo de mi habitación, mueble con sangre, pared manchada de la que cuelgan cuadros sin sentido.
Soy dolor de ausencia, dolor de pérdida, dolor de soledad.
Aquí, habitante único de mi propia casa.
Se ha abierto una grieta en el piso, ancha y profunda, oscura e inexplorada, de la que emanan murmullos que llegan sutiles hasta mis oídos: “ven” me dicen; “lánzate” me invitan.
Yo me siento seducido por la profundidad de ese abismo insondable y deseo hacer caso a las voces. Me he colocado justo en el borde de la grieta que parte en dos lo que un día fue mi hogar y observo la nada en el fondo. No puedo llegar al otro lado, la grieta crece y crece cada día, a lo largo y a lo ancho y se va tragando todo lo que he amado.
No queda más remedio, no hay otra salida, es ahora o será después, ¿Para qué aplazar lo inevitable? Respiro profundo y recuerdo los rostros, los momentos, las pasiones y aquellos instantes que se parecían a la felicidad y por fin decido ser libre y saltar a esa totalidad del abismo que me llama y que es, seguramente, más grande aún que mi soledad presente.
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