Hay un lugar en el Extraño País donde nunca deja de llover, a veces con una llovizna casi imperceptible y en otras ocasiones con un aguacero que hace casi imposible tener los ojos abiertos, el cielo siempre es de color gris y tras el infinito cúmulo de nubes hay quizás un sol, una luna o su luz guardada en los cristales de hielo y nacientes gotas de agua que impiden claridad plena u oscuridad penetrante; sin embargo, siempre se puede reconocer el despabilado amanecer y el reconfortante crepúsculo, en ese lugar tampoco hay silencio, un constante rumor apagado de gotas chapoteando con descuido o estrellándose resueltas contra el mundo está siempre presente, y casi todas las cosas llevan el ritmo de ese susurro, el ruido cantante de los grillos, el caminar reptante y sabio de los caracoles, la brisa indecorosa enamorando al agobiado follaje de los árboles, incluso sí se pone más atención se puede oír en la caída de las gotas como algunas de ellas caen veloces buscando decididamente integrarse a la tierra, mientras otras logran saltar sobre otras y otras gotas ascendiendo soñadoras, tratando de alcanzar en vano aquella nube que nunca las despidió ni las vio partir.
En ese lugar las casas son construidas con ladrillos rojos y las tejas de los techos son de barro cocido, las gárgolas y canalillos de cobre invadidos de patina acompañarán horizontalmente con su verde metálico a los microscópicos bosques de musgo que crecerán dispersos entre tejas y ladrillos hasta hacerse visibles como el negativo de peces dorados en un frondoso estanque; las calles son de adoquines grises cuyo acomodo asemeja las escamas de los oceánicos peces y casi podrían ser un espejo del opaco cardumen nebuloso dibujado permanentemente en el cielo; hay muchas jardineras y aún más alcantarillas, las primeras son una pequeña ventana tridimensional a la más impoluta jungla, y casi podría esperarse encontrar ruidosos macacos y elegantes panteras entre las húmedas orquídeas, los frescos agapandos y los persistentes cáñamos interiores con sólo apartar el follaje de los cándidos helechos perimetrales; en tanto, el alcantarillado es la mina musical de aquel lugar, las cascadas precipitándose cristalinas en los cárcamos prácticamente limpios, son quizás el mejor santuario para las imaginarias (pero presentes) sílfides urbanas cuyas voces, amalgama de agua, aire y calcio, suben capilares por las ocultas tuberías hasta llegar a las coladeras que están en el interior las casas y forman un coro elemental con el chillido plañidero de los troncos que se queman en la chimenea.
Las chimeneas son importantes, mantienen las casas secas y cálidas por dentro como una frazada de lana virgen, a las personas que viven en ese lugar les encanta regresar a casa, dentro de cada una, las familias se reúnen para la cena, almuerzo o comida con la habitabilidad de girasol que gira su corola, y escuchan en paz el calor creciente de la hoguera, y sienten la emoción envolvente de sus palabras al conversar lo ocurrido durante el tiempo que estuvieron fuera; los jóvenes casi siempre son los últimos en llegar, y antes de entrar al comedor pasan al baño donde se sacuden con toda su energía el agua del cabello, a la vez que exprimen sus siempre ligeras ropas tan leves como suspiros o nubes de primavera, y es que tienen mucho vigor y mucha salud, nunca les ha importado la lluvia y por eso no usan abrigos ni sombrilla, son como enérgicos árboles que caminan, juegan corren ríen lloran y mocean bajo la nutritiva lluvia que tanto les agrada, su vida es la de la maleza que crece verde y fecunda sin importar el terreno o el momento, aún así siempre disfrutan sus descansos, sea bajo un oportuno puente de estrecha sombra, en la goteante bodega abandonada de una vieja fábrica, o en los oscuros kioscos bochornosos de los parques, donde hablan sin prisa alguna y luego unen sus limpios, pálidos y húmedos cuerpos en abrazos de cascadas y besos de tibio manantial… pero de eso nunca hablan en sus casas.
Los adultos siempre son necesariamente puntuales al llegar a sus casas, no necesitan sacudirse el cabello o exprimir sus ropas, porque se han habituado a usar abrigos y paraguas. No es que hayan perdido la salud y el vigor, sino que ya no tienen tantas ganas de corretear bajo las gotas de lluvia y prefieren la sensación de calidez bajo sus gruesas ropas, prefieren viajar en la tibieza del rutinario autobús público a caminar intempestivos todo el camino de regreso a casa, prefieren ver a los jóvenes con su impetuosidad de tormenta marina desde una empañada y discreta ventanilla qué llegar humeando de emoción a casa, ellos son más discretos; todos los adultos trabajan o lo han hecho al menos una temporada, algunos trabajan en oficinas formando parte de una pluvial orquesta de teclados, mientras otros prefieren el trabajo en las inmensas fábricas color de nube cuyas máquinas producen sonidos de tormenta. Sin embargo, hay otros adultos que se quedan en las casas, ellos no necesitan usar tanto sus gabardinas y sombrillas, pero lo hacen cuando salen a comprar los frescos alimentos al mercado, los adultos que se quedan en sus casas pasan mucho tiempo en las cocinas, entre ollas de peltre y aromas de cocimiento, cocinando junto a los alimentos, claros y perfumados ninbus que al salir por las chimeneas se mezclan con sus primas del cielo y son el faro perfumoso para los adultos del exterior que aparecen puntuales como lluvia de junio llevando sobre sus abrigos y sombrillas el aplomo del verano.
Otros habitantes que usan impermeables y sombrillas son los ingrávidos niños, ellos aparecen por las chapoteantes calles en las mañanas de brisa leve, con pasos apresurados y ojos aun dormidos van a la escuela, mientras caminan de la mano de alguno de sus padres el sonido de sus bostezos se confunde con el piar de los pajarillos hambrientos en los árboles, los motores chispeantes de los camiones y los tempranos aleteos de las mariposas que salen de su capullo; las primeras horas en la escuela son silenciosas, se puede escuchar la transparente voz de los maestros cayendo sobre los pupitres, y se puede escuchar el sonido de los lápices formando arroyos en el papel mientras se adivinan los arroyos de agua que se forman en el patio; luego llega la anhelada hora del recreo, y los niños se comportan casi como los jóvenes, pero los graciosos niños llevan puestos sus impermeables amarillos y sus botas de hule, cuando juegan a las escondidas se quedan lúdicamente quietos y en expectante silencio tras las siempre húmedas bancas del patio, o dentro de algún firme cobertizo, o alguna colorida palapa, para luego salir corriendo con sonrisas de primera travesura; las horas de clases que siguen al recreo son intermitentes como lluvia de primavera, pues a un momento de calma puede seguir una repentina lluvia de bolitas de papel, risas y tronadoras voces de profesor; al terminar la escuela los niños regresan solos a sus hogares, pero como por instinto, se toman su tiempo como lo hacen los caracoles con su casa a cuestas, de cualquier modo no están mucho tiempo dentro de las casas, apenas toman un refrigerio, salen de nuevo con sus impermeables y sombrillitas a jugar con barquitos de papel en los arroyos junto a las aceras, a ser expedicionarios de fantásticas selvas en las jardineras y algunos un poco más osados prefieren seguir el rastro de los adultos y jóvenes imitando algunos de sus roles, por ello no es de sorprender que los adultos los sorprendan en medio de sus juegos y entren juntos a su casa.
Los que prácticamente no salen de sus acogedoras casas son los venerables viejos. Ellos pasan todo el día sentados inalterables frente a las inquietas flamas de las chimeneas, sus ropas pudieron ser elegantes cuando eran adultos, pero ya son ante todo confortables, su único requerimiento es que los proteja del travieso chiflón que se escabulle casi sin querer por las rendijas de las ventanas o el vendaval efímero que entra por la puerta cuando esta se abre, a razón de pasar casi todo el día de espaldas al mundo, los viejos aprendieron a reconocer el sonido de cada integrante de su familia. De vez en cuando, muy temprano en la mañana, algunos viejos se ponen un impermeable como el de los niños y esperan de cara al fuego la aparición de alguien que le ayude a ir a casa de uno de sus amigos, si quien entra por la puerta es un adulto, el anciano solo se pone de pie y toma un paraguas, el adulto reconoce la necesidad del viejo y solo pregunta con naturalidad el nombre del amigo, debido a las ocupaciones de los adultos el viaje siempre se hace en transporte público y en reverencial silencio, de vez en cuando el anciano da alguna seña al adulto, la localización de un buen lugar para comprar pan, o el taller de un buen ebanista, pero fuera de eso, el silencio es el mejor idioma de sus diálogos llenos de serena compresión y sus pasos que son tanto profecías como recuerdo; sin embargo, si quien entra por la puerta es un joven el viaje se hace a pie y haciendo muchas escalas, quizás solo para que el abuelo recupere el aliento y descanse sus cansadas piernas sentado en una guarecida banca, o porque hay un asunto bueno de ver con detenimiento, durante el camino a casa de su amigo, el anciano le cuenta a su nieto las interminables anécdotas de su vida bajo la lluvia, le da consejos disfrazados de historias o le enseña al estilo clásico habilidades útiles como: esconder bajo la raíz de un árbol enseres prácticos que no pueden ser llevados a casa, o el código de piedras sobre piedras para comunicarse con sus confidentes cuando no se pueden ver; al llegar a casa de su amigo, ambos ancianos se quedan mirando con su tranquila nostalgia, el placentero fuego, recordando en sus rechinantes pláticas las antiguas mañanas fosforescentes de carreras involuntarias con botitas de goma, las tardes selváticas de resbalones que dolían más en la vanidad que en el cuerpo, y las noches caniculares de sopa caliente y conversación al llegar a la confortable casa, historias que ambos conocen de memoria y les encanta narrar una y otra vez entre risas castañeantes y suspiros casi de juventud, hasta que llegan el ocaso, un acompañante para regresar a casa y una despedida tan solemne como ligera.
Hay un día importante para los ancianos… mientras ven invariablemente la hoguera llegan a sus oídos sonidos y sensaciónes extrañas; son el silencio y la falta de lluvia, a través de la ventana pueden ver los colores del arco iris, y como en el jardín crecen en un parpadeo flores que nunca había visto, tan pronto como pueden se levantan de sus sillas y caminan a la puerta donde desaparecen en un marco de luz. En realidad nunca se levantaron y nunca cesó la lluvia. El funeral de un anciano es siempre resignado y poco concurrido. La lluvia adquiere un tono solemne y el pausado doblar de las campanas acalla el sonido de las apresuradas palas que penetran la húmeda tierra hasta abrir un foso profundo y sordo, donde el féretro con el cuerpo del anciano se adentra en la tierra, y se funde en ella como tímida gota de lluvia.
Hay un lugar en el Extraño
País donde nunca deja de llover, a veces con una llovizna casi imperceptible y
en otras ocasiones con un aguacero. En lo referente al tiempo todos saben
reconocer al esperanzado amanecer y a la sosegada noche, en ese lugar tampoco
hay silencio, un constante rumor apagado de gotas chapoteando con descuido o
estrellándose resueltas contra el mundo está siempre presente, y casi todas las
cosas llevan el ritmo de ese susurro, el ruido cantante de los grillos, el
caminar reptante y sabio de los caracoles, la brisa indecorosa enamorando al
agobiado follaje de los árboles, incluso sí se pone más atención se puede oír
en la caída de las gotas la historia de las personas que viven cristalinas
siguiendo un destino con el cual están conformes y por eso se zambullen aún
tibias en el corazón de la tierra, para que sus espíritus, suban nuevamente al
cielo en forma de nube de lluvia.
Foto de Sitthan Kutty en Pexels
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