PROSA POÉTICA El teatro del insomnio **La neblina es un telón trasminado por las luminarias | Rodolfo Ruiz Vázquez

I

Distraído, el hombre echa miradas al cristal. El jardín oscila en oleaginosas fluctuaciones de betún licuado. Los arbustos y los eucaliptos ceden a la presión modeladora del viento cual muelles pilares de obsidiana cruda. La crepitación de la aguja se confunde con el bisbiseo de los grillos. El saxo gime como un lobo con gaznate de hojalata. Las notas del stepping bass sugestionan palpitaciones en las sienes. Incapaz de concentrarse, ideas fijas bullen en su cráneo como murciélagos en torbellino.

II

La luna asciende sobre el cráter extinto, expelida como una burbuja de hielo por las vísceras heladas del volcán. Bajo esta luz, el jardín es una perla que huele a raíz amarga. El domo extiende un paño brillante sobre el regazo del hombre, paño frío en cuyo blancor él hunde las manos para apreciar, ríos de añil, las venas en relieve.

III

Una mujer desnuda aparece en el jardín. Está preñada de luciérnagas. Su piel, traslúcida, ilumina las flores como un farol. La sombra del naranjo perfuma su cabello. Ahí, al resguardo de la luna, el vientre irradia destellos sobre el dosel entretejido de azahares. Las luciérnagas revolotean como un enjambre epiléptico, como un largo poema en código penumbra-y-luz: raya, raya, punto. Los remolinos se vuelven cada vez más rápidos, las elipses de esos planetas febriles se cierran en sí mismos; la mujer no puede más: tendiéndose en la hierba, pare un torrente de diamantes.

IV

Su sexo vierte una cascada de aerolitos. Chispas azules producen un siseo al caer en la fuente; hebras de vapor se elevan del agua. Un olor a pólvora persiste, opacando la fragancia dulzona del floripondio. Tan pronto como se materializó, la mujer desaparece.

El hombre, que lo ha visto todo, parte en su busca. Toma un tren al azar. A bordo del vagón lo rinde el sueño. Despierta en otra ciudad, en otra noche. Llueve. El vagón corre junto a una fábrica de ladrillos. Las gotas, preñándose con el hollín de los chacuacos, dejan surcos negros en la ventanilla. Un saxo barítono toca un solo en la azotea, bajo la lluvia. El instrumento emite un gorgoteo lúgubre. La neblina es un telón trasminado por las luminarias. Un boxeador recorrre la vecindad desierta; su diente de oro late al resplandor de los relámpagos.

Un rayo golpea el esqueleto de un sedán, y el vehículo destartalado cobra vida. Corriendo alumbra callejuelas donde se verifican ilícitos intercambios. Como una bala refulgente, la osamenta metálica calcina perros y vagabundos. Los cadáveres humeantes colman la noche con un olor a parrillada. El auto redivivo hace estallar gasolineras.

V

El tren se pierde en el desierto, entre promontorios y barrancas. Un viento frío silba en el cañón. Las flores de los cactos se desmoronan en partículas de azul y plata. En lo alto de una colina poblada de zacates, las serpientes enroscan a un anacoreta barbudo.

El hombre se apea y se registra en un motel. Forzando el cerrojo, se introduce en una habitación que no es la suya. El vaho de los amantes empaña el espejo. La mujer es un fantasma de su pasado: la amó y la perdió o, mejor dicho, nunca la tuvo. La luna se refleja en el jacuzzi. Sobre el tocador hay una calavera de cristal; los dientes refractan la luz de los astros. Los amantes prenden un cigarro; una chispa cruza el desierto y, al caer, enciende la barba del anacoreta. El desierto se ilumina como en una prueba nuclear. Al resplandor, la calavera pare ríos de leche por la boca. En uno de ellos flota un barquito de papel. El hombre lo aborda.

VI

La embarcación arriba a una ciudad portuaria. Los marineros visitan los burdeles. El reflejo lunar denuncia dagas en el arrabal. Una regata dibuja surcos blancos en las aguas cárdenas. La espuma efervesce en los ojos de las prostitutas, que cuentan el dinero en los balcones mientras los marinos exhaustos fuman pipas con achís. A la luz de los quinqués, los torsos sudorosos cabrillean. El faro pinta un sendero de cromo en el mar.

Al poco, el barquito zozobra. El escollo rasga el casco, y de la nave desventrada surgen vísceras iridiscentes: son las joyas que el buque llevaba a Singapur. Los peces las engullen, y sus flatulencias Technicolor iluminan el oscuro fondo submarino. Se pueden ver tesoros y naufragios. En la oscuridad refulge, en destellos tornasol, la Atlántida.

VII

El hombre nada a tierra firme y sube a un templo en la colina. Los vitrales ciernen el plenilunio. Sobre el altar hay una orquídea y un tablero de ajedrez cubierto de hojas secas. Dos fantasmas fluorescentes juegan billar. La mesa es de hielo azul. Las pelotas son de nieve y al rodar se despluman. El hombre se hinca en el reclinatorio y reza. El viento agita los cipreses como colas de lagarto al revés. Las estrellas se les clavan en la carne, y la madera supura una resina que huele a clavo y a vino. Las nubes encapotan el cielo.

El relámpago destroza el vitral, penetra el templo y flecha la orquídea, que, girando como reguilete, escupe centellas de neón. Las chispas cruzan la nave como balas trazadoras e impactan al hombre en pleno rostro. Los globos oculares se derriten; una cera pegajosa escurre por las mejillas, gotea del mentón y, ya en el piso, cuaja como la cera. Las ascuas se incrustan en las cuencas vacías y se convierten en rubíes.

El hombre sale a la terraza con vista al puerto. De los nuevos ojos brotan láseres: arrojados hacia el mar, son como el sendero rojo con que el sol pinta las olas al atardecer.

VIII

El hombre, convertido en francotirador, escala el campanario y dispara rayos láser a la luna. Esquirlas diamantinas llueven sobre la ciudad y se clavan en la carne de los vagabundos, chamuscándoles las barbas y haciendo que las liendres, ahítas de sangre tóxica, se retuerzan en agónicos ardores. La madre de las luciérnagas bebe té en una veranda. Los trozos lunares endulzan la bebida como terrones de azúcar.

Las gotas tamborilean sobre los domos de cristal. En el sopor carbónico del invernadero, las gárgolas escupen cera ardiente sobre los hombros de la estatua. Los miembros de la viuda negra crecen y se ramifican sobre los senos de mármol; el veneno convierte los pezones en luciérnagas rojas, chispas que se ponen a bailar en el aire tibio. Afuera, en el jardín, oscuras gabardinas revolotean alrededor de la luna. Cayendo de los bolsillos, las monedas lanzan haces giratorios antes de perderse en la garganta de los sapos. La puerta rechina al fondo del caracol.

IX

Flores de vidrio eclosionan en los muslos de la madre. Al arrancárselas, brota una leche azul que sabe a añublo. La escancia en un platito que acaba de situar en un pasillo de la galería. El hombre, hincado en cuatro patas, la bebe. Con cada nuevo sorbo, los labios de por sí protuberantes se alargan y por grados se convierten en una trompa. La mujer jala la trompa y, estirándola a la máxima extensión, sale a la veranda y riega la espaldera con agua de azahar. Luego, aburrida, vuelve a desaparecer.

X

Trotando, el hombre cruza un erial cubierto de máquinas obsoletas. Un ladrido reverbera en los esqueletos oxidados como un címbalo aguardientoso.

Llega a un poblado lacustre. Las estrellas son nísperos fluorescentes. El hombre los arranca del ramaje negro del espacio, los muerde, y el néctar perfuma su barba. Recorre oscuras callejuelas. La luz de los faroles proyecta sombras en el empedrado. Una por una se apagan las ventanas. Se sienta en el muelle y silba una canción. Desde el cerro baja un retumbo. Sin pensarlo, se arroja al reflejo de la luna y lo remueve con sus brazadas. Al llegar a la orilla, se desnuda y corre cuesta arriba.

XI

Cabalgando, blancos corceles estremecen la tierra en hondo tambor. Son mansos; se dejan acariciar. Con una estrella de las que arrancó, les cepilla la crin: con dulzura, para no cortarles la piel.

Un aroma oleaginoso de aceite de naranja desciende desde el risco. Ahí, desafiando la cornisa, la madre otea el horizonte, la cabeza erguida, los senos en escorzo a la luz de la luna, como el ángulo de un templo griego. Montado a un corcel, el hombre se dirige al risco. Estira los brazos: puede sentir la cabellera...

XII

El potro se despeña y azotando hace añicos el museo de cristal. Sacudiéndose los trozos punzocortantes, el hombre camina sin rumbo, compra una vianda y se la come en el parque, ahí donde un indigente ronca al pie de la estatua. Y de pronto: la mujer. El hombre suelta el bocado y la persigue. Ahí va, peldaño a peldaño, por una escalera retorcida que sube y baja al mismo tiempo. Siente náuseas; un paso al frente significa un retroceso simultáneo. Por las ventanas que flanquean la escalera se asoman enanos con prótesis; algunos de ellos fornican con xoloitzcuintles bajo mortecinos focos ámbar, en habitaciones que hieden a sudor, a entrepierna, a culo sucio. Luciérnagas flotan en el aire; mariposas negras dejan rastros de polvo y un olor a pan viejo.

XIII

Este polvo se adhiere a las pestañas del hombre. No lo deja ver: momentáneamente ciego, alguien podría atacarlo y no sabría defenderse. Está a merced de esos monstruitos repugnantes con sus manazas de acero, sus garfios, sus pinzas y trinches, a merced también de los perros con alopecia, aunque ellos se ven más débiles, corrección, se veían, porque sus ojos no perciben nada: la pelusa ha penetrado hasta sus iris. Es como si un doctor psicópata le hubiera inyectado neblina en los globos oculares, neblina de bosque.

XIV

Puentes de acero. La luna riela en los cables. En las terrazas las lavanderas fuman cigarros de marihuana, y el humo irriga el cerebro del hombre. Siente un deleitable mareo. Le compra unos lentes de colores a un vendedor ambulante. La ciudad luce magnífica detrás de los anteojos: las luces se convulsionan como una aspirina eclosionando espuma polícroma en un vaso con refresco tutti frutti.

Emerge un solo de sax. Siguiendo la música, el hombre llega a un callejón. El músico toca en la azotea. Viste un traje de terciopelo amarillo.

XV

Por las escaleras para incendios trafagan arácnidos de metal. Algunas madres las capturan en sartenes. Las que logran escapar trepan y se escurren al interior del saxo; los ojos del saxofonista se ponen rojos como los de un tigre enfurecido, por las orejas le sale humo negro, y su ano expele fumarolas naranjas. La melodía es cada vez más dislocada, menos susceptible al análisis riguroso, y cuando el actor piensa que el saxofonista va a estallar, he aquí que avienta el saxofón al río y se arroja de la cornisa. Su cuerpo queda como espagueti en la banqueta. Una rata sale de la alcantarilla y se pone a sorber los sesos, los nervios hechos puré, los músculos apapillados. El saxofón baja por el río, una barca de latón, hermosa, dorada y refulgente al brillo lunar.

XVI

Amanece. El humo de las chimeneas se confunde con las nubes. Al abrirse un hueco entre los cúmulos las gotas dibujan un arco iris. Los transeúntes caminan cabizbajos; sus abrigos huelen a caspa húmeda; el gel para el cabello resbala por la frente y gotea al piso con un pegosteoso plap plap. De las cafeterías sale un olor a dona glaseada y a cuerno recién horneado. Escaleras suben y bajan como gusanos de hierro torcido.

El hombre gasta el día caminando y, a las once, entra a una matiné, una obra intrascendente que quizá le sirva como fondo para un sueño largo y tendido. Ocupa su asiento y espera la tercera llamada. Y justo cuando sus párpados comienzan a plegarse, el teatro queda a oscuras, y los reflectores, encendiéndose, caen en un actor idéntico a él, con los mismos párpados abotagados por la fatiga; en sus manos sostiene una figurilla de porcelana en representación de una mujer desnuda. Los reflectores se apagan, las puertas se le cierran encima, y la oscuridad perfecta que anhelaba cubre al hombre como un sudario.

Foto de cottonbro en Pexels

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