CUENTO El extraño caso de Nadine ** Era como si la nota del periódico saltara del papel terroso y uno la escuchara de viva voz de la mujer || Liliana Hernández Almazán



En realidad, yo la conocí a través del periódico, en mi recorrido matutino por Los Otros, me topé con una esquina casi olvidada y junto a la nota que decía: “Párroco resucitó y es visto en un hospital dando misa”.
El titular era efectivo, decía algo así como “El extraño caso de Nadine”; yo me debatía entre la mermelada y la rebanada temblorosa de pan. Cuando era niña me gustaba leer todo lo que me pusieran en la mesa: cajas de cereal, de leche, etiquetas de mi ropa…en una ocasión me encontré una moneda sobre la mesa y no dudé en adivinar las letras chiquitas y borrosas. O sea, era aficionada a construir una especie de fuerte entre todo lo demás y mis ojos.
La nota advertía que los sucesos tenían origen en un pueblo llamado Petruum de unos 94,191 habitantes, y que la fuente era de primera mano, pues los datos habían sido proporcionados por una solterona octogenaria que vivió de cerca el caso. De hecho, era como si la nota del periódico saltara del papel terroso y uno la escuchara de viva voz de la mujer.
 
Si mal no recuerdo comienza con la historia o mejor dicho la desgracia de Nadine, a quien desde que nació se le prohibió salir, desde los primeros meses dio señales de no poder repararse a sí misma. La cuestión era que un domingo los padres orgullosos decidieron sacarla a pasear, pero al cabo de unas horas y tras un globo rosa se escondía la cara de Nadine llena de manchas violáceas y cafés. Alergia a la leche, dermatitis de contacto ¿de qué o de quién? El quinto de los especialistas fue el que de paso dio la extremaunción -fotosensibilidad, defecto del nacimiento… no puede reparar las lesiones al ADN en las células de la piel…incurable dictaminó el médico- los padres absortos oían a lo lejos al dermatólogo.
 
Después siguieron noches eternas, pliegues kilométricos de cortinas, puertas cerradas y selladas por debajo, bombillas al por mayor para hacer del día un escenario artificial. Al año siguiente ya no eran tres, Nadine y su madre se volvieron luz y sombra, sombra la madre pues nunca se pudo reponer de la partida del esposo.
Como el sol le quemaba la piel, todo lo que tenía estaba adentro de su casa; por ejemplo, aprendió de los cambios de estación con tapices que su madre pegaba en las paredes y ventanas, así llegaban los framboyanes a incendiar la casa, o el sauce blanco que invadía y dolía hasta los huesos.
Con el paso del tiempo se hizo necesario que Nadine aprendiera cosas y que conociera a otras personas, para lo primero no hubo problemas, la pasarela de profesores que entraban y salían daba cuenta de los progresos de Nadine, que era en realidad autodidacta. Incluso ya a su corta edad se hizo experta en el manejo del microscopio, por lo que pasaba tardes pegada a las laminillas que su maestra de biología dejaba. Curioso caso, al mirar por el microscopio, Nadine se convertía en la que estaba afuera viendo caminos sinuosos, seres grotescos y extraños, era la que estaba libre y ellos los que permanecían fijos al vidrio.
 
En el segundo caso, hacer amigos, otra fue la historia pues al inicio la frecuentaban con gusto y casi diario; en ocasiones, le llevaban fotos de sus padres, de su perro o muñeco favorito, incluso una amiguita decidió llevarle fotos de las calles que conducían a su casa y de ésta por dentro, juntó casi cincuenta fotos. Cuando se trataba de los cumpleaños de los amigos solo algunos decidían llevarle después la foto o video del festejo. Con el paso de los años, las visitas y las fotos fueron desapareciendo, cada tanto recibía postales, ahora de las universidades y de los nuevos amores de sus amigos. Su madre le regaló una cámara fotográfica, así Nadine podría enviarles a sus amigos fotos de su pequeño mundo, que, por lo privado del asunto, eran casi pornográficas.
 
Cuando Nadine cumplió dieciocho años su madre murió. Sin dolor ni pena, casi en un abrir y cerrar de ojos, su sombra se desvaneció. Algunos meses después, Nadine conoció a Leandro, un anciano y fiel amigo de su madre, de quien hasta el momento solo había escuchado vagamente. Leandro era robusto, alto, y sobretodo muy callado. Era h e r m é t i c o. Poco a poco Leandro empezó a frecuentar a Nadine, sentía una especie de compasión por ella; en realidad, las visitas no eran para cuidarla sino para retomar ese viejo arte o necesidad de presentarle el mundo a través de fotos. Pero era poca la conversación, Leandro era tosco, de voz gruesa y fugaz, de aparatosas arrugas y grietas en la cara y manos, como si estuviera forrado de un buen abrigo contra las inclemencias de los otros. En una ocasión, cuando no quedaron más fotos cotidianas que mostrar, Leandro sacó de un sobre un montón de fotos, algunas cayeron por el piso, otras se le quedaron pegadas a esos dedos rasposos, finalmente Nadine le preguntó por ellas.
 
Leandro siempre fue un hombre solitario, vivía alejado de todos incluida Nadine; sin embargo, mantenía un pasatiempo peculiar: era floricultor. Vivía en una casa destinada al cultivo de esas flores, en realidad Leandro ocupaba para dormir un pequeño rincón de ese jardín, prácticamente al ras de la tierra nacía y moría día con día. Cientos de especies florales, la plenitud entre edificios trepadores y monumentos de múltiples tonalidades. Las fotos eran el mapa de aquella ciudad, Leandro empezó a contarle a Nadine de cada una de aquellas flores… Los girasoles eran los más serviles, junto con los claveles y las gladiolas eran los ancestros del lugar. Luego llegaron las petunias, dalias y pensamientos, ¡quién lo diría extraña convivencia la de aquellas plantas!; sin embargo, abriéndose paso entre las begonias, azaleas y lirios había al fondo un muro con una última capa de flores. Atrás de esa especie de barricada formada por aves de paraíso, narcisos y jazmines, se escondía un último espécimen del cual Leandro no quiso hablar.
 
El secreto y la renuencia de Leandro lo distanciaron de Nadine, quien volvió a su soledad entre papeles tapices y enciclopedias. Así pasaron semanas, donde el día era perpetuo y la noche casi consuelo; horas donde Nadine tomaba fotos de su cuerpo y minutos donde soñaba con los amigos de antaño. Poco a poco empezó a construir un nuevo espacio, lejos de su propia casa, lejos de su propio cuerpo empezó a tener un sueño recurrente. Era una imagen muy llana, Nadine a medianoche, nadando desnuda en un manantial…a veces simplemente flotaba boca arriba…
Las noches seguían siendo minúsculas, los días una pérdida total de sentido por lo que Nadine se empezó a convencer de que ese manantial que se le aparecía por las noches tenía que pertenecer a alguna de las orillas de Petruum. En una ocasión salió disparada de la cama, medio desnuda e insomne se puso a trabajar, decidió fabricar un traje plastificado para poder salir a buscar el anhelado manantial. Una mañana, Leandro decidió volver a visitarla, al llegar se extrañó de ver en la puerta la cesta con comida intacta, algunas frutas estaban en franca descomposición. Mayor fue su sorpresa pues Nadine estaba en pleno ajetreo cortando y pegando tiras de plástico alrededor de un maniquí; él la interrumpió tocándola en el hombro y acercándole a la cara la foto de unos crisantemos.
 
Nadine regresando de aquel trance reacciona y comienza a llorar, mientras tanto, los dos se vuelven a sentar en el sillón de siempre. La galería de fotos hace su entrada triunfal, ahora presentando a los geranios, amapolas, lavanda y rosal; pero nuevamente, Leandro se detiene frente al paredón que esconde su más preciosa adquisición. Para Leandro, Nadine es su eterna compañera y la calma diciendo que a su momento le contará de aquello escondido; los tres días siguientes fue lo mismo, deteniéndose y guardando silencio. Una tarde, Leandro se despidió de Nadine, quien por cariño lo abrazó y besó arduamente cerca del cuello; un beso cálido de alguien que nunca vio el sol, un beso cálido para alguien que duerme a cielo abierto. Al terminar el abrazo y despedirse Leandro se desplomó.
Pero Nadine no pudo sentir el dolor por la partida de Leandro, siguió trabajando en aquel traje para protegerse la piel cuando saliera de casa; definitivamente tenía que cambiar el diseño y el material si quería que aquella misión tuviera éxito. Con tijeras en mano otra vez empezó a confeccionarse un traje completamente cerrado, que le permitiera la ventilación, pero sin exponerla a los peligros del sol, una pieza con la que se sintiera segura.
 
Y el día llegó, parada frente al espejo Nadine miraba cómo brazos y piernas entraban a la perfección; ojos y nariz de magistral delicadeza que contrastaban con el montón de arrugas en la cara…tampoco eran muy funcionales las manos ásperas que Leandro acostumbró a trabajar. Nadine comprobó que la piel de Leandro era más útil para su plan, nada como la piel sobre piel. Cubierta por la piel de Leandro, decidió salir de la casa, primero recorrió las paredes de las casas vecinas, poco a poco se atrevió a cruzar la calle sin rumbo definido, pero con la convicción de buscar el manantial de su sueño. Varios kilómetros lejos de casa, perdió el interés por las cosas, pues los árboles, iglesias y coches le parecieron viejos conocidos por las fotografías; los rostros de personas le eran extraños y sin relevancia.
 
Así pasó las horas a la intemperie, sudorosa con la piel en contacto con el sol y el viento; finalmente, cansada por la luz que le cegaba decidió regresar a casa sin haber encontrado ningún manantial. Al cerrar la puerta, como quien se quiere quitar un abrigo, Nadine se sorprendió pues no le era posible remover la piel de Leandro, la estira y araña, pero como liga regresa a su forma previa. Agotada se va a la cama, esperando el sueño de aquel manantial que nunca llega. A la mañana siguiente se da cuenta que sin querer la piel de Leandro se convirtió en su propia piel; como Leandro era muy moreno y ella demasiado pálida, la amalgama fue extraña.
Así, frente al espejo Nadine observaba las manchas cafés con leche, un mapamundi de reciente aparición en su piel, vitíligo le dijeron decenas de dermatólogos, nuevamente irremediable su condición.
 
Al transcurrir las semanas, Nadine se dio cuenta que ya no era ella, era ella y Leandro, ella con Leandro. Un día, al terminar de bañarse y mientras se secaba la espalda vio la cara de Leandro, al principio le fue difícil de reconocerlo, pero cual Perseo ahí estaba en un grito de terror. Esa misma tarde nuevamente salió de su casa, como pudo llegó al jardín de Leandro, decidida se abrió paso entre el centenar de flores y se detuvo frente a la muralla de follaje, de un manotazo despejó el espacio y descubrió el objeto adorado de Leandro: una planta carnívora.
 
Al parecer esto no le impactó a Nadine, semanas después descubrieron su cuerpo enterrado en el rincón donde dormía Leandro. Aquí es donde aparece la anciana que era hermana de Leandro y que le tocó reconocer dos cuerpos trastocados, como en plena mutación: el cuerpo de Nadine mezclado con la piel de Leandro, y el cuerpo de Leandro desollado y enterrado en la casa de Nadine.
Al final, como nota aclaratoria del periódico se escribía que, por respeto al lector, no era posible poner las fotos de los cuerpos.
He de decir que la nota periodística me resultó impactante, pero queridos lectores, simplemente les cuento lo que relata una respetable octogenaria.

LILIANA HERNÁNDEZ ALMAZÁN radica en la Ciudad de México. Ha colaborado en revistas digitales como El Camaleón (Instrucciones para enterrar un vivo), Revista Cisne Digital (El ojo), Página Salmón (Suspendida, Hera rediviva, Piel adentro), Polisemia (El manto de las Moiras), Revista Estroboscopio (Ónfalo), Nocturnario Revista de Creación literaria (Catalina y Virginia). Colabora en la columna “Lo femenino: entre voces y silencios”, de Teresa Magazine.


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