CRÓNICA La plaza de los viejitos **En su rostro reposan largas noches de horas extra en la maquiladora, cuyo uniforme aún porta || Ilse Alejandra Gámez Reza


A través de los altoparlantes colocados en el quiosco, el viento tararea una canción. El sol es tenue, pero suficiente para templar a quienes desde las bancas observan a dos hombres que parecen extraviados en el tiempo. Encorvados, de bigote manchado por la nicotina, se apoyan sobre el muro de lo que solía ser la cárcel municipal.  
        —Los dos años encerrados estuvieron tremendos. Qué gusto verlo aquí— su voz suena cálida y alegre, pero su semblante es árido—: se nos murió tanta gente.
        Como todo prisionero que acaba de recobrar su libertad, da la impresión de no saber qué hacer con ella, no obstante, luce aliviado. En su mano izquierda, unos dados no atinan a quedarse quietos. Observa el quiosco, su mirada es desértica.
        —Se fueron muchos amigos y familia. Imagínese, a mí nomás se me murieron dos hermanos.   
        A pesar de que impera el frío, a la distancia da la impresión de estar envuelto en fuego.  
        En la plaza Héroes del Carrizal prevalece la imagen del ayer, no se ha cambiado nada en su disposición desde hace casi seis décadas, cuando se inauguró. Quizá por eso, y porque todas las mañanas se halla tomada por adultos mayores, es que se le llama La plaza de los viejitos. A los héroes de la patria nadie los recuerda.
        Dos mujeres de pie, cerca de la sombra de un árbol, ríen a carcajadas. Una de ellas, enfundada en un vestido dorado digno de cualquier celebración de año nuevo, parece lista para triunfar en este espectáculo que cada fin de semana montan las personas de la tercera edad. 
        —¿Será que hoy encontramos con quién bailar? —sus pies anuncian sus deseos: ya se están moviendo, aunque todavía no encuentra pareja— El sábado anterior nos quedamos como novias de pueblo: vestidas y alborotadas.   
        De lunes a viernes, las bancas, los puestos para bolearse y las banquetas, son testigos de las actividades de los habitantes de Nuevo Casas Grandes, Chihuahua; los fines de semana, son parte del escenario donde hasta treinta hombres y mujeres mayores bailan. De acuerdo con el INEGI, en México las personas de 60 años o más son consideradas adultos mayores, y en 2020 residían 15.1 millones de personas en este rango de edad, es decir, el 12% de la población total del país.
        —Y si no hallamos con quién, bailamos entre nosotras —sonríe con una alegría que parece no tener origen en su cuerpo, le extiende la mano a la compañera en señal de invitación— pa´ eso estamos aquí y no nos vamos a quedar sentadas toda la tarde.    
        En su rostro reposan largas noches de horas extra en la maquiladora, cuyo uniforme aún porta. Después de turnos de hasta 48 horas (con descansos de sesenta minutos para dormir por cada día completo), se hallan extenuadas, pero dispuestas a divertirse.   
        Apenas comienza a sonar la cumbia, avanzan con pequeños y acompasados pasos. El perfume colectivo es una mezcla de trabajo y diversión, algunos lo llamarían hedor. El encargado de la música también es un adulto muy mayor, una tortuga avanzando en la arena, que conecta aquí y allá cables para buscar un sonido más fiel.
        Algunos niños pequeños imitan el baile de los ancianos que han empezado a disfrutar la tarde; granos de arena en esta duna que es la plaza. En una de las bancas, dos hombres conversan, aunque no se distinguen sus palabras, es claro que están buscando con la mirada: son halcones esperando su presa; el gozo no está precisamente en el baile, sino en el poder de decidir con quién bailar.
        Conforme avanza la tarde, el pequeño grupo se convierte en multitud. Desde el otro lado de la calle, la vieja estación del ferrocarril contempla a los danzantes. Algunos, incluso, llegan cargando bolsas con mandado. Una vendedora de dulces camina en medio de la gente con una caja grande con chucherías entre sus manos.  
        —¿Usted que va a llevar, joven? —la pregunta suena a halago e ironía.
        —A usted, señora —sus palabras se hallan a medio camino entre la vejación y el coqueteo—. Claro, si se anima a bailar.
        Sí se anima. El hombre, casi estático a mitad de la pista, es una biznaga: pequeño y redondo. La mujer, moviéndose de forma curvilínea, lo rodea. La caja de dulces quedó encima de una banca, a merced de cualquier intrépido sin temor a llevársela. Ahora hay más personas bailando. La mujer de la maquiladora, y su compañera, continúan animando al cuerpo para que invoque a alguno de los hombres, quienes todavía no se acercan a danzar, para que las conviertan en sus parejas.
        En este desierto de ciudad, la plaza se erige como vida: lluvia en medio de la esterilidad. Un par de ancianos, envejecidos hasta el límite, se abrazan. No se puede decir que bailen, porque casi no se mueven, pero sí se abrazan, un cardenche de brazos entrelazados. Ella parece dormida, sus ojos están cerrados y la expresión de calma en su rostro es inagotable; él hace todo, lo mucho o poco que se considera baile. De pronto se le escucha jadear.
        —Háganse a un lado, necesita tomar aire grita la mujer de los dulces, que ha interrumpido su baile para atender al hombre.  
        Entre peticiones de llamar a la Cruz Roja, o que alguno de los chavalos, que conversan en la esquina de la plaza, vaya a buscar un médico, crece el desconcierto. El chalán del anciano encargado del sonido baja del quiosco para auxiliar a la pareja. «Calma. El cuero se arruga, pero el alma aguanta», afirma ahora relajado y lo acompaña hasta la banca más cercana para que tome asiento. La esposa los sigue muy despacio, sus ojos prácticamente están cerrados; aquello debe de parecerle un sueño. Se sienta a su lado; es la última banca donde todavía da el sol. Se quedan ahí, quietos, tomados de la mano, inflando amplio el pecho para llenarse de aire. La dama de los dulces le pregunta por la salud de su marido; si tiene alguna enfermedad, si llevan sus medicamentos. Su respuesta es contundente, llena de una seriedad absoluta.
        —No, no tiene nada. Es cosa de la edad. Es que ya no estamos acostumbrados a bailar tanto. 
Un par de carcajadas se escapan entre quienes están alrededor. Las parejas se dispersan y algunos vuelven a bailar; ahora suena un danzón. Los hombres de bigote manchado por la nicotina siguen esperando a una pareja; sus atuendos, formales y añejos, reflejan lo que ellos ofrecen a quien quiera bailar. La escena es un oasis en el amplio yermo; ellos, flores desérticas que se cierran al terminar la luz.
  

ILSE ALEJANDRA GÁMEZ REZA. Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, 1988. Maestra en Estudios Humanísticos. Ha publicado narrativa en diversas revistas nacionales, como Neotraba. Actualmente se desempeña como docente del área de Humanidades.

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