CUENTO Ashimé || Víctor Lowenstein


El día arrancaba con un café que le salía invariablemente aguado y de mal sabor. Le seguía una jornada de trabajo encerrado en la oficina de la compañía de expendios internacionales. Allí, estampillaba paquetes, despachaba pedidos y consultaba catálogos de membresías a lo largo de diez horas, con una pausa de diez minutos para desayunar otro café aguado con galletas. Al volver a su hogar se duchaba, miraba un rato la televisión, comía alguna fruta y se iba a dormir, tratando de ignorar cualquier pensamiento desagradable, o de pensar, simplemente.

Cierta noche, soñó una ciudad. Una ciudad deslumbrante que él sobrevolaba a vuelo de pájaro contemplando bajo cielos límpidos castillos de torres broncíneas, ríos dorados y caminos serpenteantes de piedras preciosas. Se dejó maravillar por las incontables bellezas que ofrecía el paisaje hasta que el timbre de una campanilla lo trajo de vuelta a la menos deslumbrante realidad.

Apagó el despertador con acostumbrado hastío, y se incorporó para hacer frente a un nuevo día. Se sentía con sueño esa mañana. El café le salió más aguado que otras veces. Tras una jornada laboral agobiante, retornó al hogar muy mal de ánimo. Se duchó, vio el noticiario, mordisqueó una pera y se fue a dormir inmediatamente.

La sorpresa fue volver a soñar con la misma ciudad deslumbrante. Desde la misma condición de hombre alado que se le prodigaba en sueños, que no le impedía reconocerse como el oficinista que era en la vida real, pero protagonista alado de otra realidad maravillosa. Pero no quería ni pensar en eso. Tenía por el momento mucho por conocer. Sus ojos oníricos recorrían con deleite cada palmo de esa ciudad, descubriendo almenas de oro en lo alto de las torres, cardúmenes de peces multicolores nadando al ras de la superficie de los ríos, bifurcaciones en cada sendero que conducían a otras comarcas, que prometían magnificencias aún mayores que las vistas.

Despertó más animado. Le perduraba ese desasosiego casi crónico, que lo venía molestando más agudamente durante los últimos meses; una sensación de cansancio mental y físico que lo extenuaba. El café no le salió tan aguado esta vez; quizá estaba aprendiendo a llevar mejor su vida, a soportarla mejor al menos. No pensaba lo mismo luego de las diez horas de oficina. Siempre era lo mismo. El mismo agotamiento, el hastío creciente. Ni siquiera se creía en el derecho de soñar un futuro mejor. Sus únicos sueños eran los nocturnos, donde sí era feliz.

¿Cómo se llamaría esa ciudad? Se lo preguntó mientras el viento agitaba sus cabellos y sus alas, surcando los cielos por encima de las áureas torres que enceguecían la mirada bajo el brillo del sol. “Ash… Ash…” le susurraba el viento en los oídos, y supo que estaba por conocer los secretos de la ciudad de sus sueños.

El nombre completo de la ciudad le estaba por ser dicho, eso creía, cuando una mano sacudió uno de sus hombros. Acababa de estampillar al revés más de cien paquetes de envío, y la llamada de atención incluía los sospechosos cabeceos con que el empleado se balanceaba sobre su mesa de trabajo. Él negaba enérgicamente haberse quedado dormido; ocupó el resto de la tarde sobre estampillando paquete por paquete, bajo la mirada de sus jefes. Nada le importó tanto, no obstante, como el perder entre los labios el nombre de la ciudad soñada, que estaba como queriendo revelarse a su conciencia. No quiso recordar más de aquella jornada.

Ignorante a su impaciencia, la ciudad no le reveló su nombre esa noche. Su vuelo era raudo; recorría milla tras milla a velocidades imposibles redescubriendo la opulencia de aquella divina civilización. Atrios, parques, torreones, puentes de orfebrería sobre aguas diamantinas…cúpulas tornasoladas, valles de ubérrimos verdores y más allá… ¿qué habría? ¿Qué más? Intuía otras ciudades habitadas por avanzados seres, que lo recibirían prontamente con amorosa bienvenida. ¿La ciudad le iba revelando sus designios? A medida que crecía esa certeza, se obligaba a forzar su vuelo, quería llegar más, más lejos cada vez.

El café empezaba a salirle menos aguado cada vez, más consistente. Más amargo también, por lo que le agregó otras cucharadas de azúcar que lo volvieron una suerte de melaza oscura que no merecía llamarse café, y le dejó un pésimo regusto en los labios. Fue la razón que dio a sus jefes por despachar mal los envíos de esa mañana. “Uno no puede trabajar bien con malestares así” les dijo a modo de justificación, pero los jefes no admitían semejantes argumentos. El último cadete de la compañía de expendios internacionales venía incumpliendo sus labores desde hacía semanas y empezaban a perderle la confianza. Notaban su conducta alterada. Cada vez más huraño y mal educado. Una lástima, viniendo de alguien que siempre supo mostrar diligencia hacia la compañía. Habría que despedirlo, seguramente.

¿Creen que no sé que me despedirán? Murmuraban sus labios mientras su cuerpo se revolvía bajo las frazadas, ansiando conciliar que el sueño de una vez.

Esa noche fue capaz de observar las torres broncíneas en detalle. Planeando con fluidez por sobre las almenas brillantes, contempló en detalle los exquisitos relieves que las ornaban. Desde grandiosas alturas su miraba se regocijaba en unas cúpulas catedralicias tanto como con las aguas de fuentes cristalinas que canturreaban bajo los puentes. Su alma vibraba en certezas y presentimientos venturosos. Las gentes que intuía, vivían más allá de estos atrios, habitaban un imperio dorado que lo estaba esperando tras las colinas. El viento se afanaba por traer a sus oídos el nombre de la ciudad imperial; Ash… Ash… sus labios acompañaban las sílabas premurosas.

Puso a hervir el agua para prepararse el primer café de la mañana, y recordó que era viernes. Los viernes son días especiales para cualquier trabajador, pero nuestro protagonista se percató de que ya le daba igual que fuese viernes o lunes. El desencanto del diario vivir lo había ganado por completo. El agua hirvió de más, el café salió aguado y el azúcar agregado siempre al descuido lo volvió a convertir en una melaza empalagosa que tragó con asco antes de ir a trabajar. También le daba igual; descontaba que jamás sería capaz de prepararse un decente café. Ni a tener una digna jornada laboral, que fue pesada, fastidiosa, plagada de errores a los que se sumaba la pérdida inexplicable de un catálogo de membresía, negligencia que le valió el fuerte apercibimiento de sus jefes. Ni los escuchó ni le importó la reprimenda. Estaba en otra parte, algo lejos de la realidad cotidiana.

Con desgano salió del trabajo. Pasó por el mercado a comprar fruta, y llevó además unas velas, una navaja de afeitar y una caja de fósforos, y fue a encerrarse en su pequeño departamento para pasar el fin de semana a su manera.

Llenó la tina de baño con agua tibia. Colocó alrededor las velas encendidas, apagó la luz del baño y regresó de la cocina con un platillo lleno de frutas frescas. Se sumergió en el agua y fue cortando y comiendo rodajas de manzanas y peras. En total silencio. Satisfecho, dejó el platillo sobre el piso azulejado. Tomando luego la navaja, se cercenó las venas de los brazos.

Instantes más tarde el nombre de la ciudad de sueños empezaba a revelársele. Sobrevolaba nuevamente las torres broncíneas, cuando el viento susurró en sus oídos, claramente: “Ash… Ashim… Ashimé.  ¡Ashimé!

¡Ashimé!, gritó, prorrumpiendo en carcajadas de felicidad. Dio vueltas y piruetas en el aire y retomó su vuelo, recuperando desde el viento susurrante toda su historia olvidada.

“Ashimé la sagrada, la preternatural y antediluviana ciudad de las torres revestidas de oro… fundada por los sumerios antes de Egipto, precedente a la Creta que supo cantar antes de Homero, evocada por los oráculos de Delfos e invocada por los misterios de Eleusis. La mítica, la legendaria Ashimé del reino bendecido por las aguas del Éufrates donde yo, Ashim el grande, goberné un imperio de inmortales…

Su vuelo intrépido atravesó valles y campos resplandecientes, cumbres nevadas y colinas de perenne belleza, tras las cuales supo descender exactamente en el centro de la ciudad imperial más fastuosa de lo que ni en sus más locos sueños hubiese podido imaginar. Y allí estaba él, Ashim, tan real como el pueblo que corría a saludarlo, a colgarle guirnaldas del cuello, a honrarlo y agradecerle haber retornado a su trono y su reino, luego de siglos de karma y desmemoria; de océanos de tiempo y olvido…
 
***
 
–Perdonen que los hayamos molestado –dijo el forense con las manos enguantadas dentro de los bolsillos de su blanco uniforme.  Es que el hombre no tenía parientes, y se impone un reconocimiento del cadáver.

El facultativo los condujo a la sala interna de la morgue. Los dos hombres lo siguieron. “¡Qué frío hace aquí!” murmuró previsiblemente uno de ellos. Se ubicaron a un lado de la mesa de mármol donde descansaba el cuerpo muerto. Del otro lado, el forense se preparaba para descubrir la sábana que lo resguardaba.

–Espero que los señores no sean muy impresionables –les advirtió.

Corrió la sábana lentamente desde la cabeza hasta las rodillas. Los brazos, rígidos a los costados del cuerpo, dejaban ver las cárdenas marcas de navajazos a la altura de las muñecas.

–¡Pobre infeliz! dijeron casi a dúo los hombres.

–Entonces, lo reconocen.

–Claro –dijo uno de ellos. Trabajó quince años en nuestra compañía. Era cadete y peón.

–¿Alguna idea de por qué lo hizo?; ¿Algún detalle en su carácter, 
últimamente?

–Últimamente, se apuró a responder el otro jefe, el señor Amish se mostraba nervioso e irritado. Desconozco porqué. Sus problemas tendrían. Venía descuidando sus labores al punto que la compañía contemplaba su despido. ¡Pobre infeliz! –repitió.

–Yo no diría tanto –aseveró, reflexivo el otro. ¿No ven la sonrisa que quedó en su rostro? Cualquiera diría que es una bendición morirse de esa manera. Quien sabe… pareciera que nuestro buen Amish hubiera muerto de felicidad…

Fotografía de Pixabay

VÍCTOR LOWENSTEIN. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E). Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Víctor escribe textos ficcionales y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta (Ed. Fscm, 2014) y Artaud el anarquista (De los cuatro vientos, 2015).

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