RESEÑA El gran Burundún-Burundá ha muerto, de Jorge Zalamea. Una novela del dictador || Noé Vázquez

Foto tomada de Biografías y vidas

El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952) fue publicado en Argentina por Jorge Zalamea (1905-1969), quien se encontraba en el exilio luego de diferencias políticas con el gobierno colombiano en turno. Como es sabido, por muchos años el bipartidismo colombiano polarizó las preferencias electorales entre liberales y conservadores. Una especie de ley pendular que ora entronizaba a unos ora castigaba a otros, dependiendo de la época. Una época de terror por causas políticas en donde los asesinatos por parte de la policía y del ejército estaban a la orden del día. Sin duda, un bipartidismo violento que tuvo que haber influido en las motivaciones para que Zalamea escribiera esta obra.
En su novela, Jorge Zalamea comprende las implicaciones del lenguaje que, tanto puede revelar como ocultar, es abierto y cerrado al mismo tiempo, críptico y asequible dependiendo del contexto. El autor no menciona nombres ni lugares reales o específicos en la inteligencia de que las historias que nombra son de todos conocidas. Zalamea es un puente que prefigura el realismo mágico garciamarquiano con otro tipo de influencias anteriores. Hay algo de festivo, de celebratorio en una lengua que se regodea de sí misma en su esplendor. Se advierte que las palabras que se van a ensanchar, más que pare ser leídas, para ser escuchadas. Letras al oído, entonces, porque el lenguaje en Burundún está cincelado en arabescos muy finos, ecos de clasicismos y deleitables redundancias en un caudal que por momentos puede conducir a lo caricaturesco, a lo grotesco. Abundan las aliteraciones, una serie de adjetivaciones que causan sorpresa por lo inédito de su planteamiento; los símiles, las enumeraciones, las metáforas y las oscuras comparaciones también enriquecen el corpus de una obra breve pero de gran poderío e innovación lingüística. Sus hallazgos verbales parecen dispuestos para una multiplicación de significaciones que renuevan la lengua. Hay mucho de simbólico en sus personajes y a pesar de la cortedad del texto, se crece en sus interpretaciones. Se ofrece una fórmula poética donde la narración es juego carnavalesco. Por su barroquismo, uno imagina releer al querido Carpentier, pero también, revisitar Los funerales de la mamá grande, de quien se presume influencia. El relato, tejido con una filigrana muy fina, también nos descubre una imaginería verbal que logra que la lectura se perciba densa, su apretujamiento la vuelve disfrutable, henchida de hallazgos que obligan a la relectura de párrafos. Por otra parte, planteada en clave paródica, no desdeña del sentido del humor y la ironía.
La obra se encuentra a medio camino entre el poema, la prosa poética, la narrativa, la sátira, la crítica y denuncia de hechos sociales en clave, para crear un acto literario pirotécnico que hace las veces de novela política y de dictador. Todo en Burundún asume cierta afectación y teatralidad, pero esta afectación es intencional. La novela se convierte en caricatura de la realidad que quiere mostrar. Burundún puede ser Somoza, Videla, cualquier dictador latinoamericano que usted guste y mande; también puede ser El señor presidente y Tirano Banderas, si buscamos ejemplos literarios para demarcarla en lugares conocidos. Y es que hay mucho de esa visión esperpéntica y goyesca de otras obras, como las de Valle-Inclán. La sofisticación de esta novela-poema convierte a sus personajes tan siniestros en títeres de butifarra, en grotescos espantapájaros de papel capaces de actos tan irracionales como absurdos al mando del Caudillo. Horror que deviene en relato, presencia de la imaginación verbal que señala un mundo que entroniza la inflada figura del mandamás eternizado mediante el terror hacia sus ciudadanos. Un régimen como de cualquier república sudamericana marcado por la mordaza, la violencia política, el silencio de todos los habitantes. Consabida gobernanza donde impera la corrupción hacia policías, militares, intelectuales, políticos.
Describir el mundo de Burudún es acercarnos a cualquier país latinoamericano en tiempos de dictadura, es decir, parafraseando a Cortázar: «cuando usted guste y mande». Burundún es el reflejo del caudillo y del caudillismo: el líder carismático que cumple su función de unir a las masas en la consolidación del poder, para luego, pasar a la corrupción y los crímenes desde el poder mismo. Espiral de violencia que se alimenta de sí misma, una barbarie destinada a no detenerse. La novela narra la procesión de un funeral, la marcha hacia el descanso final con el féretro mientras se hace una recapitulación que lo que supuso esa dictadura. La narración resume la expansión de su poderío absurdo que castiga, mutila, cercena, silencia, apadrina, aliena en un aura de distorsión de la realidad de la que nadie escapa. El poder total e ilimitado tiene la condición de mancha voraz que todo lo atropella a su paso: a la población se le despoja del habla para que no puedan nombrar su pesadilla. Es notoria la arbitrariedad de lacayos, testaferros, policías, milicia y toda clase de verdugos que hacen cumplir en la población hasta el más mínimo capricho del Dictador en un ritual de sangre y vísceras. Burundún suena a reyezuelo o dictador africano, a un retorcido Papa Doc, Idi Amin Dada o Mobutu Sese Seko que convierte un solo país en una pesadilla hacia los cuatro puntos cardinales. En Burundún el poder es un mal sueño, una catastrófica e imperial borrachera: lo orgiástico y sangriento de los emperadores romanos: Nerón, Calígula, Heliogábalo. Sobre el supremo Cadáver del Castigador se agolpan sus gendarmes, achichincles, deudos, los generalísimos, la escoria de siempre que se ceba con la muerte. El poder, al expandirse, corrompe a todos por igual como un inevitable contagio. Tras el féretro, las cohortes, comparsas y comitivas. 
La obra de Zalamea sea adelanta al boom latinoamericano en la exuberancia de su lenguaje y sus propuestas. Si bien, ya había escrito en 1949 La metamorfosis de Su Excelencia, Burundún es su obra más memorable. Zalamea se asume como un autor fantástico en un mundo cuya realidad lo aplasta, le quita las ganas de vivir. En su exilio en Argentina le confiesa a Germán Arciniegas: «en Colombia me era imposible hacer ya nada contra la tiranía y el crimen, cuando la vida se me había hecho prácticamente invivible». 

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