RELATO No llores más || Sara Padilla


Los policías lo tenían esposado, lo detuvieron por salir a la calle vestido de geisha.
        —¡Suéltenme! No he hecho nada malo.
        —Es apropiación cultural— dijo uno de los policías, y lo arrojó a la celda.
        Romeo se sentó en el piso, se quitó uno de sus okobo, masajeó suavemente su pie y comenzó a tararear una melodía que su madre le había enseñado desde que era niño, pensó en ella y en el momento que lo había marcado todo.
        Cuando tenía doce años, Romeo y su madre asistieron a la inauguración de un centro comercial. Ella se había arreglado mucho para la ocasión, le gustaba que las personas la atendieran casi con devoción, como si fuera una estrella de cine. Pasearon entre los relucientes pasillos y entraron a varias tiendas de zapatos costosos; mientras la madre de Romeo aceptaba entre risas que un atractivo empleado le probara unas zapatillas como si fuera la Cenicienta, Romeo vio a lo lejos un aparador que mostraban abanicos y kimonos.
        —¿Podemos ir a esa tienda? —preguntó Romeo apuntándola.
        —Sí, sólo deja que terminemos aquí —dijo su madre sin apartar la vista del vendedor.
        Cuando llegaron a la tienda de artículos asiáticos, Romeo entró lentamente, como si fuera un santuario, inhaló con fuerza para que el olor a incienso lo invadiera por completo y comenzó a deambular admirando los abanicos con estampado de cerezos y las alfombras de estilo turco. 
        —Hijo, quédate aquí, ahorita vuelvo—dijo su madre.
        Se dirigió a la terraza del centro comercial, sacó un espejo de su bolso y se retocó el labial, después encendió un cigarro y contempló el cielo nublado, su rostro se tornó triste.
        —¿Desea ordenar algo? —le preguntó un mesero que atendía en la terraza.
        —Sí, me das un café y un croissant para llevar —contestó colocándose sus lentes de sol.
        Mientras tanto, en la tienda, Romeo veía fascinado unas estampas de colores brillantes con el nombre “Kitagawa Utamaro” en la parte trasera. Tomó varias de ellas, volteó hacia ambos lados como si fuera cruzar la calle y se las metió en los pantalones.
        —Señora —le dijo la encargada de la tienda a la madre de Romeo cuando llegó por él— encontramos a su hijo robando, lléveselo o pague por las cosas que tomó.
        —¿Cómo que “señora”? —contestó con el ceño fruncido.
        Después de un rato ambos salieron de la tienda, Romeo con lágrimas en los ojos y su madre riendo porque le habían mostrado la grabación de seguridad con el mediocre intento de su hijo por cometer un crimen.
        Cuando llegaron a su departamento, Romeo sacó su cuaderno de dibujo y trató de recrear de memoria la caligrafía de las estampas, los árboles de cerezo, los labios de las geishas, las formas de los abanicos y el estampado de las telas. Al mismo tiempo, su madre comenzó a trenzar su cabello y a cantar:

        Cállate niña, no llores más
        Tú sabes que mamá debía morir

Romeo estaba acostumbrado a escucharla cantar esa melodía mientras se peinaba; ella colocó margaritas entre sus cabellos, acomodó el tripié con la cámara fotográfica y se hizo un autorretrato en su rincón favorito de la casa. Romeo interrumpió su sesión de dibujo para apreciar la belleza melancólica de su madre: era pálida y triste casi todo el tiempo, excepto cuando iba a zapaterías a probarse cosas que no podía comprar.
        Todos los fines de semana ambos veían películas en blanco y negro, protagonizadas desde Mary Pickford hasta Rita Hayworth; a Romeo le atraían los vestidos de los años veinte y el maquillaje que lograba el efecto de tener los ojos caídos, aunque también adoraba el glamour de las joyas y las perlas de los años cincuenta.
        —Mi sueño era ser estrella de cine —decía su madre cada que aparecían los créditos en la pantalla.
        Desde que era adolescente, la madre de Romeo incursionó en el mundo de la actuación, pero se retiró cuando notó que estaba embarazada, pocos días después del suicidio de su novio.
        —Estoy considerando abortarlo —le dijo a su mejor amiga de aquel tiempo—pero este bebé es el único recuerdo vivo que puedo conservar de Luis. Mis genes y los suyos unidos en una sola persona, suena demasiado bonito. A veces pienso que, si me mato yo también, podríamos estar los tres juntos, por siempre.
        A pesar de esa consideración, meses después dio luz a Romeo y aunque, en efecto, era hermoso ver algo de Luis en él, decidió cantarle Cállate niña muchas veces para irle haciendo a la idea. 
        —¿Vemos una película a color? —le dijo su madre dos semanas después de la visita al centro comercial— Como no has parado de dibujar cosas asiáticas, encontré una película que podría gustarte.
        Apareció en la pantalla el título Memorias de una geisha, Romeo estuvo hipnotizado las dos horas y media que duró la cinta, admiró los detalles de los atuendos, los bailes y los modales. En varias escenas se levantó para imitar los movimientos de Zhang Ziyi y su madre se reía por la ternura que le causaba.
        Al día siguiente Romeo fue a la escuela, a la hora del recreo sacó su sándwich de la lonchera y comenzó a comer son lentitud, imaginando que estaba practicando para convertirse en una artista japonesa. Tomó un poco de agua, pero derramó algunas gotas sobre su pecho, volteó asustado hacia su institutriz imaginaria y se disculpó agachando la cabeza.
        —Esfuérzate en hacerlo mejor— dijo la institutriz.
        Romeo asintió y siguió comiendo sin derramar nada.
        Cuando terminaron sus clases, esperó en la entrada de la escuela a que llegara su madre por él como siempre. Estuvo media hora sosteniendo su lonchera con ambas manos y comenzó a caminar rumbo a casa. Cuando abrió la puerta, encontró a su madre haciéndose un autorretrato con unos tulipanes en las manos.
        —Pudiste llegar solo —dijo— eso me tranquiliza.
        Romeo vio los ojos llorosos de su madre y se acercó para acariciar su mejilla. Se hicieron un retrato juntos.
        —Te traje un regalo, mira en la alacena.
        Romeo se acercó y sacó una caja forrada con estampado de flores blancas. La abrió y encontró una bata de seda color negro con un dragón bordado.  
        —Es para que la uses mientras dibujas.
        Romeo la abrazó y le dio las gracias, se vistió con ella y comenzó a dibujar.   
 
A los dieciocho años, Romeo ya tenía un estilo muy característico en su dibujo y pintura. Su especialidad eran los autorretratos: vestido como una chica de los veinte, como budista, como geisha, como oaxaqueña, como dandy, como estrella de Hollywood, como ama de casa. Toda la gente que, como escribió Sylvia Plath, quería ser, y todas las vidas que le gustaría vivir, Romeo las pintó. También comenzó a incursionar en la actuación, como lo había hecho su madre.
        —Te irá muy bien en las grabaciones de hoy —dijo mientras se colocaba frente a su cámara con cientos de gardenias que había pegado en la pared para que sirvieran como fondo—, eres una persona muy segura y libre, esperé este momento desde que te vi nacer.
        Romeo, que estaba frente a un espejo cubriendo su rostro con pintura blanca, volteó hacia su madre que en ese momento recibió el disparo de la cámara.
        Era la primera vez que él actuaría para un cortometraje, un amigo estaba grabando un proyecto estudiantil y le había pedido aparecer vestido de geisha.
        —¡Oye! Tu teléfono lleva mucho tiempo sonando —gritó una de las integrantes del crew cuando terminaron de grabar la escena de Romeo.
        —¿Bueno? —preguntó Romeo al teléfono.
        —Muchacho, soy Sandra, la vecina. Mijo, tienes que venir rápido, pasó algo muy grave.
        —¿Qué pasó?
        —Ay, mijo.
        —¡Dígame qué pasó!
        —Es tu mamá.
        Romeo le rogó a uno de los actores para que lo llevara a casa. Cuando bajó del auto, vio a dos paramédicos cargando una camilla con un cuerpo y la sábana cubierta de sangre. Embriagado por el dolor, vomitó en medio de todos los que se habían aglomerado alrededor de la casa y comenzó a caminar desorbitado, perseguido por la vecina que trataba de tranquilizarlo. Él la empujó con fuerza porque su voz se sentía como un taladro en el cerebro. Siguió andando. Comenzó a correr hasta llegar al parque en el que forcejeó con los policías que lo detuvieron.
        En la celda, mientras masajeaba su pie y tarareaba, cayeron decenas de lágrimas y comenzó a cantar:

Cállate niña, no llores más
Tú sabes que mamá debía morir. 

Fotografía tomada de Pexels

SARA PADILLA (Aguascalientes, 1999). Licenciada en Historia por la UAA. Estudió el Diplomado en Escritura Creativa y Crítica Literaria de la UNAM. Fue becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) 2022 en la categoría de Literatura de Jóvenes Creadores. Ha estudiado en cursos y talleres literarios por parte de la UNAM, Escuela NOX e INBAL. Ha publicado narrativa en revistas como Punto de PartidaLetraliaBitácora de vuelos y Granuja.

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