Apenas está amaneciendo cuando la veo pasar: seguro va rumbo a la plaza, como todos los días. Siempre me ha gustado ese momento de la mañana, cuando empieza a iluminarse todo: es como ver, allí en el horizonte, lo que dejas atrás y lo que vas a hacer más adelante. Además, justo así se veía todo cuando me fui del pueblo la primera vez.
Para cuando ella viene de la plaza, yo ya estoy barriendo el patio. Se detiene cerca de mi puerta. En su bolsa del mandado se pueden ver unos jitomates, un paquete de sopa y otro de frijoles. De hasta abajo, saca unas pitayas.
—Son las primeras de la temporada —me las extiende—. Todavía están caras.
Aunque ya pasó bastante tiempo, supongo que es por lo que pasó en el molino.
A mí no me gusta ir, pero ese día tuve que hacerlo: Imelda, mi prima, quien normalmente es quien va, no pudo. Todas estábamos formadas para pasar, con la cubeta llena de maíz a los pies; todas, menos yo, llevaban cubierta la cabeza con el rebozo. La mañana era fresca y fue mejor así porque me di cuenta de que tendríamos que esperar a que nos atendieran: nos avisaron que iban a cambiar las piedras del molino. Me sentí inquieta, ¿y si marcaban a la casa mientras yo no estaba? Quizá por estar pensando en eso no me di cuenta al principio, pero ahí, en la fila, había murmullos. «Mírala, la que no hablaba con nadie. Antes no hablaba y ahora hasta se ríe». Sentí que me miraban. Sin embargo, al alzar la vista noté que no se referían a mí, sino a quien estaba a mi lado: una mujer joven que se tapaba la cara pero, aun así, dejaba ver sus ojos llenos de angustia. Me molestó escucharlas, en sus palabras había coraje, incluso envidia. «¿Qué le dará Juan que hasta el carácter le cambió?».
—Las limpias con cuidado, todavía traen espinas.
Tomo las pitayas y le sonrío. «Gracias, no te hubieras molestado». Su única respuesta es una sonrisa entre triste y adolorida. Entro a la casa y comienzo a limpiarlas. Cuando alzo la mirada hacia el teléfono, siento un piquete en el dedo; duele mucho, pero estoy segura de que menos que aquellas palabras que le dijeron en el molino.
Mientras trato de sacarme la espina, escucho que encienden los altavoces de la tienda: seguro van a anunciar algo. No tardo en reconocer que lo que suena es Canción Mixteca. Después de un poco, bajan el volumen. «Se hace una atenta invitación a la comunidad para que acompañe a la familia Flores a la misa que se realizará con motivo del casamiento de su hijo mayor. La ceremonia se llevará a cabo a la una de la tarde y posteriormente se les invita al convivio en honor de la nueva pareja». Seguramente, aún de camino a su casa, Guadalupe también escucha el anuncio y recuerda el día en que se casó. Yo estuve ahí, fue Imelda quien me invitó. «Hasta que se le hizo a Pedro», comentó durante el camino. En la puerta de la casa del novio, dando la bienvenida a los invitados, estaba colocada una herradura de flores; el patio adornado y en cada mesa un arreglo floral, todos blancos. Para mi mala suerte, nos tocó sentarnos con las Márquez, quienes no tardaron en preguntarme por mi marido.
—¿Y ora? ¿A poco te dejan venir sola?
Me sentí agredida, no pude pensar.
—Ya no vivo con él —Imelda se me quedó viendo como para pedirme que me callara—, lo dejé.
Las Márquez se miraron entre ellas, sorprendidas y curiosas.
—¿Lo dejaste?
—¿O te dejó? —agregó la otra de inmediato.
Por un momento, pensé en decirles que no les importaba, que no era su asunto, pero me fue imposible.
—Yo lo dejé —Las Márquez no supieron qué decir—: nos estamos divorciando.
Iba a decirles que ya sólo estaba esperando la llamada de su abogado, quien nos iba a dar la fecha para firmar el divorcio, pero al ver la cara de Imelda, me contuve. «Eso no importa, ahora estoy aquí, ya regresé», fue lo único que pude agregar porque los músicos empezaron a tocar en ese momento: la novia entró acompañada de su marido y de los padrinos; se veía hermosa en su vestido, tan enamorada. Por un momento, me recordó a mí: así de feliz estaba yo en mi boda.
—Pedro es un buen hombre —me comentó Imelda.
Según ella, aquel hombre era buen trabajador; se dedicaba a la boleada. La madre de la novia le entregó a su hija, en ese momento, una imagen de la Virgen de Guadalupe; yo pensé que sería para que la cuidara.
—La compró en abonos —Imelda miraba hacia la mesa de los novios—, se la encargó a Juan.
—Sí —agregó una de Las Márquez—, es para que Guadalupe no lo vaya a olvidar.
Después de un rato de silencio, fue Imelda la que dijo que eso de Juan y Guadalupe eran solo chismes. «¿Qué de malo hay en tener amigos?». Las Márquez no dijeron nada. Yo quise agregar algo, pero en ese momento comenzó a sonar Canción Mixteca.
Inmensa nostalgia invade mi pensamiento
Al verme tan solo y triste
Como hoja al viento
Me fue imposible no recordar cuando salí del pueblo. También, sinceramente, me acordé de los primeros días en mi matrimonio, antes de todos los problemas. En ese momento, yo también quise llorar, quise morir de sentimiento.
—No tiene nada de malo —repitió Imelda, aunque Las Márquez ya no la escucharon o fingieron no hacerlo.
Y entonces reconocí en los ojos de la novia a aquella muchacha del molino: era ella, no tenía dudas.
Aquella mañana, después de que comenzaron a hablar de ella, la muchacha se fue hasta el final de la fila. Yo la seguí, más por acompañarla que por alejarme de las mujeres que seguían murmurando. Sin embargo, sus comentarios nos seguían llegando. «¿Usted cree que una mujer, cualquiera que sea, pero que se precie de ser decente, haría “cosas” que una juzgaría imposibles? Y de esas cosas, claro, no se le puede hacer responsable». «Pero ¿de qué habla? Pues eso de “tener amigos”».
—Yo creo que no —me fue imposible no contestarles—, no se le puede juzgar: un juicio moral, en la actualidad, es subjetivo.
Primero hubo silencio, pero luego alguien contestó. «La mujer debe procurar no hacer algo que dañe su reputación», no pude distinguir bien quién era. «Cuando una mujer pone en tela de juicio su honor, avergüenza a toda la familia». Las voces salían de la fila del molino, pero no distinguí de quiénes eran.
—La gente —insistí— oirá hablar de nosotras y a veces hará conclusiones, tomará decisiones, sobre nosotras, mucho antes de conocernos cara a cara, basándose, claro, en lo que hayan escuchado de nosotras.
«Una mujer debe respetar sus principios y valores, tener un comportamiento apropiado», replicó alguien desde el anonimato de la fila. No pude resistir.
—Deberían preocuparse por su consciencia, no por la reputación ajena. La consciencia es lo que es uno; la reputación, lo que otros piensan que eres.
Se quedaron en silencio, apenas unos segundos. «Ya no digan nada, ¿ella qué puede decir?»
Las mujeres del pueblo no iban a cambiar, eso lo sabía, pero yo tampoco; aun así, me seguían doliendo sus palabras. Tan absorta estaba en los recuerdos que no escuché cuando Imelda entró. «Prepárate, vamos a tener fiesta». Puse las pitayas en la mesa y le dije que no quería ir: ya no necesitaba otro encuentro con las mujeres del pueblo. Imelda estaba a punto de decirme algo cuando comenzó a sonar el teléfono: corrí a contestar, era el abogado. Colgó apenas me dijo la resolución a la que se había llegado con la demanda de divorcio. Cuando regresé el teléfono a su lugar, Imelda me preguntó quién era, qué había pasado.
—Imelda: voy a tener que salir casi de madrugada.
Como dije, siempre me ha gustado ese momento de la mañana, cuando empieza a iluminarse todo: es como ver, allí en el horizonte, lo que dejas atrás y lo que vas a hacer más adelante. Le repetí que iba a tener que salir casi de madrugada, pero Imelda no supo de qué estaba hablando.
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